No hace mucho, durante buena parte del siglo XX, los carretones amarillos de basura jalados por escuálidas mulitas eran parte de nuestro paisaje urbano cotidiano. Tempranito en la mañana, salían los escuadrones de carromatos, jalados por semovientes, de los puntos más dispares y diversos de la ciudad, iniciando una de las tareas más humildes y civilizadas, la de recoger la basura de casas, oficinas y negocios, en tiempos en que nuestros despojos eran menos tóxicos y más amables con el medio ambiente.
Caminaban despacio y despreocupados, a golpe de rueda, sin importarles la hora pico, el tráfico furibundo o el sol abrumador del medio día. Toreaban carros, camionetas y motos, entre nubarrones grises de diésel y obedecían con mala gana las luces de los semáforos y las señales de tráfico de las bocacalles, por el temor de morir aplastados en la batalla.
Las mulas eran siempre flacas y viejas, y si uno se acercaba, podía verles su dentadura inmensa y verdusca, y unos enormes pelos puntiagudos que les salían como agujas de sus quijadas rumiantes. Siempre llevaban puestas una especie de viseras de cuero en los laterales de los ojos, para que miraran solo al frente y no se espantaran con el mundo en movimiento que les caminaba a los lados.
Los manejaban patojos casi siempre harapientos y desalmados, quienes con látigo en mano y boca soez, “de carretero”, hacían avanzar a las mulitas por los caminos cuadriculados de asfalto. Se parqueaban frente a las casas con un “pare mula, pare,” y al nomás detenerse se abría el compartimento superior del carromato y como si se tratara de una caja de Pandora, saltaba sucio y maloliente, el llamado “señor de la basura”. Frente a la puerta de calle, aplanaba su gran sábana de ahulados y plásticos, y tocaba la puerta con un toquido peculiar y único, para que todos adentro de la casa entendieran, un “ya llegó el señor de la basura”.
En la casa del Callejón Normal, el basurero entraba como Pedro por su casa, hasta llegar al segundo patio, en donde estaba dispuesto el tonel central. Al lado de la palmerita enana, el señor de la basura extendía nuevamente sus plásticos sobre el piso del patio, y dejaba caer, sin ningún miramiento o pudor, nuestros despojos: limones exprimidos y podridos; pieles de zanahoria, papa y güisquil de la sopa caldosa del día anterior; cortezas de güicoy, aguacate y de zapote, además de las docenas de cáscaras de huevo, migas y mugres malolientes, sin faltar los molotitos de papeles y pelos. Los chayes de botellas o vasos se le daban envueltos en hojas de periódico, como si fueran tamales, para que, al manipular aquel cargamento de desechos, el Canche, como lo apodaban en casa, no se cortara las manos.
“El señor de la basura” salía por donde había entrado, traspasando el esqueleto de la casa, por la cocina, el corredor de piso rojo, el patio de las azaleas llevando a cuestas sobre el hombro el cargamento de nuestra basura, dejando a su paso un tufito a naranja podrida, en una época en donde no abundaban los plásticos, ni los desechables y los vecinos del valle de la Virgen no tenían idea clara del funesto futuro que se nos venía encima en cuestiones de desechos y manejo de basura.
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