Ilustración: Amílcar Rodas
En mayo de 1837, durante una reunión en la casa de la viuda del pastor luterano y asesor del Estado Rordam, Soren Kierkegaard se enamora de una muchacha de catorce años llamada Regina Olsen, él tiene veinticuatro; tiempo después, en septiembre de 1840, sin que la intensidad de su sentimiento haya disminuido, se compromete con ella. Sin embargo, al día siguiente del compromiso, escribe en su diario: “…supe, en seguida, que había cometido un error…”.
Él sabe que no puede casarse y amar a una mujer, según su particular forma de pensar, eso resulta imposible, y así empieza su dilema: deseo o deber, necesidad o azar, alma o cuerpo…; él no puede cumplir, así que luego de un año tortuoso entre la angustia y la desesperación, le devuelve a su amada el anillo que ha sellado el compromiso.
El drama es enorme. Ella se niega a aceptar el rompimiento, por lo que llega hasta la casa de Soren y al no hallarlo, en un arranque audaz, un arrebato violento e impropio del puritanismo protestante danés, le deja un mensaje, una especie de esquela en la que lo conjura y desafía, por la memoria de su padre muerto y en el nombre de Cristo, a no abandonarla, porque de hacerlo la mataría de pena.
Soren Kierkegaard casi enloquece ante la reacción de ella, trata de ganar tiempo, mientras al mes siguiente debe cumplir con la defensa de su tesis doctoral; al final, rompe el compromiso de manera definitiva el once de octubre de 1841.
Habrá de suponerse que este episodio constituyó una prueba para el filósofo que es Soren Kierkegaard; un compromiso roto es un desafío de vida para él pues, pese a todo el desgarramiento, le permite profundizar en sus reflexiones sobre la existencia y sobre el destino. Uno que acaso él sentía para él como excepción: lo que se convoca para dar ese carácter de excepción a la existencia de Kierkegaard son las nociones, por un lado, de libertad y, por el otro, de elección entre posibles.
En la apertura de la existencia ante varios posibles, Kierkegaard ejerció su libertad y tomó una elección difícil, costosa, incómoda, escandalosa en términos de sentimientos, de juicio sobre sí mismo y de juicio sobre el prójimo.
A pesar del rompimiento y de sus consecuencias, para Kierkegaard, Regina siguió siendo la eterna amada, como se lee en su diario en las últimas páginas; ella quedará unida al filósofo para siempre, con un amor que él pretende, quiere y cree absoluto, es decir, de otro orden: aquel amor del salto de la fe; de modo que si la renovación de la relación es posible, debería jugarse en otra cancha, en otro lugar, en el estadio religioso, en donde ya no corre la desdicha del amor según el recuerdo. Así es como Kierkegaard afianzó en un acto, a través del sacrificio y de la superación de los atolladeros de la existencia, el deseo de la elevación del amor hacia coordenadas más altas.
Para Kierkegaard, permitir que la propia existencia lo interrogue es lo único posible; lo cual es sorprendente al ser el filósofo de la posibilidad; no permitirlo, no abrirse a la interrogación de la existencia hubiese sido ridículo. ¿Qué haría Si Kierkegaard de volver hoy a este mundo? Lo más probable es que desde el inicio se regiría bajo el signo de la sinceridad y, con sus matices, diría lo mismo que expresó a sus contemporáneos: nos engañamos a nosotros mismos, engañamos a Dios, somos cristianos que evitamos imitar el evangelio, nos negamos a aceptar que cuando la verdad aparece es siempre en el mundo, al nombrar el bien desde la política, somos hipócritas y otras afirmaciones semejantes.
Kierkegaard no se parece a nadie, a ninguno de los grandes nombres que colman las bibliotecas: ni a Dante ni a Cervantes, ni a Shakespeare ni a Platón, a quien apreciaba, ni a Kant, a quien respetaba, En Kierkegaard hay algo tremendo y distinto que no nos suelta, una vez que hemos comenzado a entenderlo: él es un filósofo que no quiso retomar la filosofía, en lugar de eso buscó lo que el discurso filosófico ha dejado sin explorar, y esto es la vida entendida como existencia, e hizo con ello una herramienta contra la propia filosofía.
Kierkegaard no se puso del lado de nadie, no luchó por ninguna causa, ni por el cristianismo ni por algún espejismo político, no tuvo una profesión, ni siquiera quiso tener una mujer.
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