El poder de las estatuas

Las estatuas y monumentos derribados no solo revelan el descontento hacia personajes históricos, sino que también evidencian la volatilidad de las versiones del pasado.

Jaime Barrios Carrillo

febrero 9, 2025 - Actualizado febrero 8, 2025

Momento en el que la estatua de Edward Colston es arrojada a las aguas del puerto de Bristol. Foto: finestresullarte.info

Es ya un lugar común saber de muchedumbres que derriban estatuas de tiranos o de héroes fallidos y las versiones monumentales de otrora personajes prominentes que de repente son odiados. Y el tema está de moda. Se sabe de monumentos derribados en todas partes. ¿Qué pretenden las muchedumbres exaltadas que derriban estatuas? ¿Puede tumbarse la historia? ¿Cambiarse? ¿Reinterpretarse? ¿Cuál es el poder de las estatuas?

El destino de estas estatuas suele ser tan simbólico como su caída. Muchas terminan en ríos, como ocurrió con la estatua de Edward Colston en Bristol, arrojada al agua por manifestantes en 2020. Otras son reubicadas en museos, resignificadas para contar una narrativa más completa y crítica.

Las estatuas y monumentos derribados no solo revelan el descontento hacia personajes históricos, sino que también evidencian la volatilidad de las versiones del pasado. Son recordatorios de que la historia, al igual que las estatuas, puede ser reinterpretada, moldeada y, en última instancia, derrocada, pero que las cicatrices del cambio siempre permanecerán.

A lo largo de la historia, las estatuas han sido mucho más que piezas de mármol, bronce o piedra; representan símbolos de poder, memoria e identidad colectiva. Sin embargo, cuando las bases que sustentan esos símbolos se tambalean, las estatuas suelen convertirse en blanco de la ira popular. En momentos de cambio social o político, derribar estatuas ha sido una manera visceral de desmantelar ideologías dominantes y negociar la narrativa histórica.

Estatua de Sadam Hussein derribada en 2003.

Vimos en los medios y en las redes sociales derribar las estatuas de Sadam Hussein en 2003 como habían caído las Lenin en 1989. En Bélgica han sido vandalizadas estatuas del genocida rey colonialista Leopoldo II, acusado de la muerte de cientos de miles de personas en el Congo. La estatua ecuestre de Felipe III en la Plaza Mayor de Madrid sufrió un atentado de bomba durante el inicio de la Primera República con la intención de separar al jinete real de su montura. Con la explosión volaron cientos de huesos de la panza. Eran de gorriones que a lo largo de décadas habían entrado por la nariz del caballo y no pudieron salirse, convirtiéndose la estatua en una trampa mortal.

Desde la caída de los regímenes comunistas en Europa del Este hasta las recientes protestas en Estados Unidos y América Latina, el derribo de monumentos refleja un acto cargado de significado: el rechazo hacia figuras que, otrora ensalzadas, son reevaluadas bajo nuevas perspectivas.

En Hungría, por ejemplo, las estatuas de líderes soviéticos fueron desmanteladas tras la caída del comunismo, mientras que en Estados Unidos, durante las protestas de 2020 por la justicia racial derivadas de la muerte trágica de George Floyd, las estatuas de generales confederados y también  dos de Cristóbal Colón en dos ciudades diferentes fueron vandalizadas y en algunos casos derribadas y  se convirtieron en epicentros de discusión sobre racismo y colonialismo.

Sin embargo, ¿es el derribo de estatuas un acto de justicia histórica o una forma de borrar el pasado? Se puede argumentar que las estatuas, aunque problemáticas, sirven como recordatorios de una historia que no debe olvidarse. Pero no faltan los que sostienen que la permanencia de ciertos monumentos perpetúa las heridas de las comunidades afectadas por las figuras que representan.

Cómo soñar la noche, la calle, la escalera y el grito de la estatua desdoblando ya en la esquina, expresaba el poeta mexicano Xavier Villaurrutia en unos versos. Desde Nicaragua Ernesto Cardenal por su parte ironizaba en un célebre poema el acto de oficial de desvelizar la estatua de Somoza en el estadio llamado también Estadio Somoza:

No es que yo crea que el pueblo me erigió esta estatua

porque yo sé mejor que vosotros que la ordené yo mismo.

Ni tampoco que pretenda pasar con ella a la posteridad

porque yo sé que el pueblo la derribará un día.

Ni que haya querido erigirme a mí mismo en vida

el momento que muerto no me erigiréis vosotros:

sino que erigí esta estatua porque sé que la odiáis.

En Lima Perú fue tumbada la estatua de Pizarro e igual suerte han corrido en varios países de América Latina las estatuas a Cristóbal Colón. En Ciudad de Guatemala una manifestación de campesinos que protestaban contra el gobierno al pasar por el monumento ecuestre de un ex presidente del siglo XIX, el general José María Reyna Barrios, amarraron un fuerte lazo a la cabeza del general representado y lo decapitaron.

Un ejemplo grandioso del poder de las estatuas es el ejército del emperador chino Qin Shi Huang: ocho mil de guerreros de terracota que custodiaron su tumba durante dos mil años. Sabemos hoy que las ocho mil figuras representan a personas reales. Cada estatua fue diseñada con un perfil personal para diferenciarlas unas de otras. ¿Qué pensaron y sintieron todos esos personajes representados en terracotas cuando vivían? Siguen ahí de pie, como ausentes, inmóviles, con los ojos perdidos en el viejo barro cocido.

Una enajenación bastante patética la encontramos en el Panteón de Dolores en Parral donde está enterrado el cadáver de Pancho Villa, decapitado alguna vez por un profanador desconocido. El 29 de octubre de 2011 en la comunidad de Las Ánimas, en el mismo cementerio en que reposan los restos de Villa fueron descabezados los ángeles que adornan y protegen tumbas y panteones por un fanático religioso, delirante y psicótico. Entró al camposanto armado de una barra de hierro para desafiar a los ángeles de mármol, también de piedra tallada, pidiéndoles a gritos que lo detuvieran y mostraran su poder, pero los ángeles solo miraban con sus ojos inmóviles de mármol como el perturbado los iba descabezando a golpes.

El arte es en verdad la gran ficción. Y las estatuas son eso: ficciones. Y no importan las venus mutiladas ya que sus brazos ausentes nos abrazan en silencio y nos sentimos amados y un poco felices. Las estatuas nos recuerdan la vida que tuvimos o la que quisimos tener. Como en el poema la Estatua de Sal del poeta mexicano Salvador Novo.

En un reportaje publicado en The New York Times resalta Nina Siegal que a medida que las estatuas caen en todo el mundo, en un acto de rebelión simbólica en contra de las historias de la esclavitud y el colonialismo, los directores de museos y los historiadores ante los monumentos derribados inquieren con cierta inseguridad sobre ¿qué hacer?  Siegal por su lado se pregunta tres cuestiones: ¿Acaso deberían repararse y trasladarse a la seguridad de un museo? O ¿deberían crearse nuevas obras de arte con ellas?

Poder y sugestión emanan las estatuas. Por algo las prohíbe el Deuteronomio. Las estatuas nos hablan y nos transportan a reinos ilusorios. En las afueras el Cairo, donde comienza el desierto, está la milenaria Esfinge de Guiza, la «imagen viviente», con sus 20 metros de altura y 70 de longitud. Se creía que había sido hecha por los atlantes y que los archivos de la ciudad hundida estarían debajo de la formidable estatua. Su mayor enemigo han sido la erosión y el tiempo. Las arenas la cubrieron durante siglos y con esto la salvaron. Cabe pensar que habrá perdido el olfato pues la nariz desapareció. Sin embargo, y con un poco de esfuerzo, en las noches de luna llena puede verse, y en palabras de Enrique Gómez Carrillo, la sonrisa de la esfinge. Agregamos: enredándose en el tiempo.

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