Hundo los dedos en la tierra y recupero las palabras de Rafael Landívar, poeta mayor de la Colonia Española en América. Pero más abajo encuentro las de Gucumatz, el dios olvidado. Quisiera alcanzar esa rendija por donde gotean los instantes hasta convertirse en siglos.
A principios de los sesenta yo tendría la misma edad que los niños posmodernos que comenzaron a jugar con computadoras. Nosotros jugábamos con tierra, con piedras, con gusanos. Y fuimos (asumo) igualmente felices. Jugábamos en lugares donde las rosas sin luna, sin lengua, no miraban sus espinas. Una especie de razón sin abismo en las catedrales del tiempo. ¿Podrá haber mayor privilegio?
Nuestra ciudad fue tres veces una Atlántida, fundada finalmente por cuarta vez en el Valle de La Virgen también conocido como De la Ermita, la Culebra y Valle de las Vacas. Crecí en la Calle del Manchén, a las faldas del Cerrito del Carmen donde hacia 1613 fue construida la primera ermita de lo que sería la Ciudad de Guatemala. El templo de estilo barroco aloja a una Virgen del Carmen traída por un ermitaño de origen italiano llamado Juan Corz por encargo de monjas carmelitas en España, siguiendo un deseo póstumo de Santa Teresa de Jesús.
El pasado es siempre una colección de fragmentos. No existe autobiografía incólume. Ni cuerda que asegure el pasado completo al instante actual. Pero corre el agua azul de mi infancia en algún lugar de la nostalgia. También el chocolate de Mixco, los frijolitos volteados y el guacamole de la abuela. La tienda El Astronauta, La Avenida de los Árboles, la floristería Las Acacias, El Callejón del Fino y el parque Isabel La Católica que vándalos dejaron sin cabeza.
He escrito y leído mucho sobre las derivaciones de la experiencia existencial de la infancia llena de héroes y miedos, de sueños y pesadillas, de deseos y profundas satisfacciones, a veces de carencias brutales. El tiempo de la infancia es largo y pasa rápido. No hay mejor manera de definir la escritura que la formulación de Georges Bataille: la literatura es la recuperación de la infancia.
El Callejón del Fino es llamado así para recordar al miniaturista Francisco Cabrera que vivió allí los últimos años de su vida. La aristocracia criolla le encargaba retratos que compraba a precios irrisorios. Cabrera, el virtuoso, murió en 1845 sumido en la pobreza. Era un artista muy fino, de ahí el bautismo del callejón donde habitara y trabajara en silencio. El Callejón del Fino está situado muy cerca del Cerrito del Carmen donde perviven leyendas arrastradas desde La Colonia. Retratos de una época perdida. Fantasmas de los rostros retratados por Cabrera y la pluma mágica de José Milla y Vidaurre, los poemas de los dos hermanos Diéguez y otros nombres que ahora acompañan a las nubes.
Manos antiguas y sombras transparentes. Noches unísonas cuando la voz de una mujer muerta contaba con colosal tristeza la historia de su filicidio. La gente hablaba de un perro malvado de ojos como pedernales de fuego, desesperado por la apetencia de ánimas. Y en la oscuridad se temían las pisadas saltarinas de un enano perverso que usaba un sombrero enorme. Asimismo, las del bandido Pie de Lana, ahorcado por las autoridades en las faldas del Cerrito del Carmen.
Miniatura de Francisco Cabrera
En la orilla poniente del Cerrito del Carmen, donde hay una estribación algo aplanada, nos juntábamos a repetir las hazañas que habíamos visto en el ring. Algunos sábados mi padre nos llevaba a ver la lucha libre al Gimnasio Nacional en la llamada entonces Ciudad de los Deportes, construida por el presidente Juan José Arévalo, donde sobresalía el estadio Revolución, hoy rebautizado como Doroteo Guamuch Flores. Esta arena fue en su época de las más grandes y modernas de América.
Eran los días del encuentro cercano con mis ídolos, José Azzari, champion du Monde, técnico hermoso, ágil defensor de las zonas buenas del universo. También Jorge Mendoza, que volaba por los aires y se enroscaba como un alambre humano derrotando a los villanos. ¿Quiénes eran los villanos? Recuerdo algunos nombres de aquellos rudos luchadores: el carnicero Butcher, Casanova, El Chato Sosa.
Otros héroes completan la rutilante nomina: Rayo Chapín, invicto luchador que nunca perdió su máscara azul y blanco, Mascara Roja con sus presas de luchador inapelable. Y el popularmente admirado Máscara Negra, que murió el 20 de febrero de 1964 después de haber recibido una patada en el pecho durante un combate. El sepelio llevo más gente que el de algunos presidentes.
¿Quién no llegó cualquier día de octubre al Cerrito del Carmen con su barrilete expectativo? Veo aquellos cometas tocar las puertas del cielo, llevando recados a los muertos que según las abuelas eran santos que lloraban y hacían que cayera la lluvia. Lloraban porque se ponían tristes por la maldad humana, aseguraban las ancianas.
En las noches mi madre tomaba la batuta. Era aficionada a José Milla y Vidaurre. Después de la cena nos sentaba para leernos las aventuras de Pie de Lana, El cajón del sastre, La historia de un Pepe o un Cuadro de Costumbres. Hoy pienso en esos héroes y figuras de leyenda ante tanto monstruo cibernético, tanta criatura del espacio, tanta invasión de seres extraños, pero sobre todo tanta ausencia.
Quisiera volver de nuevo aquel Cerrito del Carmen. Es como un deseo incontenible, producido por la sacudida de encontrarme de pronto con mi mismo y no reconocerme. ¡Ay quiero ver el Cerro del Carmen! decía entre sueños el hijo de mi padre ¡Ay quiero ver el Cerro del Carmen! decía yo creyendo que llevaba en las manos una llave ilusoria al infinito.
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