Las festividades agostinas rompían la monotonía cotidiana de la pequeña capital guatemalteca de principios del siglo diecinueve.
Con la feria, la ciudad cobraba vida porque cientos de provincianos llegaban a la pequeña metrópoli en tren, diligencia o lomo de mula, con ánimo de hacer negocio o simplemente a divertirse con las novedades de la feria.
La feria de Jocotenango es una de las festividades populares más enraizadas y antiguas de esta ciudad, ya que vino con los antiguos moradores de Santiago, cuando fueron obligados a abandonar su tierra por causa de los terremotos de Santa Marta en 1773.
Cuando se repartieron los solares y terrenos que ocuparían los barrios y pueblos del antiguo Santiago, a los jocotecos les fue asignado un paraje frondoso y verde, con abundante agua y con bosque de cipreses, localizado al norte de lo que sería la nueva ciudad. Allí construyeron sus viviendas con madera y pajas, y una iglesia de cal y canto para honrar a la Virgen Asunta, y en lo que sería la plaza, junto a la iglesia, sembraron la ceiba, como mandaba la costumbre.
Cuentan las historias de antes, que los Jocotecos sobresalieron en el nuevo valle como hábiles albañiles, que gozaron de buena reputación y abundante trabajo en la ciudad que recién se estaba construyendo. Y no sólo pasaron a la historia como los constructores sino por su feria, la que con el correr de los años, y debido a lo alegre y florido de sus ventas, llegó a convertirse en la feria patronal de la nueva ciudad capital.
Agosto era un mes alegre para nuestros bisabuelos y sus padres, quienes vivían en la entonces pacífica ciudad capital. Para ellos, era mes de estreno, porque todos querían ir a presumir a la feria. Era el momento indicado para hacerse del nuevo caballo para el landó, de comprar el marrano para los chicharrones, o para hacerse de una jerga o corte momosteco de pura lana, como las que usaba mi abuelo para confeccionarse su traje del año. En principio era una feria ganadera y de insumos de barro, tan necesarias en las cocinas y comedores de época.
A la feria agostina llegaban los arrieros de Oriente, no sólo a vender caballos, sino a contar historias de magos y aparecidos, y de parejas infieles, convertidas en piedras como castigo.
También llegaban los gitanos o húngaros a vender peroles de cobre, en los que se cocinaba las jaleas y antes de camote y guayaba. Venían también del Altiplano los agricultores y artesanos con sus cacashtes repletos de manzana, durazno, pan de mashtate, dulces de colores en cuadritos, alborotos, jícaras para el chocolate caliente, trastes vidriados y rosarios de tusa, entre muchas otras.
La semana del quince de agosto, la ciudad de Guatemala se ponía alegre y animada. Los jóvenes salían a las calles anunciando la fiesta y la feria, tocando al unísono y muy fuerte, miles de pitos de barro de Patzún y Rabinal porque además del comercio, las transacciones y de los dulces y golosinas que llegaban a la ciudad se convertía el punto de encuentro de los citadinos, una excusa para la fiesta, la conversación y para los menos, el estreno.
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