Ilustración: Amílcar Rodas
Para expresarlo de la manera más simple: la literatura consiste en decir, decir con palabras; sin embargo, todos sabemos, porque nadie lo ignora y es bien sabido que, cuando de palabras se trata, todo se puede decir de otra forma, porque hay muchas, acaso incontables formas de decir una misma cosa.
Por eso mismo, así como la literatura, desde un principio, es decir, también es el ejercicio en las formas de decir, por ello, cuando se usan las expresiones “es decir” o “o sea”, o bien, “para decirlo con otras palabras”, se está frente a este fenómeno tan propio del lenguaje y, por lo tanto, de la literatura.
Para intentar dar un paso más, se entiende, por lo regular, que la literatura está presente o hace su aparición cuando la palabra escogida o usada en el texto conlleva una determinación ulterior, externa o diversa de la que, en principio, significa o designa en su sentido habitual.
La escritura literaria o la palabra poética es un decir que no se localiza solamente en lo dicho, en lo escrito o en lo puesto ahí, es, más bien, la instancia de un instante previo o posterior a lo dicho, que no se sitúa nunca en la sola presencia de las palabras utilizadas en el texto; así la escritura literaria puede conseguir decir lo que está sólo anunciado o, también, aquello que ya ha sido entendido, o bien, eso que sin haber sido dicho aún ya supone un futuro hallazgo.
La palabra poética a veces, adelantándose, dice lo que está por decir; y también a veces, rezagándose, dice lo que ya ha sido dado a entender; la literatura se mueve en una especie de casi dicho, en una suerte de inminencia, de proximidad, de apremio por decir de lo dicho.
Ahora bien, tamizar o cernir o colar el querer decir, desde lo que ha sido escrito con palabras, es un acto que necesita de un artífice, de un autor, de alguien que, ante tales dificultades, deberá tener algo de mago, algo de aquel que se atreva al juego del hacer aparecer lo que no está presente de una forma evidente y, también, a hacer desaparecer aquello que sí está; se requiere de alguien tan atrevido como aquel que se hace un experto para jugar entre espejos, o como el músico, a quien no le importa si aparece o no, con tal de que se oiga su lira.
Entonces, la literatura, la palabra poética, eso que puede llegar a llamarse la obra literaria y que, de acuerdo con lo que va dicho, puede ser la ausencia de lo escrito, de lo presente, en tanto, letra escrita; también puede llegar a ser la desaparición de quien traza el texto; porque, en definitiva, la literatura siempre es la ausencia, lo que no está, lo que casi está dicho sin estarlo del todo, o bien, lo que está por decirse sin que se haya llegado hasta allí; así, la escritura de la literatura siempre se relaciona, de una forma u otra, con la incomparecencia, con lo que reviste y envuelve a lo que sólo ha sido sólo convocado, invitado, convidado, citado…
Escribir es fabricar ausencia; el libro comienza para no terminar, al insistir en decir lo que siempre está por decirse y, por eso, persistir en ser lo pendiente, en ser lo que no acaba de acabar; sin embargo, el atractivo consiste en que articular y maniobrar esa insensatez es una fascinación.
Dicho lo cual, como un ejemplo, resulta muy difícil de eludir, una vez más, a Miguel de Cervantes y a su hidalgo de la Mancha, porque Don Quijote, por un lado, al ser, antes de cualquier otra cosa, un lector, vivió la escritura leída como un puro deseo, como la afligida ausencia de lo que no se tiene, como la melancólica nostalgia por un horizonte perdido, como una imposibilidad; y, por otro lado, al ser un caballero andante, descarnado, fantasmal, patético e imposible, al decidir llegar hasta ese extremo, la imposibilidad de la escritura leída no se quedó en la ausencia ficticia de la lectura, sino que alcanza, incluso, el escenario de la vida mundana.
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