Crónica arenosa a la orilla de un océano vacío

El suicidio en Notre-Dame puso en acción una liturgia oficial poco requerida, usada para borrar las marcas anti sagradas que en la catedral parisina habría dejado la autoinmolación de Antonieta Rivas Mercado y se revivió la cuestión del destino de las voluntades trastornadas.

Jaime Barrios Carrillo     septiembre 22, 2024

Última actualización: septiembre 21, 2024 6:02 pm

Era un 11 de un febrero de hace algunos años. Investigábamos entonces la metempsicosis del espíritu. Ese día encontré una nota en el periódico sobre el suicidio en la catedral de Notre-Dame, en París, de Antonieta Rivas Mercado, sentada frente a la imagen del Jesús Crucificado. 

El articulista resaltaba el aniversario de la tragedia y daba el conocido perfil de la mexicana Rivas Mercado (1900-1931) como escritora, promotora cultural, feminista y activista política. Dedicaba bastantes líneas a solazarse con detalles del momento en que ella saca de su bolso la pistola que pertenecía al escritor, político y filósofo José de Vasconcelos. 

Antonieta Rivas Mercado documentó su suicidio en el llamado Diario de Burdeos. Estaba obsesionada con la idea de Rousseau sobre la igualdad absoluta de las almas. Mantenía entonces una relación asimétrica con Vasconcelos quien unos días antes le había dicho que él no la necesitaba porque las almas debían ser libres e independientes. Así le dijo Vasconcelos, mientras se dedicaba a buscar las pistas de la raza cósmica que no estaría en ningún cielo sino en las fértiles tierras de México y Latinoamérica. El término raza apuntaba a una síntesis de diversas confluencias, en realidad Vasconcelos tocaba el proceso de mestizaje. Los mestizos no eran seres debilitados sino lo contrario, tenían grandes potenciales. La raza cósmica, según Vasconcelos, debería también apuntar a la síntesis humana y liderar a la humanidad.   

El suicidio en Notre-Dame puso en acción una liturgia oficial poco requerida, usada para borrar las marcas anti sagradas que en la catedral parisina habría dejado la autoinmolación de Antonieta Rivas Mercado y se revivió la cuestión del destino de las voluntades trastornadas.

Antonieta Rivas Mercado y José de Vasconcelos

Me enteré por el artículo que años atrás en el sepelio de su padre ella había impedido que participara su propia madre, Matilde Castellanos, divorciada hacía muchos años del famoso arquitecto, diciéndole a la entrada del camposanto: «Tú no lo necesitaste para hacer tu vida, él no te necesita a ti para morir». El ángel de la glorieta Antonio Rivas Mercado sentiría en ese momento las alas muy pesadas.

Antonieta se enamoró alguna vez del pintor Manuel Rodríguez Lozano, un artista que cargaba con la trágica aureola de la muerte de sus amantes, como la de su discípulo el precoz Abraham Ángel, quien ya a los 20 años había logrado una sorprendente carrera artística.

Si embargo, el crítico más afamado de la época, Luis Cardoza y Aragón, consideraba que Ángel, discípulo y amante, había superado al maestro, es decir a Rodríguez Lozano. La nube es el espacio y el reloj el tiempo, aseguraba Cardoza, pero ni en la nube ni en el reloj y todas sus hormigas hizo el crítico aparecer la pintura de Rodríguez Lozano.

Abraham Ángel murió solitario en su cama con semblante de durmiente, soñando con los ángeles y el corazón demolido por dentro. Se suicidó con una sobredosis que le produjo un paro cardiaco. Fue enterrado en el Panteón Civil de Dolores en una tumba que por alguna razón ya no existe. El último cuadro que pintó lo tituló Me mato por una traidora.

Rodríguez Lozano no pintaba para vivir sino vivía para pintar: “yo no tengo precio”, aseguraba. Los colores brotaban de sus dedos como de muñones abiertos y como si el lienzo fuera piel humana lo tatuaba con intensidad en silencio. Más bien lo incendiaba porque era un ser sensible que se consumía en el círculo más bello del infierno. Manuel Rodríguez Lozano, provocaba anticuerpos debido a sus innegables cualidades de vivir, pintar y hablar. El talento incomoda. 

Aquel hombre triste parecía hablar como para sí mismo, aunque si decía palabras y acercaba su pincel interrogante para ver si surgía alguna luz que le señalara el camino. Sus deseos también fueron preguntas que no tendrían respuesta, como para su amigo Cernuda.

La artista Carmen Mondragón lo había cuestionado y le había hecho escenas desastrosas en París, cuando el excadete Manuel Rodríguez Lozano estuvo casado con ella ¿Fue Carmen la que le enseñó a pintar? 

Después del divorcio ella se cambió de nombre a Nahui Olin. Al final de su vida Carmen Mondragón se mudó de manera permanente a la locura. Con un maquillaje exagerado deambulaba por las calles de la Ciudad de México, buscando gatos muertos para quitarles la piel que usaba como cobija mientras creía oír trompetas tocadas por arcángeles. 

Pintura de Manuel Rodríguez Lozano

A Rodríguez Lozano no era posible encarcelarlo por haber supuestamente dañado a sus amantes. En cambio, lo acusaron de un delito falso: el robo de unas obras de arte en la institución que dirigía y de inmediato lo metieron a la penitenciaria de Lecumberri donde pintó un conmovedor y lúcido mural: Piedad en el desierto

Al salir de la prisión, siguió trabajando su llamada época blanca que refleja, sin embargo, el período más oscuro de su vida. Hizo un nuevo mural: El holocausto o la desolación del abandono que parece decirnos la frase que los prisioneros en Auswichtz repetían frente a los patíbulos y los hornos: “Aquí Dios no existe”. Es la misma visión del Dante frente a las puertas del Hades: “Aquí termina la esperanza”. 

Afectado por la incomprensión de la crítica y de sus colegas, dejó un día de pintar y concluyó su obra con un libro escrito en el espíritu del que ha penetrado de manera inusitada en el dolor de su pueblo sin haber dejado de lado la ternura.

Antonieta Mercado lo conoció en 1927 y se convirtió en su obsesionada mecenas. Ella le dijo literalmente que cerca de él la vida se convertía en el camino estrecho que llevaba al cielo. Le escribió en cuatro años 87 cartas de amor, una de estas misivas muy desesperada en la que aseguraba haber visto resplandecer a la verdad, la que describe con una contundente metáfora: “¡luminosa como un ángel!”.

El artista nunca le correspondió, pero le hizo un par de retratos. En uno de ellos aparece Antonieta con el rostro dividido. La mitad de la cara está sombreada, oscura, y la otra es blanca, casi resplandeciente. Esa dualidad de luz y sombra, resplandor y tiniebla, se convirtió en el tema de la ópera de Federico Ibarra Antonieta, un ángel caído.

Retrato de Antonieta Rivas Mercado por Tina Modotti

Repetiremos que antes de matarse, Antonieta consignó en su diario que ya tenía en su poder una pistola que había sacado del baúl de Vasconcelos. “Es la que lo acompañó en toda la gira electoral”, escribió. Cerró el diario y se preparó para la última visita a Notre-Dame. El suicidio lo planificó de manera minuciosa. El balazo se lo daría en el corazón ¿Dónde estaría su ángel de la guardia? 

La tumba de Antonieta ya tampoco existe. Al no pagarse durante años la cuota al cementerio parisino donde estaba sepultada, fueron sacados sus restos corporales y tirados en una fosa común, no hay manera de localizarlos. Pero en la era de la realidad virtual y el imperio de las redes emerge desde el fondo de océanos vacíos la presencia de las almas. En sus diarios se escribieron epitafios de valor contemporáneo, como el que dejara Antonieta Rivas Mercado antes de quitarse la vida en la catedral de París y que termina con la frase: “me adelanto en salvar lo esencial: mi obra no escrita”.

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