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En repetidas ocasiones, al encontrarme con gentes de otros países hispanoamericanos e incluso de España, suelen mencionar la manera tan “bonita y peculiar” de nuestra habla guatemalteca. “Es que usan vocablos que uno no saben que existen y otros que solo se los oía a los abuelos”. Ya de tanto escuchar la misma historia, me picó la curiosidad y preguntando por aquí y leyendo por allá me he dado cuenta de que sí, usamos algunas palabras bastante arcaicas y ese será un buen tema de reflexión para próximas entregas. “¡Ay, ya no me atarantes más con eso!”, le respondí a una amiga sudamericana que insistía con el asunto. Soltó a reírse. “¿Ves lo que te digo?” “¿Ver qué?”, respondí.
En mi familia, “atarantadas” son las mujeres algo tontas y olvidadizas, un poco hiperactivas, pero, ante la risa de mi amiga, me fui al diccionario y descubrí que “atarantar” significa aturdir a otro o encontrarse desorientado por causa de la picadura de una tarántula. Y a esa condición se le llama tarantismo. Ahí tuve una revelación. Las palabras que me definen poseen una razón de ser y una historia que sin querer he buscado desde siempre, porque es mi propia historia.
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Corría el siglo pasado y mis hermanas y yo, las tres adolescentes, nos encontramos de un día para otro con un piano vertical instalado en la sala de nuestra casa en Mariscal. Poco tiempo después, apareció un maestro, el pianista del ballet Guatemala para más señas, que venía a sacarnos de nuestra naturaleza silvestre a fuerza de escalas y más escalas sobre el sufrido teclado. El pobre señor se ha de haber frustrado mucho pues no logró formar ni una concertista entre nosotras. A lo más que llegamos en aquella dorada época fue a tocar una que otra tarantela y algunas partes de la trilladísima Para Elisa de Beethoven o del Claro de Luna de Debussy. Y que conste, que a mí, ni esas me salían bien. Se necesitaba un tiempo, un ritmo y una energía más bien sostenidos que mi disposición distraída no lograba dominar. Es decir, me aprendía las piezas, pero confundía las escalas, repetía partes de la composición, me salía del tiempo indicado y no me adaptada al toctoc implacable del metrónomo, instrumento que aún surge fantasmagórico en algunas de mis pesadillas. No le dedicaba tiempo a practicar y la mera verdad eso de pasar de allegro y vivace a presto y prestissimo no iba con la habilidad limitada de mis manos y mi carácter más bien lento y adagio. Mis hermanas lo lograron con más éxito y mientras una de ellas tocaba, mamá y las otras bailábamos y canturreábamos a todo pulmón, como atarantadas, la alegre tonada, sin que obrara ninguna picadura de araña de por medio, práctica que despertó en el católico vecindario la sospecha de que nos habíamos convertido a los testigos de Jehová. La intención de que brilláramos por medio de la interpretación musical se quedó como una piedra más del camino del infierno. Para compensar un poco la nostalgia que me trae este recuerdo, tarareo por lo bajo aquello de que varios elefantes se columpiaban sobre la tela de una araña…
La Tarantella. Leon Jean Basile Perrault
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De regreso a nuestra crónica arácnida, resulta que las temibles tarántulas negras y gigantes, esas mismas de las películas de terror como Tarántula, presentada en 1955, y Aracnofobia, estrenada en 1990, los cómics Black Tarántula y Spider Man y algunas novelas de misterio, son más bien inofensivas. Sus primas, unas arañas rojas, peludas y más pequeñas, originarias del norte de Grecia, son las venenosas en realidad y las causantes del tarantismo. Cuenta la leyenda que el general griego Pirro fue quien las usó como una de las primeras armas de guerra biológica de la historia en contra de los romanos, con resultados relativos, por lo que fueron abandonadas a su suerte en los campos de batalla y ellas se adaptaron al paisaje de Tarento en la Península Itálica. Tan bien se aclimataron que de ahí derivó su nombre tarántula. Aún cuando logró atarantar a un centenar de soldados, la ambición conquistadora de Pirro no fue recompensada y solo pasó a la historia como la inspiración del concepto y la frase “victoria pírrica”.
El atarantamiento, más tarde reconocido en los anales de la medicina como tarantismo, producía una característica agitación motriz debida al efecto del veneno de la tarántula roja en el sistema nervioso de la víctima; empezaba por sacudidas rápidas de manos y pies, luego se iba expandiendo al resto del cuerpo y al final el frenesí involuntario podía durar un par de horas. Fue en la Edad Media que los curanderos idearon que las personas cercanas al afectado se solidarizaran con la víctima imitando sus movimientos enajenados y delirantes. Y de ahí, imaginar una música -de ritmo allegro y vivace– para acompañar esos brincos trastornados, devino natural. Con el paso de los años, las curaciones de Tarento se volvieron las danzas populares de la región, las tarantelas.
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Tarántula se llama un desafortunado libro de Bob Dylan publicado en 1971. Desafortunado por incomprendido en su tiempo, pero relevante por su propuesta estética. Escrito como un fluir de conciencia muy al estilo de Kerouac, Burroughs y Ginsberg, conformó una colección experimental de prosa poética cuyos saltos conceptuales empiezan a tener más sentido para mí ahora que soy más amiga de las tarántulas y del efecto de sus picaduras. Lo encontré en una librería de usados en Nuevo México y me dispuse a leerlo en inglés, porque en español lo abandoné a la tercera página. Cada uno de los textos poéticos, cómicos, reflexivos o epistolares van sumando a una casi novela que en el momento de salir a la luz fue calificada como escrita por un loco. Sin embargo, Tarántula se centra en la condición humana, en la emoción única de cada instante, en la forma desordenada como suele ocurrir la existencia, en el desconcierto que causa la vida, en la imaginación que requiere el mundo para adaptarnos a él. Y lo hace por medio de situaciones absurdas, personajes imposibles y argumentos abiertos y rápidos con finales que no lo son; con esa perspectiva popular que caracteriza su música y con la invitación al lector a que apure lo que le agrade de su prosa, como se toma una cerveza en cualquier tienda de carretera, antes de proseguir el propio camino. Tarántula se lee a sacudidas, su lectura las provoca.
La nueva novela de Eddie Halfon le hace un guiño a Dylan con igual título. Tarántula está anunciada para presentarse en junio. Y tiene como epicentro un campamento en el altiplano guatemalteco en donde se enseña a niños judíos formas de supervivencia en la naturaleza. Un campamento que muy pronto descubren se ha transformado en un lugar mucho más siniestro. Lo único que falta aquí por aparecer es un nido de tarántulas, y creo que The New York Times Book Review así lo anticipa: “tremenda y compulsiva puesta en escena del pasado”. ¡Ya quiero leerla!
Tarantula de Jack Arnold, estrenada en 1955
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La mente es así, bordadora de telarañas que imitan la forma de las mismísimas neuronas. Con una palabra se alcanza otra y otra más, de ese grupo de palabras se llega a ideas que creíamos perdidas dentro de nosotros; los recuerdos nos llevan directo a los sueños, los sueños, a la curiosidad y ésta a otras palabras, las de otros. En estos días no me he podido desprender de las arañas, de las pequeñitas y mortales, de las bellas como bailarinas, de las tejedoras incansables en el jardín, de las que llevan pintada en el vientre el violín de la muerte, de las tarántulas negras e inofensivas, incapaces de reparar su mala reputación. La mente, como la Aracné de la mitología griega, desafía a la vida y teje los excelsos logros de la humanidad, pero también los monstruosos, los inusitados, los temibles, los cotidianos, los miserables, los nimios, los insignificantes. Así es ella, la mente humana, tejedora incansable que conociendo o no la obra de Ovidio y la maldición de Aracné, está condenada a seguir trabajando en el tapiz de la vida, el tejido esencial de la existencia, con los hilos infinitos que brotan de sus abismos, tejiendo de día, destejiendo de noche… Ah, pero esa es otra historia.
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