Alfredo MacKenney (1931-2024). Foto: Cortesía Édgar Barillas
Apenas 12 días antes de que el doctor Alfredo MacKenney falleciera, el historiador y conservador Édgar Barillas entrevistó al arquitecto Guido Ricci, uno de los mejores amigos del cineasta, médico e investigador. Esa conversación sería parte de un homenaje que el gobierno de Guatemala le haría a MacKenney y que ahora, se espera, se realice de manera póstuma.
En esa plática, Ricci señala que, acerca de MacKenney “se ha hablado mucho, pero se ha dicho poco de él”. Enfatiza que, aunque se conoce su trabajo, pocos, como él, tuvieron el privilegio de estar presentes, e incluso colaborar, en los procesos y conocer sus motivaciones. Cuando Ricci lo conoció, ambos eran niños de entre seis y siete años
Alfredo era hijo único y había nacido en la ciudad de Guatemala, en agosto de 1931. Él y sus padres se mudaron a Quetzaltenango para vivir en la casa de su abuelo, que era un diplomático británico, cuando el pequeño tenía cinco años.
Guido Ricci refiere que, aunque eran muy pequeños, desde las primeras veces que trató a Alfredo se dio cuenta de que era “bastante fuera de lo normal”. Aunque, en los primeros años no estudiaron juntos, sí se convirtieron en buenos amigos y muy pronto comenzaron a compartir aventuras. “Prácticamente todos los fines de semana salía con Alfredo a dar una vuelta. Al principio alrededor de Quetzaltenango, porque éramos niños”, aunque aclara que en ese tiempo había seguridad y libertad para caminar. Para cuando tenían cerca de 10 años ya habían recorrido Cerro Quemado, El Baúl, Siete Orejas y el Volcán Santa María. Este último punto para Ricci, era haber alcanzado la meta máxima, pero su amigo pronto lo haría ir más allá.
En el bachillerato estudiaron en el mismo colegio y Guido comenzó a frecuentar la casa de los MacKenney. “Era un lindo hogar, con una familia estupenda y cariñosa, y aquello de la diferencia social y económica que había entre él y nosotros, para Alfredo no existía”, expresa.
Desde que Ricci recuerda, MacKenney llevaba consigo una cámara 8 milímetros que, según relata Barillas, le había obsequiado su papá, quien también había dedicado tiempo a retratar costumbres del país.
Alfredo se fue a estudiar dos años a Estados Unidos y el contacto con su amigo se limitó a las cartas. Sin embargo, cuando volvió, ambos empezaron a estudiar en la Universidad de San Carlos, en la Ciudad de Guatemala. Alfredo cursó estudios de Medicina, mientras Guido de Arquitectura.
De esos tiempos, Ricci recuerda que la madre de Alfredo llegó a vivir con él a la capital y lo invitaban a cenar frecuentemente. Después de las cenas, él se iba a su pensión y Alfredo a su práctica en el hospital. Aunque por sus distintas actividades estudiantiles no siempre podían coincidir, Guido rememora cómo se daba cuenta de que su amigo había visitado su pensión, ya que a él su hermana le enviaba tabletas de chocolate artesanal, las cuales guardaba entre su ropa. “Sabía que Alfredo había llegado porque faltaba chocolate. Abría mi ropero y se lo llevaba porque le gustaba mucho”, relata divertido.
La complicidad que se dio en las primeras etapas de la vida, continuó y Guido acompañaba a Alfredo en las aventuras que este emprendía. “En cuanto se le ocurría cualquier barbaridad y yo le decía que sí”, cuenta Ricci. Recuerda la ocasión en que MacKenney le dijo que quería visitar y documentar las Grutas de Doña María, en Gualán, Zacapa. Este era un sitio que nadie conocía, pero él averiguó y ambos fueron. Debieron caminar mucho y atravesar una vereda que, según anota Ricci, era el trazo de la actual ruta al Atlántico.
En otra ocasión, mientras MacKenney estudiaba Medicina, decidió investigar un virus que tenían los gatos y que podía afectar a los humanos. “Se compró el microscopio más grande que había en Guatemala y como los gatos tenían que ser callejeros, ahí me tienen a mí, en un lugar que se llama Santa Marta, que ahora es parte del cementerio y que en ese tiempo era un sitio baldío, cazando gatos”, relata Ricci a Barillas.
Esa lealtad obedecía a una admiración que se dio desde que eran niños. “Alfredo era tan Alfredo que se podía imponer, sin necesidad de hacer nada, ante un grupo cualquiera. Respetaba tanto al muchacho más humilde como al más encopetado”. Ese respeto y cariño también le hizo tener muchos amigos y conservarlos, expresa Guido en la entrevista.
Las grandes pasiones
En el video Legado MacKenney, realizado por Rolando Urrutia (EPD) y Juan Bauer en 2022 , el propio Alfredo MacKenney comenta: “Tres de las grandes pasiones que he tenido se iniciaron en Quetzaltenango”. Una era el cine y la fotografía, que lo convirtieron en pionero de los documentales en el país; otra, el montañismo, que lo llevó a subir todos los volcanes de Guatemala, además de muchos de los de Centroamérica y México; y luego, la arqueología que, con el tiempo, reflejó a través de maquetas o dioramas donde representó los sitios arqueológicos más emblemáticos.
Los primeros pasos en el cine los dio cuando era niño y adolescente. Con la cámara que le obsequió su papá, comenzó, desde sus últimos años en la escuela primaria, a documentar tradiciones y costumbres de las poblaciones cercanas a Quetzaltenango. Aunque la mayor parte de la obra cinematográfica del doctor fue documental, en sus inicios realizó cortometrajes de ficción, según explica Édgar Barillas, quien cita los títulos El anillo sangriento y Asaltos al banco. “Los hizo más o menos en 1948 y eran películas mudas, con rótulos para explicar las escenas”, revela el historiador, quien apunta que si bien, en otros ámbitos podría haberse visto como un anacronismo, en Guatemala, el entonces adolescente estaba acorde a lo que se producía a nivel nacional.
En cuanto al montañismo y la pasión por los volcanes, esto surgió primero con las excursiones escolares y tuvo su punto decisivo cuando visitó el volcán del Pacaya en 1950. En ese entonces, el volcán estaba completamente cubierto de vegetación, porque su última erupción había sido en 1846. En 1961 se abrió un río de lava en la base sur del volcán. Duró dos meses. En 1962, hubo un colapso del lado occidental del cono y, en 1965, comenzó una actividad ininterrumpida, a la que MacKenney le dio seguimiento a través de visitas semanales, que se prolongaron por casi 60 años. En 1967, Alfredo vio nacer una chimenea activa, y, posteriormente, en una reunión de vulcanólogos internacionales en Miami, Estados Unidos, se tomó la decisión de llamarla cono y cráter MacKenney.
El interés por la arqueología surgió cuando comenzó a ir a Huehuetenango y visitó Zaculeu junto a sus padres, en el momento en que la United Fruit Company hacía una cuestionada reconstrucción del sitio. Quedó impresionado y comenzó a visitar más ciudades mayas. Posteriormente, ya viviendo en la Capital, los domingos se ofrecían vuelos a Tikal por Q15 y él, Ricci y quien quisiera unírseles, los aprovechaban. En ese entonces, aún la mayoría de las edificaciones se encontraban semi ocultas por la selva. Lo mismo sucedió cuando visitaron Quiriguá. “Las estelas se miraban porque sobresalían, pero los zoomorfos había que buscarlos porque estaban todavía entre el monte”, rememora Ricci.
Al ver los dibujos que se hacían de lo que podrían haber sido esas ciudades mayas, sobre todo, los realizados por la arqueóloga rusa Tatiana Proskouriakoff, a Alfredo se le ocurrió que sería mejor poder verlas desde arriba y alrededor. Entonces comenzó a realizar las maquetas y dioramas.
El médico cineasta
Édgar Barillas conoció a Alfredo MacKenney cuando ya era médico y formó parte del equipo que operó a su padre en 1963. “Yo era prácticamente un niño”, refiere Barillas, quien asegura que le quedó grabada la imagen del joven doctor, ya que era muy cercano a los pacientes y sus familiares.
Cuando Édgar y su familia se trasladaron de la Costa Sur a la Ciudad capital, para que él iniciara sus estudios universitarios, se encontró con un anuncio de la proyección de algunas películas de MacKenney en el auditorio del Banco de Guatemala. “Él siempre presentaba dos películas de tradiciones de Guatemala y una sobre volcanes. Acudimos a verlas y desde el primer momento me fascinaron, fue un enamoramiento de su cine a primera vista”, rememora. “Siempre llegaba con su proyector y una grabadora para reproducir el sonido”, recuerda Barillas. Esto implicaba para el documentalista tener que cargar con cerca de 200 libras de peso, pero a él no le importaba porque era un gran entusiasta y quería compartir tanto lo que descubría en las distintas poblaciones que visitaba, como la belleza de las erupciones volcánicas, que fueron los dos temas dominantes en su filmografía.
En 1982, Celso Lara le pidió a Barillas que fuera a la Cinemateca Universitaria, que coordinaba Marcela Valdeavellano, para revisar películas que estaban en muy mal estado. “Efectivamente había 500 rollos de nitrato, que era el primer material que había servido de soporte para las cintas, pero que había dejado de usarse en la década de 1950, debido a que era muy inflamable”, explica. Édgar comenzó a trabajar en la cinemateca y una de sus prioridades fue entrevistar a los pioneros del cine en el país. Para ese entonces, él reconocía a Guillermo Andreu Corzo, quien entre otros trabajos había sido el director de la cinta El Sombrerón. El otro, por supuesto, era MacKenney.
Aunque conocía a Alfredo MacKenney en su faceta profesional, había visto sus películas y tenía conocimiento de cómo su pasión por el volcán de Pacaya le había hecho ya merecedor a esa mención internacional con el nombramiento del Cráter MacKenney, conocer la casa capitalina del cineasta e investigador lo dejó maravillado. Fue, según sus palabras, “ir conociendo sus múltiples facetas”, y es que MacKenney convirtió su hogar en un verdadero museo, en el que se pueden apreciar sus pasiones, a través de las más variadas piezas y colecciones.
Precisamente, el cineasta salvadoreño Guillermo Escalón documentó cómo la vida de MacKenney se reflejaba en su casa, a través del cortometraje Laberintos (2021). «Con su cámara ausculta el alma de Guatemala, sus males heredados: una conquista que no cesa, una guerra de espectros milenarios, su desmemoria…», anota el realizador acerca de Mackenney dentro del documental.
Nueva vida a las películas
Édgar Barillas se dio a la tarea de preservar el trabajo cinematográfico de MacKenney y para ello le propuso digitalizarlo y él aceptó. Esto, además, hizo que las proyecciones ya no requirieran que el cineasta tuviera que trasladarse con proyector y grabadora. Ahora sus películas ya contaban con sonido integrado al video. Se produjo una colección de 44 DVD’s.
A pesar de su arduo trabajo en la realización de documentales, Alfredo nunca estudió cine, y Édgar indica que esta circunstancia le llevó a comprobar su humildad. “Cuando trabajé mi tesis de licenciatura la hice sobre los nitratos de la cinemateca. El director de la escuela me dijo: ‘nadie va a entender de qué está hablando usted, así que consiga quien lo puede examinar’”. Inmediatamente, pensó en MacKenney, pero al plantearle la idea, él la rechazó porque nunca cursó estudios formales de cinematografía. Sin embargo, Barillas señala que dominaba las técnicas cinematográficas. “Los movimientos, los ángulos y los encuadres. Su cinematografía es realmente asombrosa, porque no era sencillamente emplazar la cámara en un lugar… Él andaba buscando los mejores emplazamientos para acercarse a lo que estaba registrando”, anota.
Además, la temática de sus documentales acerca de las tradiciones guatemaltecas y su manera de abordar las costumbres dejaron atrás lo superficial y edulcorado. “Se acercaba a las comunidades y no las veía distantes como un antropólogo que llega y ve desde lejos. Él hacía un cine participativo”, enfatiza Barillas.
Por ejemplo, en las filmaciones que hizo de Semana Santa, no se limitó a retratar las procesiones tradicionales de La Antigua y la capital, sino que se internó en las comunidades menos conocidas. Ahí filmaba las pasiones en vivo, que incluso llegan a molestar a algunas sensibilidades, porque presentan escenas de autoflagelación o flagelación real a quienes representaban a Jesús o a Judas. “Sus imágenes van más allá de la postal turística”, añade Édgar Barillas.
Barillas comenta que esta manera de hacer un cine más vívido, pudo tener influencia en corrientes europeas. Recuerda que en una entrevista que le hizo a MacKenney en 1982, le comentó el impacto que le provocó la cinta italiana Perro Mundo (Mondo Cane, 1962), que fue censurada porque presentaba escenas crudas y estaba orientada a escandalizar a través del morbo. MacKenney no tomó esa parte sexual y morbosa, pero sí el hecho de acercarse a las comunidades sin filtros y con respeto.
En este aspecto, también influyó su amistad con el historiador Luis Luján Muñoz, junto a quien también realizó algunos de sus viajes de exploración por el interior de la República. Es más, Barillas anota, que muchas de las narraciones en el trabajo de MacKenney fueron realizadas por Luján, quien entre otros cargos se desempeñó como director del Museo Nacional de Historia y Bellas Artes, del Museo Nacional de Arqueología e Etnología y del Museo Nacional de Artes e Industrias Populares.
Mientras que en Guatemala Alfredo proyectaba sus documentales sin más pago que la satisfacción de compartir sus imágenes, estas mismas fueron apreciadas por investigadores famosos a nivel internacional. El vulcanólogo polaco Haroun Tazieff utilizó las imágenes de MacKenney en su documental Le Feu de la Terre (El fuego de la tierra, 1994), sobre los volcanes del continente americano.
Barillas cuenta que Alfredo no ganó dinero con sus trabajos cinematográficos y que el único pago en efectivo que obtuvo fue cuando vendió unos minutos de Erupciones en el volcán de Pacaya para una película que se llamaba Látigo contra Satanás. “En la cinta se supone que es el Volcán de Fuego el que está haciendo erupción, porque la acción se desarrolla en La Antigua, pero eran imágenes del Pacaya”, comenta Barillas. En algunas entrevistas, MacKenney refirió que fueron Q500 los que le pagaron por esas escenas.
En los años 80, Alfredo quiso realizar una serie de videos en los que se relatara la historia de Guatemala, que partiera desde el Popol Vuh y llegara a los años 50 del siglo XX. Esto requería un guion, recopilación, selección e integración de distinto tipo de imágenes tanto de sus videos como de otros autores. Llegó a realizar dos videos. Su idea era realizar proyecciones tanto para el público como para escuelas. Sin embargo, ni el público ni las autoridades del Ministerio de Educación de aquel entonces mostraron interés. Así que detuvo el proyecto y solo quedaron los videos del Popol Vuh y la Conquista, anota Barillas.
Sus dioramas fueron colocados en museos, uno de ellos el Museo Nacional de Arqueología y Etnología. Sin embargo, durante el gobierno de Alejandro Giammattei, el Ministerio de Cultura decidió cambiar la museografía, y sin tomar en cuenta el valor patrimonial de estos trabajos, llamaron a Mackenney para decirle que si no se llevaba sus maquetas, quedarían en una bodega. Barillas afirma, que sin duda este hecho pudo molestarle, sin embargo, fiel a su personalidad resiliente, lo tomó con tranquilidad. Se llevó algunas a su casa y otras han sido acogidas por otras entidades como el Museo Popol Vuh.
La misión pendiente
“En la última plática con Alfredo, me contó que las figuritas que parecen en las maquetas fueron elaboradas en Ilobasco, El Salvador”, refiere Barillas. Ahí se realizan unos huevitos que tienen miniaturas que representan posiciones sexuales y a las que se les conoce como “Picardías”. Al ver esto, a MacKenney se le ocurrió que al ser especialistas en miniaturas podían hacer las figuras para colocar en sus maquetas. La investigación de este aspecto es parte del trabajo que Barillas realiza. La hospitalización y posterior fallecimiento de Alfredo MacKenney detuvo momentáneamente el trabajo que ya se había emprendido para el reconocimiento. Sin embargo, existen iniciativas que puedan contribuir a mostrar su legado tanto a nivel nacional como internacional.
Barillas cuenta que el año pasado estuvieron de visita dos especialistas del Instituto del audiovisual de Francia y los llevaron a conocer la colección de Alfredo. “Ellos hicieron recomendaciones para la preservación y se quedaron maravillados”, cuenta Barillas, quien al momento de morir MacKenney, se comunicó con el instituto y espera recibir apoyo para las labores de preservación del material.
Antonio MacKenney, hijo de Alfredo, se encuentra realizando la digitalización de las películas de su padre. Además, Barillas comenta que como miembros de la Red Centroamericana y del Caribe del Patrimonio Fílmico y Audiovisual se encuentran en comunicación con la Fundación del Instituto de Comunicación Social de Cuba y la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano de ese país. “Ellos celebran a final del año el taller Oportunidades y desafíos del audiovisual en el contexto regional, y a partir de la muerte del doctor MacKenney, propusieron hacer una muestra de su trabajo en el taller, en diciembre, en La Habana”, comenta.
Acerca del homenaje que ya se planificaba, tanto la familia, como los amigos y admiradores del MacKenney esperan que siga adelante y se presenten proyectos para continuar preservando y difundiendo su obra.
Un ser excepcional
“Lo conocí en la Cinemateca universitaria, donde Alfredo encontró interlocutores que le ayudaron a restaurar algunas de sus películas y a organizar eventos de su obra fílmica. Mientras hablaba con el grupo, me sorprendió su manera de abordar la vida, sin complicaciones y su manera directa de no tomarse en serio, de burlarse de su forma original de ser cineasta, sin pretensiones, ni poses de artista”, anota Guillermo Escalón, en el documental Laberintos.
El escritor Max Araujo refiere que, MacKenney solía ir al Simposio de Investigaciones Arqueológicas de Guatemala, que recién el viernes concluyó su 37 edición. “Asistía como oyente, para aprender humildemente, porque así era su personalidad”. Afirma que nunca contaba que su abuelo fue inmigrante y un diplomático que construyó una gran mansión en Quetzaltenango.
Guido Ricci dice en la entrevista que Barillas le realizó: “Alfredo no es normal. Anatómicamente no sé cómo está hecho, pero lo único que tiene es corazón… Sigue siendo el niño que siempre quiso saberlo todo”, concluye.
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