Hace una semana escribí algunas ideas sueltas sobre qué es un niño. El sustantivo libre en una reflexión general, pero hay tantos adjetivos de los que la noción se ha investido, que el tema es arduo y complicado de analizar: niño rico, niño pobre, niño mendigo, niño superdotado, niño picapedrero, niño sobreprotegido, niño de casa, niño huérfano, niño regalo, niño lustrador, entre tantas otras ideas.
En Childhood in World History (La infancia en la historia mundial), de Peter Stearns, otro tesoro hallado en el cajón de los usados en una tienda de Nuevo México, encontré una reflexión muy detallada de las actitudes hacia la infancia en las diferentes sociedades y culturas a través de los tiempos. Desde las sociedades agrícolas a las industriales, hasta llegar a la primera mitad del siglo XX. Un panorama que nos ilustra sobre el origen de las opiniones diversas con respecto al trato de los niños. Es decir que lo que vivimos y pensamos en la actualidad no es producto de la generación espontánea, sino puede rastrearse en la historia de la humanidad, desde registros bastante diferenciados, como iael geográfico, el económico, el agrícola, el industrial, el urbano y el del campo, el social y el político, entre otros. Afirma Stearns que, en la sociedad medieval, la idea de infancia no existía. El cariño hacia los muchachitos se moderaba, porque no se sabía si sobrevivirían las duras condiciones de alimentación y salubridad. De esa época a la nuestra hay un largo camino recorrido sobre el cual debemos indagar para entender mejor el desarrollo de la condición humana.
Las ideas contrapuestas de mi papá y las mías sobre los niños y el trabajo, ahora comprendo, corresponden a tradiciones antiguas y fundamentadas en realidades económicas y sociales, por su parte, y a relecturas y planteamientos del siglo XX, por la mía. Ninguna es mejor que otra. No es mi afán el de polemizar ni el de juzgar puntos de vista divergentes del mío; solo expongo una lectura personal de cuanto material busco y encuentro por aquí y por allá, para ubicarme en una posición desde la cual relacionarme con la infancia actual por medio de la literatura.
La semana pasada tuve las reacciones más diversas con relación a la primera parte de esta exposición. Unas personas cuestionaron que yo simpatice aún con los valores de la Revolución de Octubre, otras, preguntaron por qué abogaba por el trabajo de los niños ‒cuando yo expuse lo contrario…‒, algunos más alegaron haber sido muy felices, a pesar de haber pasado amarrados a la cama, comiendo cereal y tomando agua, varias horas al día, mientras los papás regresaban del trabajo. Todas lecturas variadas y reacciones interesantes por demás, y nada despierta mi curiosidad tanto como la recepción de lo que escribo. Lo cierto es que estas ideas no dejaron indiferentes a quienes me leyeron.
Otra variedad de perspectivas mencionada en los mensajes a los que me referí arriba es el tipo de lecturas que debe tener un niño. “Por favor, escribí sobre libros de moral, porque la juventud está perdida…” Y la verdad es que ni en eso logramos ponernos de acuerdo. Cuando voy a colegios autollamados cristianos, la mención de Harry Potter, cuentos de brujas divertidas o malvadas o de encantamientos está prohibida. Cuando voy a escuelas con un decidido propósito comercial, la literatura preferida es de autoayuda, “positivismo” (perdón, Augusto Comte) y superación. Otras instituciones, las menos, todavía están interesadas en promover el encuentro de los niños con el arte y la literatura, la poesía y el teatro, en su más esencial expresión. Debido a esa variedad de puntos de vista, considero que es difícil nivelar el horizonte cultural de los niños en nuestro país.
La multiplicidad de opiniones, reflexiones, teorías y prácticas en nuestra área centroamericana debiera ponernos sobre alerta. Ese caudal humano que nos configura y nos señala como una carga desde la visión de otras sociedades representa nuestra riqueza y así debemos asumirla. Para emplear un término de uso común en nuestros días, la “inversión” necesaria para salir del atasco en el que estamos es en la salud y la educación de la niñez y juventud de cada uno de nuestros países. Pero no esa educación de “lero, lero, lero”, de leer tantas palabras por minuto sin comprender ni media o de competencias para responder lo que requiere el guion establecido en los call centers. La filosofía, la historia, la literatura, la lógica, la crítica, la duda esencial y la sensibilidad ante el arte son herramientas que, aunque parezcan obsoletas, pueden representar la transformación de una sociedad manipulable y manipulada, presa de la desinformación y cautiva de las redes sociales y el streaming.
La propuesta es entonces una revisión de lo vivido a lo largo de nuestra historia y la consideración de la niñez en nuestra sociedad. Una puesta en común desde la medicina, la educación, la diversión, el trabajo, el arte, la religión, la economía y la política. Hace algunos años, visité una muestra maravillosa en Colombia llamada Los niños que fuimos, huellas de la infancia en Colombia. La exposición tomó en cuenta todos los aspectos anteriores, además de la fotografía, el vestuario, los juguetes, los derechos de los niños, la importancia y los roles según su orden de nacimiento y hasta la consideración de su muerte dentro de las familias. La muestra fue objeto de gran publicidad y curiosidad. Su promoción por parte de uno de los bancos más populares del país fue trascendental para motivar a los diferentes sectores de la población, los niños y jóvenes incluidos, a que revisaran entre todos, la relevancia de ese fragmento primordial de la sociedad colombiana. Desde la visión colonial hasta el siglo XX, la evolución de la idea de niñez fue increíble y la muestra se expuso y curó con tal esmero que incluso atrajo la atención de visitantes de otros países. La tradición entre familias de la alta sociedad de regalarse “un negrito”, como se obsequia una mascota, para ser criado como hijo de casa, escenificada en una vitrina con maniquíes de tamaño natural, tuvo a un grupo de unos cincuenta patojos de primaria más que indignados. Algunos lloraron de imaginar la infamia. La maestra muy apenada logró calmarlos con gran esfuerzo, sentarlos en el suelo y pedirles que escribieran sus sentimientos sobre el tema para liberarlos de la impresión. ¡Cuánto no hubiera dado yo por leer sus notas! Lo que sí pude leer y releer es el libro que recopiló la institución sobre la investigación realizada por el equipo de estudiosos y que sueño con replicar en Guatemala. Con un poquito más de salud y vida, creo que es un proyecto que puede lograrse entre especialistas de diferentes ramas, dedicados a los niños. Un aporte para la comprensión de lo que fuimos, lo que somos y lo que podemos ser.
Repaso la afortunada infancia de mis hijos, niños deportistas y lectores; la mía, favorable, niña curiosa; la de mi padre, niño lustrador y vendedor de periódicos, la de mi madre, nómada, niña exploradora de la naturaleza que la envolvió; las de mis abuelos, azarosas, niños del campo sin instrucción. Una retrospectiva familiar cuya historia ya da cuenta en sí misma de una evolución económica, social y cultural, tan solo en mi círculo más cercano. Y así, me convenzo más cada día de la necesidad de concentrarnos en nuestro recurso natural más precioso, esos ciudadanos del mañana, pero también de hoy. Esa infancia y esa juventud urgidas de la promoción real de sus derechos dentro de las agendas nacional y global, más que de la alienación de la que son objeto desde sus primeros años, como entes de consumo. Con cada niño que perdemos ya sea por la enfermedad, la delincuencia o la ignorancia, nuestra sociedad desperdicia una oportunidad demasiado valiosa. Hay tanto por decir aún sobre este tema fundamental, y este espacio no alcanza. Queda la conciencia de que el futuro no está en manos de los niños, como suele afirmarse, sino en las nuestras. ¿Qué mundo construimos para ellos? ¿Qué libros leerán? ¿En qué escuelas y en qué entornos crecerán? ¿Cómo alimentaremos sus cuerpos, sus espíritus y sus mentes? Rainer María Rilke declaró que “la infancia es la patria de todos los sueños”, y yo me pregunto ¿qué y dónde soñarán los niños guatemaltecos?
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