De la mantequilla de maní al desayuno en Tiffany’s

Capote fue un escritor que se disfrazó de mujer para hablar de sí mismo.

Rogelio Salazar de León

marzo 9, 2025 - Actualizado marzo 8, 2025
Escena de la adaptación cinematográfica de la novela Desayuno en Tiffany's.

Escena de la adaptación cinematográfica de la novela «Desayuno en Tiffany’s», de Truman Capote.

Frivolidad en la luz del mundo diurno, mientras tanto, inquietud y, hasta llanto en los sueños nocturnos.

Una niña que no es niña, pero que, con su aire de niña, asiste todas las semanas a la cárcel de Sing Sing a visitar a un viejecito lleno de ternura que, en realidad, es un mafioso preso; a lo que va, según se sabe, es a recoger reportes del tiempo, como: “se acerca tormenta tropical por Cuba” o “se gesta tormenta invernal por Siberia”.

Signifique lo que signifique, reporte del tiempo, o también, tormenta tropical o invernal.

Mujer leve de ligereza, ligera de levedad, casi ingrávida, nunca densa de volumen, adiposidad o peso, por lo cual ella es, también, delgada como un fideo, eso sí, delgada de elegancia; si esto no es una descripción, francamente, no sé qué puede serlo.

Escena de la adaptación cinematográfica de la novela Desayuno en Tiffany’s.

Capote fue un escritor que se disfrazó de mujer para hablar de sí mismo (gesto que antes han hecho otros, como Flaubert, sólo por poner un ejemplo); e hizo de ella, una mujer urbana que, en realidad, no lo es, porque su origen es viscoso, áspero y campesino; la mantequilla de maní es un recuerdo de infancia y del gusto de su hermano por ese condimento.

Capote hizo de ella, una mujer aclimatada a un apartamento neoyorquino de pocos metros cuadrados, por el que anda medio tapada con una toalla dejando las huellas mojadas de sus pies desnudos recién lavados, o si no, medio vestida, a medio vestir y siempre alistándose para salir o huir.

Capote, sin embargo, incluye en la trama a un escritor, vecino del edificio de apartamentos, que es quien da cuenta de todo, de los hechos, de los actos, de los sucesos, de los amigos y visitas, haciendo uso de una tercera persona rítmica y danzante que, en este caso, es una ella, a estas alturas debería estar claro de qué ella se trata: una mujer capaz, como ninguna otra, de entonar la canción más triste y lánguida con el solo acompañamiento de unos tenues acordes de guitarra, en la terraza de la azotea, vestida de la forma más casual que se pueda imaginar, con un pañuelo amarrado cogiéndole el cabello.

Para quien me haya seguido, la canción bien podría ser “Moon River”.

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