Kafka fue un escritor nacido en 1883 dentro de las fronteras del extenso Imperio Austrohúngaro, en el seno de la comunidad judía, y murió en 1924 (hace cien años), cuando ese Imperio ya no existía.
Entre todos los judíos que han jugado un papel eminente en el último siglo, Kafka ocupa un lugar excepcional.
Quizá, como ocurre con cualquier judío, la forma de ser y los matices para la vida están relacionados con la posición que adopte, que escoja, que prefiera ante el asunto inevitable del desarraigo o del destierro o del exilio; como si dijéramos: cada quien es quien es a partir de las relaciones que establece consigo mismo; de modo que aquí, cuando de Kafka se trata, la cuestión sería: Kafka es quien es, a partir de las relaciones que establece consigo mismo, en tanto que judío.
Se sabe que Kafka nunca fue un hombre del que se pudiera decir, que haya sido alguien especialmente religioso, lo cual, frente al tema del judaísmo, lo coloca en una posición no comprometida o, dicho de otro modo, en una posición neutral; sin embargo, al ser un escritor, y no sólo eso, sino, a estas alturas, un escritor tan conocido y tan influyente, tan visitado y tan estudiado, al ser el autor de una escritura tan célebre y afamada puede afirmarse, a la luz de esa escritura, que esa neutralidad es, cuando menos, una provocadora neutralidad.
Kafka nunca dijo nada directamente sobre el judaísmo ni sobre ningún otro tema polémico, denso o espinoso; su obra, respecto a todo este tipo de temas (como el judaísmo) no dice nada, calla; sin embargo, ese silencio es un silencio elocuente, porque, en realidad, Kafka no hace más que referirse a esa situación imposible que es el judaísmo, que, seguramente, queda expresada, en alguna medida, si se dice que ser judío, en el peor de los casos, es ser alguien que no es de ninguna parte y, en el mejor de los casos, es ser alguien que es de cualquier parte; el judaísmo es una situación imposible, toda vez que no ser de ninguna parte, o bien, ser de cualquier parte son dos posibilidades imposibles.
La verdad es que esta situación de imposibilidad se extiende y se prolonga en todos los sectores y aspectos de la vida de Kafka: en el profesional, él es un abogado que realmente no lo es, en el social, él es alguien sin una vida social, en el sentimental, él es un hombre incapaz de una sola relación plena, en el personal, él es un individuo que literalmente se mata de hambre, en el literario, él es un hombre que escribe una obra sesgada que en el fondo es silencio.
Kafka supo, como pocos han llegado a saberlo, extraer lo mejor de su inspiración, como si se tratase del acto de destilar mediante un alambique; y su inspiración fue, justamente, esa imposibilidad de ser algo, como si al hacerlo estuviese llegando a lo más profundo de lo que significa ser judío y, desde luego, su alambique fue la escritura.
¿Es curioso que, precisamente, la palabra judío no aparezca nunca en la obra de Kafka…? ¿Por qué…?
Se puede intentar una respuesta: cuando alguien se presenta como un “escritor comprometido” es porque se compromete, antes de hacer cualquier otra cosa, y se compromete a decir qué es lo que hace, por qué lo hace y a dejar lo más claro posible qué sentido tiene su compromiso; ese no es el caso de Kafka, él silencia, oculta, omite la palabra judío de sus libros, sin embargo, es algo que se siente en cada una de las esquinas de su obra, aunque no está escrita en ninguna parte de ella.
Ese hecho revela el carácter primordial del trabajo kafkiano y, también, una intención del autor que merece ser profundizada o, al menos, meditada, constituye un hecho literario indiscutible que vierte y con-vierte lo invisible en una presencia enigmática, misteriosa, recóndita.
Bajo el envoltorio impersonal de la obra kafkiana hay un sí mismo que palpita en silencio, sometido a las contradicciones, a las ambigüedades y a las ambivalencias del sentimiento de ser judío.
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