La feria de agosto

A la feria agostina llegaban los arrieros de Oriente, no sólo a vender caballos, sino a contar historias de magos y aparecidos, y de parejas infieles, convertidas en piedras como castigo.

María Elena Schlesinger

agosto 11, 2024 - Actualizado agosto 11, 2024

Las festividades agostinas rompían la monotonía cotidiana de la pequeña capital guatemalteca de principios del siglo diecinueve. 

Con la feria, la ciudad cobraba vida porque cientos de provincianos llegaban a la pequeña metrópoli en tren, diligencia o lomo de mula, con ánimo de hacer negocio o simplemente a divertirse con las novedades de la feria.

La feria de Jocotenango es una de las festividades populares más enraizadas y antiguas de esta ciudad, ya que vino con los antiguos moradores de Santiago, cuando fueron obligados a abandonar su tierra por causa de los terremotos de Santa Marta en 1773.  

Cuando se repartieron los solares y terrenos que ocuparían los barrios y pueblos del antiguo Santiago, a los jocotecos les fue asignado un paraje frondoso y verde, con abundante agua y con bosque de cipreses, localizado al norte de lo que sería la nueva ciudad.  Allí construyeron sus viviendas con madera y pajas, y una iglesia de cal y canto para honrar a la Virgen Asunta, y en lo que sería la plaza, junto a la iglesia, sembraron la ceiba, como mandaba la costumbre.

Cuentan las historias de antes, que los Jocotecos sobresalieron en el nuevo valle como hábiles albañiles, que gozaron de buena reputación y abundante trabajo en la ciudad que recién se estaba construyendo. Y no sólo pasaron a la historia como los constructores sino por su feria, la que con el correr de los años, y debido a lo alegre y florido de sus ventas, llegó a convertirse en la feria patronal de la nueva ciudad capital.

Agosto era un mes alegre para nuestros bisabuelos y sus padres, quienes vivían en la entonces pacífica ciudad capital. Para ellos, era mes de estreno, porque todos querían ir a presumir a la feria.  Era el momento indicado para hacerse del nuevo caballo para el landó, de comprar el marrano para los chicharrones, o para hacerse de una jerga o corte momosteco de pura lana, como las que usaba mi abuelo para confeccionarse su traje del año. En principio era una feria ganadera y de insumos de barro, tan necesarias en las cocinas y comedores de época.

A la feria agostina llegaban los arrieros de Oriente, no sólo a vender caballos, sino a contar historias de magos y aparecidos, y de parejas infieles, convertidas en piedras como castigo. 

También llegaban los gitanos o húngaros a vender peroles de cobre, en los que se cocinaba las jaleas y antes de camote y guayaba. Venían también del Altiplano los agricultores y artesanos con sus cacashtes repletos de manzana, durazno, pan de mashtate, dulces de colores en cuadritos, alborotos, jícaras para el chocolate caliente, trastes vidriados y rosarios de tusa, entre muchas otras. 

La semana del quince de agosto, la ciudad de Guatemala se ponía alegre y animada.  Los jóvenes salían a las calles anunciando la fiesta y la feria, tocando al unísono y muy fuerte, miles de pitos de barro de Patzún y Rabinal porque además del comercio, las transacciones y de los dulces y golosinas que llegaban a la ciudad se convertía el punto de encuentro de los citadinos, una excusa para la fiesta, la conversación y para los menos, el estreno.

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