Amitav Gosh es un escritor originario de Bengala, en India, quien vive en Nueva York y es conocido internacionalmente por novelas relacionadas con el cambio climático y el colonialismo, entre otros temas. Hace un par de años leí El cromosoma Calcuta, novela que gira en torno al descubrimiento de la malaria, gracias a que la antropóloga Diane Nelson lo cita cuando habla sobre los salubristas que hace años viajaban por Guatemala, intentando prevenir el paludismo. La intrigante trama y la forma en que está escrita esa novela me dejaron con ganas de más.

La experiencia me ha mostrado que, si me gusta un libro, hay que seguir leyendo a quien lo escribe. Hace poco encontré La maldición de la nuez moscada, de Gosh, en mis periódicas visitas a Sophos. Le di una ojeada a la síntesis y lo adquirí, sin darme cuenta que no es ficción, sino un ensayo histórico muy bien escrito, que nos lleva plácidamente desde el siglo XVII, en las islas Banda en el océano Índico, hasta la actualidad, cuando el planeta entero está sujeto a calamidades provocadas por el maltrato que se la ha dado.
Las islas Banda, un archipiélago volcánico en las Molucas, que apenas se mira en los mapas, fueron blanco de la voracidad europea en su carrera por el control del comercio de especias como la pimienta, el clavo, la nuez moscada, que “se habían convertido en símbolos envidiables de lujo y riqueza”. Este fruto era un objeto de deseo por su aroma y quizá, por los efectos psicotrópicos que provoca.

El autor es un observador multifacético que describe las formas locales de organización social, las costumbres, las creencias, los nombres de objetos y seres, al tiempo que nos da información sobre el árbol, las plantas y su entorno, cuyo producto los holandeses querían monopolizar. A través del relato de un particular suceso sangriento, nos va conduciendo por el tiempo hacia otros territorios donde el colonialismo actuó de manera similar, configurando el sistema contemporáneo en el que ya no existen límites para que un presidente desquiciado afirme públicamente que quiere adueñarse de un país en el otro lado del globo.
El primer personaje que se menciona en el texto es un hombre enviado desde Holanda “con la orden de destruir la aldea y expulsar a sus habitantes de esta isla idílica, con exuberantes bosques y un refulgente mar azul”. Y éste, muy diligente, se dedica a expropiar bienes, ocupar viviendas y templos y a aterrorizar a los habitantes, como lo hace el nombrado gobernador, que llega con una flota inmensa “dispuesto a derramar sangre”, de tal forma que “destruyeron sistemáticamente aldeas y asentamientos por todas las islas, capturaron a todos los habitantes que pudieron y mataron al resto. Los cautivos -ancianos, mujeres y niños- fueron esclavizados…” Termina ese apartado con la frase: “su mundo había sido aniquilado en menos de diez semanas”.
El colonialismo, en todas sus vertientes, ha provocado tragedias irreparables, tanto para los habitantes de los territorios invadidos, como para la fauna, la flora, los ríos, las montañas, los minerales, todo. Las cifras que dan cuenta del exterminio de pueblos originarios, de sus historias, sus idiomas y culturas, son terribles, pero los números no son capaces de reflejar el daño profundo y extendido, las pérdidas, la degradación que este sistema, impuesto con extrema violencia, ha conllevado para el mundo. La riqueza europea, su supuesto progreso, fueron construidos sobre la base de la explotación de pueblos y territorios que no les pertenecían, y que arrebataron por la fuerza, haciendo uso de todo tipo de estrategias, desde el engaño y la traición hasta la esclavitud y el genocidio. La misma táctica de tierra arrasada que el ejército utilizó durante la guerra contrainsurgente en Guatemala y que siglos atrás los conquistadores emplearon en el continente de Abya Yala.
Amitav Gosh se basa en una acuciosa consulta de archivos y en la lectura de una amplia bibliografía, lo cual nos permite seguir algunas de sus líneas de investigación. Es sorprendente que un texto académico pueda leerse con tanta facilidad y agrado: La explotación y uso desmesurado del petróleo en este siglo son ilustrados con cifras que dan escalofríos. Los ejemplos que comparte son pruebas irrefutables de la destrucción que el capitalismo está provocando: el descongelamiento de los glaciares, la crecida de los mares, el aumento de las temperaturas, la escasez de agua, el empobrecimiento y la migración, son producto de la irracionalidad que considera a la Tierra como una mercancía para generar riqueza, no como “la entidad única que es combinación del espíritu vivo de plantas, animales, agua, humanos, historias y hechos.”
El panorama del actual periodo, denominado Antropoceno, puede resultar deprimente, ¡cómo no!, si estamos viendo día a día la desaparición de bosques, de idiomas, de especies vitales para la vida. Al final del libro, Gosh aborda las formas en que los pueblos racializados, las mujeres, las clases explotadas, se apegan a una filosofía vitalista que considera la cooperación y le empatía como condiciones naturales de la humanidad que siempre afloran -manifestándose en los movimientos anticapitalistas, revueltas campesinas y formas de protesta más drásticas- para oponerse a la estupidez y la voracidad de quienes han causado este desastre. Vale la pena leer lo que dice de la Amazonia, de India, de otros lugares donde las resistencias están activas.
Para no extenderme más, cito el párrafo que cierra ese capítulo:
“…un movimiento de masas vitalista, al no depender de multimillonarios ni de tecnologías, sino de los recursos probados del espíritu humano, puede en verdad ser lo bastante mágico como para cambiar los corazones y las mentes por todo el mundo.” En Iximulew hemos sido testigas del poder de los pueblos originarios para enfrentarse a los poderosos y detener proyectos en sus territorios que atentan contra la vida. Es tiempo de recuperar esas historias, de tenerlas presentes, para saber que podemos vivir de formas más armónicas, y de una vez, poner manos a la obra, aquí y ahora, para cuidar y restaurar a esta hermosa Gaia.
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