El regreso de los recipientes y platos vacíos del fiambre que mi madre había obsequiado y elaborado en casa era el cierre perfecto del ritual de la época, algo emocionante y muchas veces dulce, pues cada plato regresaba, según las costumbre de antes, con una nota de agradecimiento manuscrita con caligrafía impecable, frases cortesanas y educadas, junto a un detallito de comida o pequeño obsequio para agradecer la deferencia, o por “haberse recordado de esta anciana que ya no tiene ni perro que le ladre”, rezaba una de las muchas misivas que leí de niña en la casa del Centro.
Y allí estábamos, en pleno mes de noviembre, perdiendo el sagrado tiempo de vacaciones, sentados en la gradita del zaguán de la casa, esperando el regreso de los platos repletos de sorpresas diversas, deliciosas o ingeniosas, como los pishtoncitos recién salidos del comal rellenos de frijoles, melocotones en dulce con su raja de canela, turrón de miel de abeja bañado de una lluvia de finas almendras tostadas para comer a cucharadas, o las más dulces y anaranjadas mandarinas que enviaba doña Valentina, correspondiente a la última cosecha de su palo de mandarinas que florecía sempiterno en el pequeño patiecito de la casa de la vecindad.
El fiambre se obsequiaba según lista escrita realizada por mi madre días antes, tomando en cuenta, muy especialmente a la familia y almas solitarias, a quienes según su saber y entender las haría felices recibir el suculento plato chapín del día de Todos los Santos.
Era una lista considerable ya que el fiambre se servía en porciones de acuerdo al número de comensales, hasta llegar a las llamadas “soperitas”, para una sola persona, fiambres en miniatura que, aunque pequeños, siempre iban decoradas con la misma parafernalia: su chile chamborote al medio, dos rabanitos tiernos a los lados, sus mechas de pacaya, tiras de chile pimiento, rodajitas de embutidos, sin faltar la lluvia de nieve de queso duro de Zacapa.
Los fiambres viajeros eran montados en las mejores piezas de la casa. Salían de las alacenas y armarios la variada sinfonía de lozas de diversos colores y formas, con variedad de decoraciones y formas, siempre hondos para que los jugos del fiambre no rebalsaran y mancharan el papel trasparente de empaque llamado “de mantequilla”, con el consabido copete retorcido en la parte superior, a manera de cierre. Era condición que los platos no estuvieran desportillados, por ese “modito” tan chapín del “qué dirán”, por eso de mandar un plato roto o rajado.
De aquel intercambio maravilloso de platillos, recuerdo, por ejemplo, una rama floreciente de jugosas guayabas procedente del pequeño jardín de doña Leonor; un ramito de camelias y jazmines del patio de doña Tala, o como en el caso de las señoritas Zebadúa, expertas reposteras, que devolvían la soperita de orillita verde con un dulce de leche “latigoso” que se convertía en la boca en un dulce jarabe celestial.
El retorno del platón de la familia Keahler era el más esperado de la temporada, pues complacía el paladar de la tribu de golosos, repleto de pequeñas golosinas fabricadas por las manos maravillosas de las señoritas que vivían en la Calle de los Árboles: jamoncitos de dulce de leche y zapote, gaznates rellenos de crema, tartaritas de leche, naranjitas, marquesotes y merenguitos tostados de turrón.
La tradición de agradecer el fiambre y otros platillos se practicaba antes, cuando eran los platos de la casa los que engalanaban no solo el fiambre sino todos los manjares que salían de las cocinas caseras a casas ajenas para agradecer, alentar al triste o al enfermo, en tiempos cuando los desechables no habían arrasado con la buena costumbre de devolver lo confiando y agradecer el gesto de cariño, poniendo un pequeñito sazón de dulzura e ilusión al diario vivir.
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