La llamada

La violencia sexual sigue siendo un tabú sobre el cual se ha instalado una pesada losa de silencio, aunque en Guatemala sea un crimen cotidiano, masivo, permitido. Miles de niñas son violadas por familiares, conocidos, personas cercanas. Y el Estado, las iglesias, las instituciones “de justicia” hacen poco o nada por enfrentarlo.

Ana Cofiño

agosto 11, 2024 - Actualizado agosto 11, 2024

De Leila Guerriero se habla a menudo en los ámbitos de la literatura y el periodismo de América Latina y España, sus libros han sido bien recibidos por la crítica y este año ha publicado varias ediciones de La llamada, que destaca por su estilo conciso, por la exactitud del lenguaje, por la precisión para dosificar el relato. Y por temas que siguen estando presentes, como una herida abierta, entre varias generaciones que padecieron la crueldad institucional y sus consecuencias. Todo ello signado por la voluntad de sobrevivir.

Este prolijo texto guiado por la mano certera de la autora es un retrato a varias voces de Silvia Labayru, joven descendiente de una familia de militares argentinos, estudiante y militante montonera de 20 años de edad, secuestrada con cinco meses de embarazo por los militares de su país en diciembre de 1976 y retenida hasta 1978 en la infame Escuela de Mecánica de la Armada, ESMA, donde funcionó el centro clandestino de detención más grande de Argentina. En dicho espacio de terror, donde cientos de personas fueron torturadas, esclavizadas y asesinadas, funciona en la actualidad el Espacio Memoria y Derechos Humanos, ubicado en la avenida del Libertador, en un barrio de clases acomodadas de Buenos Aires. Decenas de libros, testimonios, documentales y artículos no han sido suficientes para dimensionar todo lo que allí sucedió y su significado.

Durante los años de la dictadura militar (1976-1983), la ESMA fue escenario de terribles violaciones a los derechos humanos denunciadas por sobrevivientes que, a su vez, dan cuenta de los llamados “procesos de recuperación” por medio de los cuales el ejército pretendía incorporar a las personas capturadas a su maquinaria, obligándolos a realizar tareas diversas, como la falsificación de documentos, la reunión de información o el seguimiento a otras personas. Usualmente los y las prisioneras en este proceso eran utilizados por los mismos militares que los habían torturado, quienes les permitían salir, hacer visitas a sus familias o eran forzadas, como en el caso de algunas mujeres, a servir de acompañantes en eventos sociales. Llama la atención que se las obligara a vestir “de manera femenina”, con trajes elegantes, para demostrar que “estaban dispuestas a dejar atrás la vida unisex de la militancia”.  La violación sexual como instrumento de sujeción. Se trataba de reformatear forzosamente a sus víctimas, no sólo para transformarlas y operativizarlas, sino para crear confusión y desconfianza entre sus círculos cercanos. La perversión y la crueldad sin límites, estratégicamente implementadas, quedan perfectamente dibujadas en las violaciones sexuales testimoniadas por las sobrevivientes.

Silvia Labayru dio a luz sobre una mesa en el centro de detención, y su hijita fue entregada a sus familiares a la semana de nacida. Años más tarde, dio su testimonio en un juicio por violaciones sexuales que sacó a luz esta práctica política que otros ejércitos, como el de Guatemala, ejercieron con la mayor impunidad contra cientos de mujeres.  La violación sexual como arma de guerra fue una política promovida institucionalmente como mecanismo de dominación para humillar al supuesto enemigo, pero sobre todo, como estrategia aniquilatoria. 

En el informe elaborado por la Comisión de Esclarecimiento Histórico de Guatemala, quedó probado que durante la guerra contrainsurgente la violación sexual fue utilizada de manera generalizada, masiva y sistemática por el ejército en contra de poblaciones y personas consideradas colaboradoras de la guerrilla. En el año 2015, las valientes mujeres de Sepur Zarco dieron sus testimonios en un juicio histórico donde quedó plenamente demostrada la utilización de la violencia sexual como uno de los mecanismos del genocidio.

La escritora Leila Guerriero entrevistó a muchas personas, familiares y amistades de Labayru, con lo cual elaboró un panorama minucioso de su personalidad, de su entorno, de sus reflexiones y acciones. Es increíble que el morbo no sea el tono predominante, pese a la crudeza de los hechos que se constatan a través de los testimonios. Su escritura es impecable, cuidadosa, respetuosa de la historia y de quienes leemos. No busca la indignación ni el juicio, sino más bien dejar constancia, plasmar claramente cómo se entreveran y actúan los intrincados vericuetos emocionales y éticos en circunstancias de terror.

La personalidad de Labayru, forjada a lo largo de su infancia, el cautiverio, del exilio, de los viajes personales, geográficos y emocionales, es central en el relato: habla en primera persona, mezcla su presente familiar con un pasado político que no se ha borrado, pero que ha dejado de pesar de la manera en que lo hizo en otros momentos. El resultado es un perfil absolutamente creíble de una mujer de sesenta años con una voluntad de vida potente y poderosa que pone en cuestión creencias y asunciones frágiles. 

Hablar de las violaciones sexuales, del consentimiento, del abuso y del placer en un mismo texto pareciera muy arriesgado. Sin embargo, es necesario hacerlo para captar la complejidad de un fenómeno que va más allá de lo visible y palpable, que penetra en las profundidades del cuerpo y el corazón, en una cultura que considera botín de guerra a las mujeres. “Bajo amenaza de muerte, consentir es resistir” leemos, en relación a un estudio elaborado por Inés Hercovich con mujeres violadas en el que “entregar la vagina o alguna otra parte del cuerpo es el precio de sobrevivir y de hacerlo con el menor daño posible.” Más adelante insiste en que, en un campo de concentración, el consentimiento no existe, que desde el momento del secuestro no hay nada que pueda ser considerado que se hace por voluntad propia.

La violencia sexual sigue siendo un tabú sobre el cual se ha instalado una pesada losa de silencio, aunque en Guatemala sea un crimen cotidiano, masivo, permitido. Miles de niñas son violadas por familiares, conocidos, personas cercanas. Y el Estado, las iglesias, las instituciones “de justicia” hacen poco o nada por enfrentarlo. Como sociedad, se elige el silencio como actitud de evasión. Pero las consecuencias están a la vista en una masculinidad enferma, dañada, violenta que sigue reproduciéndose arbitrariamente. Y en miles de vidas truncadas, marcadas por el dolor.

Gracias a libros como La llamada de Leila Guerriero, a testimonios como el de Silvia Labayru, de Emma Molina Theissen y las mujeres de comunidades indígenas en Guatemala y otros países; gracias a los juicios contra militares y criminales genocidas emprendidos por víctimas que han decidido poner fin a este horror, hoy sabemos que eso sucedió, sin que haya una respuesta proporcional al daño. 

Yolanda Aguilar Urízar, antropóloga capturada siendo jovencita, sometida a las más crueles torturas y a violencia sexual, nos dio una lección invaluable cuando anunció que dejaría de dar su testimonio y pasó a asumirse como sobreviviente, como una sujeta capaz de reconstituirse y sanarse, junto con otras personas que han padecido ese flagelo. Desde esa perspectiva, es fundamental que las mujeres podamos sanar cuerpos y mentes, y sobre todo, contar con la garantía de que eso no vuelva a suceder.

Quienes fuimos jóvenes en los años sesenta-setenta, recordamos historias como las que Guerriero recoge en este texto. Compañeras que se organizaron con el deseo de transformar el mundo, de conseguir justicia, de compartir un mundo mejor, dispuestas a dar la vida, en la flor de la juventud. Enfrentando a un poder militar cruel, a una maquinaria del horror. Y en medio de todo ello, la voluntad de vivir con dignidad.

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