“Un suspiro de amor, una mirada/ Al cielo de tu tierra abandonada”.
Juan Diéguez Olaverri, Canto del Ausente
Los hermanos Diéguez Olaverri, Juan (1813-1866) y Manuel (1821-1861), ambos poetas y unos liberales convencidos, eran hijos de lo que en su época se conocía como un jurisconsulto letrado, Don José Domingo Diéguez. Juan había heredado de su padre el perfil de la jurisprudencia y ambos hermanos continuaron con la tradición literaria e intelectual de la familia. Don José Domingo había sido catedrático de su hijo Juan en la Academia de Estudios, institución que había reemplazado a la antigua universidad.
La casa de la familia Diéguez fue centro de reuniones literarias y discusiones científicas, las llamadas tertulias que cumplieron el papel de ser espacios para el debate y presentación oral de piezas literarias y lecturas de textos por sus autores, incluyendo ensayos y fábulas. Había en la casa una magnífica biblioteca que, aunque especializada en temas jurídicos, tenía una colección de clásicos de la literatura, autores españoles del siglo de Oro y los franceses de la Ilustración (Rousseau, D´Alambert, Diderot), los tomos de la Enciclopedia francesa importados por Don José Domingo y las obras de la Economía política inglesa de Adam Smith y Ricardo.
La lectura de los románticos franceses se hizo en el idioma original. Don José Domingo se ocupó de que sus hijos, como él lo había hecho, aprendieran “la lengua de Hugo”, como entonces solía decirse. Años después los hermanos traducirían al español poemas de Víctor Hugo, Lamartine y Chénier.
Los clásicos grecolatinos tuvieron un lugar prominente. Hesíodo, Catulo, Lucio Apuleyo, Ovidio, Homero, Quinto Cursio Rufo, Tácito y sobre todo Virgilio, autor que se convirtió en el preferido de Juan Diéguez. El neoclasicismo en que se formó Don José Domingo Diéguez fue transmitido en forma directa a sus hijos e impregnó de forma substancial el corpus poético de los Diéguez.
Con semejante tradición intelectual, enraizada en la Ilustración francesa y en el liberalismo inglés, no podían aceptar el perfil de un gobierno casi clerical y conservador como el de Rafael Carrera. A pesar de que Juan había sido nombrado juez en Sacatepéquez y luego en la Capital, no se asimiló al régimen y junto a su hermano Manuel y un grupo de jóvenes liberales, comenzó a conspirar. Relata Salvador Falla (1845-1935), ensayista, pintor y cafetalero, que era el deseo de aquella juventud rebelde el convocar a una constitución y dar al poder militar una organización regularizada. Pero agrega Falla: “Sin hombres, sin armas, sin recursos, sin un plan práctico de realización, todo aquello carecía de consistencia y viabilidad”. Nunca pudo sospechar Falla que sus propios bisnietos Mario y Juan Carlos, hijos de la poeta y ensayista Alaide Foppa Falla, desparecida por la dictadura, morirían luchando contra el gobierno militarizado en el último cuarto del siglo veinte.
La conspiración resulta abortada y los hermanos Diéguez emprenden una desesperada huida. Todo empieza el 26 de junio de 1846, cuando tiene lugar el sepelio del arzobispo Ramón Casaus en la Catedral. El prelado había fallecido en Cuba y el cadáver momificado fue llevado a Guatemala. Sería una muestra del poder omnímodo, con religión y política mezcladas. Asistiría la plana mayor del régimen, con el General Rafael Carrera a la cabeza. Cuatro pasiones tenían Carrera: las grandes ceremonias, las espadas, la música y los uniformes militares de gala. Las exequias del arzobispo se prestaban a satisfacer estas preferencias del “Caudillo de los Pueblos”.
Los espías de Carrera se enteran de que los conspiradores estarán con armas cortas ocultas en la Catedral, con el propósito de asesinar a Carrera y a miembros de su gabinete. El grupo se mueve sin coordinación, no todos llegan y ante el desplazamiento de numerosa tropa avisada, el plan se suspende a última hora. El gobierno conoce los nombres de los conspiradores y comienza la persecución. Los hermanos Diéguez huyen a Salamá donde son escondidos por el sacerdote Ocaña, viejo amigo de la familia. Son buscados por un cruel esbirro llamado Ruperto Montoya, a quien apodan Chupina, y no puedo evitar pensar en el general Chupina de nuestra época, por coincidencia tragicómica, conocido también por su brutalidad. Al fin resultan capturados en otra finca, La Merced, propiedad de un amigo, el abogado Francisco Alburez. Rafael Carrera envía al general Gregorio Solares desde Chimaltenango con orden de fusilar a los hermanos. Solares no desea cumplir las órdenes del caudillo, pues conoce a la familia Diéguez, mas no se atreve tampoco a desobedecer y recurre a la estrategia de enviar un mensaje a Carrera proponiendo que se lleve a los reos a la Capital para procesarlos, ya que tienen información valiosa. Carrera accede y los Diéguez son traslados a los calabozos del Castillo de San José, donde se les abre proceso. Juan enferma y ambos sufren duramente la prisión. Alguno de los dos (¿cuál?) escribe en un muro de la celda donde están confinados:
“Celeste esperanza/ Que alientas el alma/ Derrama la clama/ En mi corazón”.
Confiesan, y ambos hermanos se atribuyen el liderazgo de la conspiración. Manuel atrevidamente compone una estrofa dirigida al general Rafael Carrera, Presidente Vitalicio de Guatemala:
“Señor, la férrea cadena,/ Astada al pie por Vuecencia/ La he llevado con paciencia,/ Resignándome a la pena;/ Más ahora me condena/ A tan cruel padecimiento,/ Que si oyera mi lamento/ Vuecencia, ya no quería/ Prolongar ni un sólo día/ Tan terrible sufrimiento…”
Una noche llega el mismo Carrera a la cárcel, refiere Salvador Falla, y anuncia que no fusilará a nadie. A los hermanos Diéguez la pena de muerte se les conmuta por la del destierro. Emigran a Chiapas. Manuel se moverá después a El Salvador, donde morirá a los 40 años, en 1861, a causa de un “ataque de locura”. Su poesía no será publicada en libro sino hasta 1885, con el título de Poesías Escogidas. Los poemas de Manuel, escritos en el exilio, tienen un tono marcadamente amoroso. Prevalecen los rasgos románticos y no falta el tema de la noche (misterio de todos los poetas, como afirmaba Antonio Machado). Manuel es un poeta menos afectado y angustiado que su hermano Juan y no deja de buscar lo que se entiende epicúreamente como “la dicha”. En una brillante y lúcida estrofa pareada, de versos endecasílabos con rima asonante, expresa:
“Y pues feliz, soñando solo he sido/ Quién pudiera vivir siempre dormido!”
Pero Manuel Diéguez no deja de resaltar, como buen romántico, el destino trágico de los poetas:
“Por no llorar la suerte del Poeta/ Voy a cantar en malhada historia/ Para que sirva su infeliz memoria/ De triste ejemplo al que á versar se meta”.
Juan por su parte tendrá un destacado papel como abogado en Chiapas, donde permanecerá hasta 1860 cuando vuelve a Guatemala. Se casará con una mujer mexicana de nombre Dominga Armendáriz y hará de Chiapas su segunda patria. Pero como ha dicho el poeta Luis Cardoza y Aragón: no hay patrias segundas. Desde la frontera Juan Diéguez durante años observará al país perdido. Canta a los Cuchumatanes con una intensidad que pocas veces se logra en la poesía. Sus poemas (54 en total se han encontrado ya que nunca publicó libro en vida), mantienen formas neoclásicas y abordan temas amorosos y bucólicos. Como liberal canta a la libertad. Juan Diéguez se expresa también como un poeta romántico, alcanzando con frecuencia una atmósfera sentimental e intimista. Dos rasgos de los románticos resaltan en la obra de Juan Diéguez: el énfasis del yo lírico y la llamada vuelta a la naturaleza, proclamada por el pensador francés Rousseau. En un poema extenso, Amante de la naturaleza, define Juan Diéguez su posición:
“oh, siempre yo te amé Naturaleza,/ Y a tu divino en ti yo adoro,/ Abre a mi corazón todo el tesoro/ De poesía, amor y de belleza”.
La poesía de los hermanos Diéguez está llena de nostalgia y de una reiteración por lo perdido, con referencia constante a los adioses y a las separaciones. Melancolía existencial expresada sobre todo en la obra de Juan que llega a niveles de gran intensidad emocional y perfección formal. José Martí escribiría años más tarde, cuando ya estaban muertos los dos Diéguez y el poeta y prócer cubano vivía en Guatemala:
“Quién no sabe en Centroamérica algo de ellos, los tiernos Diéguez…Juan y Manuel, tan apretadamente unidos que lo del uno parece lo del otro. Patria ausente, montañas queridas, flores de la tierra, ilusiones…penas de amor, de vida, y de destierro”.
Cuando Juan Diéguez vuelve a Guatemala era un hombre psicológicamente golpeado. En 1861 muere su hermano Manuel, lo que lo hunde en una profunda tristeza. Deja de escribir y lo que se cree fue su último poema se intitula Canto a mi gallo, una oda dedicada paradójicamente a la alegría y a la esperanza, cuando el poeta estaba sumido en una depresión severa. No obstante que había obtenido un cargo de juez no encontraba satisfacción en el oficio. “No soy para esto, las leyes han matado mi musa”, decía cuando le preguntaban por su poesía que en forma manuscrita o en hojas volantes se pasaba de mano en mano y se leía en las tertulias. No fue sino hasta 20 años después de su muerte, que se publican 24 poemas en forma de libro, reeditándose de nuevo en 1957 con 47 poemas (casi la totalidad), bajo el título de Poesías de Juan Diéguez Olaverri, antecedidos por un ensayo de Salvador Falla, escrito en 1889.
Fallece en la pobreza, al grado que la familia no tiene dinero para el entierro. Tiene 53 años al morir, pero parece un anciano circunspecto, de pelo caído, introvertido, metido en la burbuja de su profunda melancolía. Juan Diéguez Olaverri, el sensible desterrado, cantor del exilio guatemalteco en el siglo diecinueve, como lo había sido Rafael Landívar en el dieciocho. Como lo serían Asturias y Cardoza en el siglo pasado. Diéguez, sin duda, es poeta de la tristeza y del dolor de la ausencia:
“¡Oh, cielo de mi Patria! / ¡Oh caros horizontes! / ¡Oh azules, altos montes; / oídme desde allí! / La alma mía os saluda, / cumbres de la alta Sierra, / murallas de esa tierra / donde la luz yo vi”.
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