Mis sueños de niña eran ser arquitecta y pintar. Con el recuerdo de la extrema pobreza demasiado reciente, mi papá decidió que yo iba a ser secretaria bilingüe y que iba a aprender idiomas. Se trataba de prepararme para ganarme la vida de maneras menos azarosas de las que les habían tocado a él y a sus hermanos.
A tono con la frase de Ortega, me adapté como pude a mis circunstancias, pero no olvidé mis sueños. Entre los cursos que atentaban contra mi manera de ser, la taquigrafía y la mecanografía a velocidades demenciales, había uno que no tenía maestra asignada aún. Una mañana de marzo se presentó ante nosotros una joven rubia de hermosos ojos azules que, sin chistar palabra, escribió en la pizarra la frase “Nuestro cuerpo es nuestro jardín y nuestra voluntad su jardinero”. La frase era de Shakespeare y mi nueva maestra, Esther Stein.
Si papá me regaló mis primeros libros y mamá me cautivó con sus innumerables historias, si la seño Estelita, mi maestra, me regaló mi primer diario para que dejara de contar mentiras, Esther me regaló la luz. Ella me abrió las puertas de un mundo del cual me prendé con la misma pasión con la que ella me lo enseñó. O. Henry, Steinbeck, Poe, Hemingway, Dickinson, Steinbeck, Beecher Stowe, Maugham, Faulkner fueron mis primeras lecturas en aquel curso de literatura. Y de manera simultánea, me condujo al descubrimiento más importante de todos: la poesía. Whitman, Shakespeare, Pound, Frost y Dickinson, como iniciación.
La frase de aquel primer día, la encontré muchos años después en el primer acto de la obra Otelo de Shakespeare. Yago intenta convencer a Rodrigo de que ejerza su voluntad en una analogía que explica la opción de los seres humanos sobre qué deciden cultivar, si el vicio o la virtud. Otelo, Rodrigo y Casio poseen vicios que dejan prosperar dentro de ellos, pero también tienen cualidades que les sirven para contrarrestarlos. Yago utiliza su conocimiento para acabar con este equilibrio entre vicio y virtud, poniendo en marcha el caos que conduce a la tragedia. No sé si estaba demasiado consciente de ello, pero aquella maestra de literatura nos enseñaba sobre la vida, y sus ejemplos venían del arte. Por esa razón fue más fácil que se fijaran en nuestra conciencia. Aquella frase notable del Bardo y las palabras de Esther motivando a un puñado de niñas a tomar las riendas de sus vidas me marcaron. Ella continúa enseñando –el suyo es un don–, aunque ya se haya retirado de la docencia. Y yo prolongo su asignatura con todo el cariño, porque sus lecciones fueron de vida y para la vida.
Usted va a ser una arquitecta, Gloria, solía decirme, y una buena arquitecta. Y yo no tenía idea de cómo sería eso posible. Lo intenté con toda mi voluntad y razonamiento, pero la vida me tenía preparada una sorpresa, una adaptación insospechada que armonizaba mejor con mi esencia, sin que yo tuviera plena idea de lo que sucedía. De una manera inusitada, el sueño se cumplió. Sin más herramientas que una libreta, un lápiz y el tejido de los sueños, construyo situaciones, diseño atmósferas, pinto retratos, edifico casas de palabras. Son obras un poco distintas de las del plan original de la arquitectura, pero se adaptan a mis circunstancias personales.
Ella tuvo un sinfín de alumnas durante muchísimos años y es posible que poco se recuerde de mí. Sin embargo, yo pienso en ella a menudo. Releo la literatura norteamericana o inglesa y así, en la distancia, me pregunto si aún le gustarán los autores cuyas obras leímos juntas el siglo pasado. Sus dictados, sus enseñanzas, sus reflexiones y las mías, entre apuntes y dibujos inexplicables de parques y jardines que quería diseñar, permanecen como tesoros en el modesto cofre que es mi cuaderno viejo de esos años. Sobreviven como testimonio del paso por mi vida de esa mujer menuda y determinada a cambiarnos el rumbo a sus alumnas y del amor que profeso por el mundo que develó ante mis ojos.
Hace algunos años, llegué a platicar con las alumnas de primaria y de básicos al colegio que, en los últimos tiempos, pasó a sus manos. El Liceo Secretarial Bilingüe funcionó en ciudad San Cristóbal como su última sede, luego de un largo peregrinaje que inició en la séptima avenida y tercera calle de la zona 1. Mi colegio querido fue fundado por las maestras Enriqueta Sartoris Ruiz y Chiqui Arguedas y sus grupos de estudiantes eran más bien pequeños. Pero contaba sobre mi visita al colegio, hace poquitos años. Nuestro encuentro con Esther fue conmovedor e inolvidable. Parecíamos dos mejores amigas que no se veían en mucho tiempo y su reencuentro aseguraba la alegría del cariño a prueba de fuego. Yo estuve feliz. Además, las niñas habían leído muy bien mis libros y tenían preguntas interesantes. Estaban en esa edad en donde la reflexión y la guía son cruciales, pero también se encontraban en el mejor lugar para encontrar respuestas a sus cuestionamientos existenciales. Creo que incluso llegué a envidiarles un poquito la oportunidad de conversar a diario con Esther.
El colegio cerró sus puertas. La pandemia hizo estragos en la educación del país. Muchas instituciones educativas se vieron obligadas a clausurar sus actividades o a “reinventarse”, como les dio a muchas personas en llamar al ajuste que hicieron para sobrevivir. Esther continúa enseñando, pero ahora con su ejemplo de decoro, de mesura, de elegancia, de dignidad. Durante muchos años, el Liceo Secretarial Bilingüe recibió niñas y las formó como ciudadanas conscientes de su papel en la sociedad; las devolvió convertidas en mujeres de trabajo, de pensamiento, de honra y de integridad. Una etapa terminó para Esther, pero inició una nueva. La de la dicha de recordar y hacerse cargo del legado realizado al país. La de la alegría de agradecer a la vida por compartir con tantas exalumnas el privilegio de haber coincidido buenos años en nuestro LSB. La de tomarse un descanso y reflexionar sobre el trabajo realizado. Acaso, la de escribir unas memorias que destaquen el afán de enarbolar la educación como posible salida del extraño laberinto de miseria en el que se pierde nuestro país. Y, si ella así lo deseara, yo podría ayudarla en esa tarea de construir la más bella historia sobre el LSB.
Una maestra puede cambiarnos la vida –hacernos ver que estamos obligados a avanzar en el camino a pesar de nosotros mismos–. Y, además, convertirse en una “maestra lucero”, como llamo yo a Esther Stein, porque a donde vaya, todo se ilumina con la alegría de su espíritu y la fortaleza de sus ideas. En donde esté, desde siempre, mi reconocimiento y mi gratitud para ella.
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