Una parte fundamental de la obra de Michel Foucault, la que compone lo que llamó la genealogía del poder, estuvo marcada por el propósito de mostrar que, en las sociedades democráticas modernas, la libertad de los individuos, formalmente consagrada por las normas jurídicas del Estado, es un espejismo.
O por lo menos es una realidad severamente limitada y distorsionada por la existencia extensa de instituciones cerradas como las cárceles, las escuelas, los hospitales o las fábricas en las que opera lo que Foucault denomina la “micro-física del poder”. Instituciones en las que los individuos no gozan de la libertad que las normas básicas del Estado de derecho les reconocen, ya que, cuando ingresan a su seno, la pierden de manera irremediable y casi completa porque quedan atrapados en las redes del poder que estas instituciones forjan.
Y así, estas redes definen sus condiciones de vida y ordenan y disciplinan sus conductas de manera férrea y rigurosa, convirtiendo a los individuos en puros objetos de observación y análisis, tal como lo mostró Foucault en su gran libro Vigilar y castigar, apoyándose en el ejemplo paradigmático del panóptico diseñado por el pensador utilitarista inglés Jeremy Bentham, a finales del siglo XVIII.
El panóptico de Jeremy Bentham
Estas instituciones no fundan, entonces, su poder sobre los individuos en el uso de la violencia o de la represión física tal como siempre se ha pensado desde Marx; la vigilancia y observación sistemática de sus conductas –vigilancia y observación que resulta casi invisible e imperceptible para en quienes recae- es suficiente para encauzarlas y ordenarlas, para someterlos a su “voluntad”. Pero estas instituciones al convertir a los individuos en puros objetos de observación para someterlos, para ordenar sus comportamientos, no solo los despojan de su libertad sino les niegan su propia subjetividad, la condición de ser sujetos activos y autónomos, seres capaces de auto-determinarse a sí mismos, tal como lo concibió Kant en su momento. De ahí que atrapados en las redes de poder de estas instituciones los hombres mueren, es decir, pierden lo esencial de sí mismos como sujetos activos y libres.
Pero la razón de ser del poder de estas instituciones cerradas no es solo someter a los individuos y convertirlos en seres y cuerpos dóciles y obedientes para encauzar sus conductas, sino sobre todo en formar de esta manera seres útiles para las diferentes funciones que necesita la sociedad. “Fabricar” seres capaces y eficaces de realizar las diversas labores que la sociedad exige para conservarse a sí misma. Forjar individuos útiles a la sociedad es el propósito final y definitivo de estas instituciones; el sacrificio de su libertad es apenas una condición necesaria para conseguirlo. De ahí que el resto de la sociedad acepte este sacrificio de la libertad que los poderes de estas instituciones llevan a cabo con los individuos que ingresan en su seno. La función de “fabricar” seres y cuerpos útiles es una razón poderosa que los lleva a admitir este sacrificio como un sacrificio necesario. Por eso, para Foucault el principio supremo y rector de las sociedades modernas no es el de la libertad sino el de la utilidad.
Por otra parte, estas instituciones fijan un especial “régimen de verdad”. Es decir, establecen como parte de su poder que los enunciados y discursos que formulan y sostienen sus directivos y funcionarios superiores son verdaderos. Y lo son porque reflejan no solo el contenido de su poder, sino también por los mecanismos que usan para que las obedezcan y por el modo como finalmente “aprenden” a obedecerlas. En resumen, son discursos que reflejan la realidad de estas instituciones forjadas alrededor del poder de la vigilancia y la observación. De ahí que Foucault estuviera convencido, como su querido maestro Nietzsche, que la voluntad de verdad que parece presidir la vida de los hombres, es en realidad una máscara que encubre y disimula una voluntad más profunda y decisiva, la del poder. El interés o propósito más poderoso que mueve a los hombres a actuar no es la defensa o la búsqueda de la verdad, sino el de dominar y controlar, el de someter a su voluntad a todo lo existente, incluida la vida de otros hombres. Y esta voluntad de poder, los hombres modernos la han plasmado de manera clara y efectiva en estas instituciones cerradas que tienen una extensa presencia en la realidad de sus sociedades.
Sin embargo, tenemos que decir que Foucault pensó erróneamente que estas instituciones eran toda la sociedad, o mejor, que las sociedades democráticas modernas se reducen al conjunto de estas instituciones. No reconoció que al lado de estas instituciones cerradas existe otra parte o esfera también muy importante de estas sociedades: un espacio público abierto en el que todos sus miembros tiene el derecho y la posibilidad de ocupar libremente, si así lo quieren y se lo proponen, un espacio en el que pueden ejercer la libertad formal que el Estado les reconoce. Es decir, un lugar en el que pueden expresar sus opiniones y pensamientos, dialogar y discutir activamente con otros, y en el que pueden obrar en función de su voluntad, siempre y cuando respeten el derecho a la libertad que tienen los demás. De ahí que cuando los individuos se incorporan a este espacio abierto, se les abre la posibilidad de afirmar y renovar su subjetividad. No mueren como sujetos, como ocurre cuando ingresan a las instituciones cerradas, sino al contrario nacen y viven como tales. La existencia de este espacio se erige, entonces, como la barrera que limita las pretensiones cognoscitivas y críticas de la obra teórica de Foucault. Delimitación que nos sirve para indicarnos con perfecta claridad el terreno o el espacio concreto de las sociedades modernas, en el que su análisis es enteramente válido, el de sus instituciones cerradas.
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