Esperaba que volar de Bangkok a Dubai, en los Emiratos Árabes Unidos, fuera menos cansado que la parte Guatemala-Bangkok. Treinta y tres horas puerta a puerta es mucho tiempo, sin embargo, esta vez fue mucho más corto: alrededor de siete.
El aeropuerto de Dubai es muy moderno, cuenta con muchos servicios y tiene estrictos controles de inmigración. Como yo debía hacer escala y pasar la noche en la ciudad, fue necesario hacer avisos con anticipación. Al salir de la manga o túnel que se acopla a la puerta del avión me esperaba una señorita que sostenía un cartón con mi nombre. Eso fue inesperado. Me identifiqué y sólo pidió ver mi pasaporte. Se lo mostré y aprobó con la cabeza. Nada más. Guardó su cartoncito y desapareció en dirección opuesta.
No tenía visa de entrada y no había recibido información muy precisa sobre lo que debía hacer al arribar. Seguí a la fila de pasajeros, esperando encontrarme con un mostrador que dijera Marhaba (bienvenido). Luego de caminar por un buen rato, lo encontré. Las personas que habían llegado antes que yo tenían algún asunto complejo, porque demoraron unos veinte minutos. Cuando llegó mi turno, la señorita me indicó que debía buscar el mostrador de más adelante. Continué por un largo túnel y por fin, encontré el ansiado mostrador. La joven que lo atendía me dijo que debía esperar, porque era media noche y le tocaba cambio de turno. Tenía que cerrar caja y entregar a su relevo. El servicio al cliente no era muy bueno y me ganó un poco la impaciencia, pero no había nada que yo pudiera hacer.
Me senté a esperar en unas bancas cerca del mostrador de bienvenida, con posibilidad de ver todo el movimiento. Al otro lado del túnel se veía un área abierta bastante grande con oficinas en los cuatro costados y los mostradores de migración cerca de la zona más lejana de oficinas. Por todas partes pasaban señoritas con el uniforme de Marhaba, pero no la sustituta del mostrador, transcurrieron unos veinte minutos antes de que eso sucediera.
El tedio me transportó a mi primera vez en Dubai, allá por 2002. Los empleados pertenecían a grupos multirraciales, asiáticos la mayoría, pero con algunos africanos. En las oficinas de los oficiales de migración, los amos y señores del lugar eran altos, con cara de árabes y vestidos con sus impecables trajes blancos, como los jeques, emires y sultanes de las películas, y turbantes del mismo color. Era claro que ellos eran los dueños del país, los ciudadanos originales de los Emiratos Árabes Unidos. Se movían con señorío por todas partes. Yo veía como, a pesar de todo, algunos tenían dificultades para caminar. Sus pasos debían tener una longitud límite, pues los trajes son tan largos (digamos que llegan al tobillo) que fácilmente se quebrarían el altivo rostro si se pasaran un par de centímetros. Pensé que seguramente debían recogerse las naguas para correr. Es dura la vida de jeque.
En esas cavilaciones profundas estaba cuando la sustituta me regresó a la realidad. La espera había valido la pena, pues Marhaba me vendió en un solo paquete la visa de entrada, la reservación del hotel y el transporte aeropuerto-hotel-aeropuerto. Luego me indicaron el camino hacia el final del mencionado túnel en donde un funcionario de migración me fotografió las pupilas de los ojos y me envió de regreso al gran salón. Hice una corta fila, me sellaron el pasaporte y seguí con prisa a buscar mi maleta, pues temía que a esas alturas ya se la hubieran llevado a la bodega de equipaje. La encontré y salí del aeropuerto en busca del transporte al hotel.
Al atravesar el dintel de la puerta de salida, vi unos grandes ventiladores que dispersaban brisa a lo largo del corredor externo. Me pareció muy extraño, se me mojó la cara y la nuca. Caminé unos metros lejos de esa molesta brisa y pronto me di cuenta de que la temperatura era tan alta que no importaba darse la mojadita. Recordé que estaba en pleno desierto a la orilla del mar. En pocos minutos principié a sudar. Regresé al corredor a esperar mi transporte y esta vez, busqué la brisa. Al rato apareció el conductor que saludó con un gruñido, tomó mi maleta pequeña y se arrancó a toda prisa en busca del automóvil. Me dejó con la maletota pesada y como no me gustó su actitud, me fui muy despacio detrás de él. A cada poco se detenía a esperarme y miraba su reloj. Se veía exasperado. Otro que acaba turno, pensé. Yo continué como que no era conmigo hasta que llegamos a un microbús.
En poco tiempo llegué al hotel. En un clima tan extremo, cada edificio necesita aire acondicionado. El consumo de energía ha de ser enorme, pues es claro que la ciudad está construida en un sitio que en condiciones naturales sería inhabitable. Todo Dubai es lo mismo. Se nota la riqueza de los ciudadanos al punto que, dentro de mi escaso conocimiento del lugar, no creo que trabajen, o al menos que tengan empleos de clase media, mucho menos que se dediquen a los trabajos que se reservan para inmigrantes con visas temporales.
Las medidas de seguridad no son tan extremas como en Estados Unidos o la propia Latinoamérica. Parecieran muy tranquilos. No voy a intentar describir los lujos que ofrece Dubai, porque lo he visto sólo por aire o de lejos. Es conocido que tienen tanta plata que disponen de un hotel de seis estrellas, donde una noche puede costar cinco mil dólares o más. Una persona que estuvo dentro del hotel Burj Khalifa me contó que un cappuccino cuesta doscientos dólares. La extravagancia suprema actual (quién sabe en cinco años) es el complejo para esquiar en nieve artificial. Dentro, la gente está vestida para temperaturas extremadamente bajas, lo que en medio de ese desierto se consigue a fuerza de energía. También hay una playa artificial bajo techo, con olas y todo, donde se puede “surfear”. Recuerdo, de mi visita anterior, unos automóviles tipo suburban, pero de tamaños mucho mayores. Era casi como ver una suburban con tamaño de hummer. En fin, la ciudad es un lugar creado para el disfrute de personas que están, en términos económicos, mucho más allá del primer mundo.
El mes de ayuno musulmán, el Ramadán, estaba en plena marcha. Al despertarme el día siguiente bajé a desayunar al restaurante y los locales no me miraban con buenos ojos. Yo era un extranjero pagano irrespetando el sagrado ayuno. Terminé de comer tan rápido como pude y subí por mis maletas, para regresar al aeropuerto lo más pronto posible, no fuera que terminara metido en problemas por desconocimiento cultural.
En la puerta de ingreso al aeropuerto decidí hacerme el distraído hasta que el enfurruñado conductor, que era el mismo de la noche anterior, bajara mis maletas. Al fin de cuentas no podía desaparecer del lugar sin descargar el microbús por completo. Me puse a buscar algo que no se me había perdido mientras su prisa lo hacía bajar las maletas de mala gana. Yo le sonreí con gran amabilidad, le dije gracias y tomé mi camino. La picardía latina se defiende, es patrimonio cultural, aunque no sea instrumento de trabajo.
De las más de 300 puertas de embarque, me tocaba abordar por la puerta 205 o algo así. El lujo y los servicios dentro del aeropuerto son alucinantes. Las tiendas del puerto libre son enormes y tienen todo tipo de mercadería. Dentro hay restaurantes, hoteles, salas de masajes. Es una pequeña ciudad con aire acondicionado permanente, cuyo techo es tan alto que en el segundo nivel hay palmeras sintéticas de tamaño natural, y su copa queda aún distante del domo.
Para abordar el avión, los pasajeros subimos a un autobús que nos llevó a una zona de parqueo de aviones. En otras palabras, una puerta de embarque puede conducir hacia varios aviones. Abordamos y mientras la nave se desplazaba por la pista en preparación del despegue, yo seguía con la espinita de las 300 y pico puertas. No podía ser. Basado en lo que veía mientras el avión avanzaba, calculé que hay unos cuarenta túneles de abordaje. El resto de las puertas no dispone de eso, de manera que las puertas sin túnel utilizan los autobuses para llevar a los pasajeros a las zonas de estacionamiento de naves.
Ya en el avión, mis pensamientos se concentraron en las condiciones que encontraría en Kabul, la capital de Afganistán. Recordaba que en mi visita anterior el aeropuerto estaba en mucho mayor riesgo de ataques militares y que los aviones volaban a gran altitud para no ser alcanzados por misiles tierra–aire. El aterrizaje fue épico, porque el avión se tiró casi verticalmente hacia la pista, girando en tirabuzón durante el descenso. Era un avión de veinte a treinta personas, así que podía hacer la peligrosa y aterrorizante maniobra con facilidad. Esta vez se trataba de un jet grande y no podía darse ese lujo. Aquella vez, al llegar a tierra, vimos la orilla de la pista llena de aviones quemados, partidos por la mitad. También helicópteros destruidos. Esperaba no encontrar lo mismo esta vez.
Durante las tres horas de vuelo sentí desolación y pena ajena. Volábamos sobre un cielo completamente despejado y abajo se veía un desierto beige extendiéndose por todas partes. Ni carreteras, ni poblados, ni ríos. Solo desierto y montañas rocosas por horas y horas. Se me hacía difícil creer que aquellas tierras estuvieran habitadas, y que las personas vivieran tanto sufrimiento. Me preguntaba cómo era posible que aquella pobre tierra despertara tantas ambiciones humanas y llevara tantos siglos envuelta en guerras.
Poco a poco el avión renunció a las alturas y pude ver más detalle de lo que había allá abajo. Casas de barro al centro de patios con muros del mismo material. Como si la gente viviera amurallada, pero no en una gran ciudad sino en minicomunidades, una al lado de la otra. Luego pude distinguir lo que podrían ser campos de cultivo, con muy pocas áreas verdes. En definitiva el país no podía producir sus propios alimentos y mucha gente no podía comprar comida importada. Intentaba conciliar lo que sabía con lo que veía cuando el avión tocó tierra. Nada era parecido a lo que había visto y vivido desde mi salida de Guatemala, apenas una semana antes. Todavía había algunos cadáveres de aviones por ahí. Me esperaban condiciones propias de un país en guerra y el aeropuerto y las calles de Kabul lo anunciaban a gritos.
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