Ciudades errantes

Las ciudades nos invitan a apreciar cada momento, a saborear la belleza efímera que nos rodea.

Jaime Barrios Carrillo

marzo 9, 2025 - Actualizado marzo 7, 2025

Imagen de Roma: Pixabay

En rincones olvidados de la realidad subsisten vestigios del pasado que se va desvaneciendo con los años. La ilusión de una ciudad eterna se desmorona sin remedio, recordemos Roma, revelándose la efímera naturaleza de las urbes. Son entidades errantes en el tiempo, destinadas a cambiar y transformarse.

Calles, plazas y edificios albergan historias y encuentros, profundos o efímeros, de las personas que deambulan en busca de su propio propósito mientras los filósofos indagan por lo eterno. Sin embargo, a medida que el tiempo avanza, los recuerdos palidecen y las ciudades se transforman, convirtiéndose en meros espejismos de lo que alguna vez fueron. Las ciudades, como entidades sociales vivas, reflejan nuestra propia condición humana: son errantes, siempre en busca de algo más que trascienda la fugacidad de la vida.

Las ciudades se convierten en un lienzo en constante cambio, en permanente evolución. Son refugios de esperanza y de desesperanza, de amor y de pérdida. En ellas se entretejen las historias de aquellos que las habitaron y de los que ahora ahí viven, creando una sinfonía cósmica y caótica de muchas vidas entrelazadas.

Toda ciudad es una caja de Pandora, donde la belleza y la fealdad coexisten en imperfecta armonía. Tal vez sea un rasgo del post capitalismo, la era global, una entronización del mal gusto. Las rosas de plástico sustituyendo a las reclamadas en el poema de Huidobro, así como esa deslucida producción anti sistémica que se aferra a lo más apestoso de la época. Lo feo y grotesco como estética parece poco sostenible.

Las ciudades nos invitan a apreciar cada momento, a saborear la belleza efímera que nos rodea. Nos enseñan que la permanencia no reside en muros o monumentos, sino en las experiencias compartidas y en las memorias que perduran. La humanidad ha desenterrado ciudades ocultas, olvidadas o desconocidas, obligándonos a replantear las narrativas de la historia universal. Estas urbes, abandonadas por sus habitantes, revelan civilizaciones que alcanzaron asombrosos niveles de sofisticación antes de desaparecer, a veces nombradas en textos antiquísimos o arcaicas tradiciones orales. Y en unos versos de Rubén Darío: «la Atlántida, cuyo nombre nos llega resonando en Platón.»

La ciudad incaica Machu Picchu en las altas montañas andinas y descubierta por Hiram Bingham en 1911 parece un milagro arquitectónico por su ubicación que demuestra una avanzada ingeniería. Habría que agregar la cosmología compleja de los incas, su elaborado sistema político y su tecnología agrícola que rivalizó con las más grandes de su tiempo.

Machu Picchu. Foto: Wikipedia

Por otro lado, encontramos a Angkor Wat en la selva camboyana. El sitio fue visitado por primera vez por un monje portugués llamado Antonio da Madalena en el año 1586 quien lo registró en un documento. El lugar fue redescubierto por exploradores franceses en el siglo XIX bajo la dirección de Henri Mouhot hacia 1860. Se trata de un sofisticado complejo de templos, construido durante el Imperio Jemer y resulta testimonio de la habilidad artística y espiritual de una civilización que floreció mucho antes de que Europa tuviera su Renacimiento.

Angkor Wat. Foto: Wikipedia

En Malí las ruinas de Djenné-Djenno, que floreció entre 250 a.e. hasta 800 d.e. Djenné-Djenno y otros sitios arqueológicos muestran que África tenía ciudades con gran desarrollo urbano y arquitectónico y un comercio internacional en épocas en que Europa estaba sumida en la Edad Media. Incluyendo el sensacional estudio de la llamada Ciudad de los Gigantes en Harlaa, Etiopia, cerca de Dire Dawa, que recibió el nombre por el tamaño de sus edificaciones que los habitantes del lugar creían que solo pudieron haber sido construidas por gigantes, lo que ha sido ahora desmentido por unos arqueólogos británicos que demostraron que las construcciones fueron hechas por seres humanos de estatura estándar.

En las ciudades mayas, la arquitectura y el arte eran inseparables, formando una unidad integral que trascendía lo estético para expresar su visión del mundo. Esta integración demuestra cómo los mayas concebían el espacio construido no solo como un lugar habitable, sino como una extensión del universo, un reflejo de su orden cósmico y un vehículo para perpetuar su cultura, su religión y su espiritualidad. Las ciudades mayas no eran únicamente centros urbanos funcionales, sino manifestaciones físicas de su comprensión del universo, donde la arquitectura y el arte se integran y combinaban en una totalidad simbólica y práctica.

La ciudad maya de Tikal, enterrada bajo las selvas de Guatemala, ha mostrado un mundo mesoamericano con astronomía avanzada, el uso de la escritura y redes comerciales extensas. Notable es su arquitectura grandiosa que incluye cientos de edificaciones, templos y palacios, con alturas superiores a los setenta metros.

Todas las ciudades mencionadas junto con otras como Mohenjo-Daro en el Valle del Indo y la legendaria Troya en Turquía, son avisos de que el progreso humano no sigue un camino lineal y que grandes civilizaciones han existido y desaparecido, dejando sus huellas en las arenas del tiempo. Las ciudades son errantes. En su constante transformación no solo reconfiguran sus monumentos, plazas, calles y edificios, sino también la vida social y cultural que hubo en ellas.

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