El pasado 29 de agosto, la Academia Guatemalteca de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española, eligió como académico honorario al doctor José Mejía, escritor, lingüista y uno de los estudiosos más relevantes en la actualidad de la literatura guatemalteca fuera de las fronteras patrias.
Me alegró mucho esta decisión de la AGL, porque funciona como un homenaje para alguien que ha dedicado prácticamente toda su vida al estudio de las letras nacionales y cuyo nombre es escasamente conocido dentro del país, a pesar de la importancia de sus escritos. Me alegró, también, porque con Pepe somos amigos, desde hace más de 40 años, cuando nos encontramos en el exilio, durante los tiempos aciagos, e iniciamos una discusión que hemos tenido que interrumpir por la distancia, pero que retomamos cada vez que volvemos a vernos.
Con los años, por supuesto, hemos ido actualizando nombres y referencias, pero la discusión continúa siendo la misma y gira en torno a nuestra pasión común por la literatura guatemalteca. Como todo estudioso, Pepe es una enciclopedia al respecto, y conoce libros y autores que en la actualidad pueden sonar de lo más extraño. A muchos de estos autores los conoció personalmente, así que también es una fuente inagotable de anécdotas y leyendas de esa “Historia íntima de la literatura patria”, como la llamábamos hace algún tiempo.
Muchas de estas anécdotas provienen de su época de librero, cuando junto a Antonio Brañas, ese gran poeta hoy en el olvido, sostuvieron “Homero y Cia.”, una librería casi milagrosa dentro de la aridez cultural de los años 70, que renovó el panorama literario en el país, a fuerza de importar con exquisito criterio lo mejor que se producía en la época. La aventura, como era de esperarse, fue un fracaso comercial, sobre todo porque cuando llegaban las novedades, “la mitad se las llevaba Tono y la otra mitad Pepe, para leerlas en sus casas”, me contó alguien en una entrevista sobre el panorama cultural de aquellos años.
Pepe Mejía hace parte de esa generación de escritores que fue conformándose luego de la caída de Jacobo Árbenz y la intervención de la CIA en 1954, que echó por los suelos una revolución de la cual ellos eran unos de sus mejores frutos. Dada las circunstancias, no les quedó otra que ser contestarios, algunos hasta la radicalidad que, al final, los llevó a la muerte, como el caso de Otto René Castillo y el de Roberto Obregón. Acompañó en su gestación a los poetas de Nuevo Signo: Obregón, Luis Alfredo Arango, Delia Quiñonez, Francisco Morales Santos, Antonio Brañas, Julio Fausto Aguilera, José Luis Villatoro y, luego, se unió al grupo de redacción de la primera época de la revista Alero, de la Universidad de San Carlos, junto a Marco Antonio Flores, Leonel Méndez Dávila, Margarita Carrera, Arnoldo Ramírez Amaya. Un grupo que se amplió con amigos, colaboradores y lectores de la publicación como Ana María Rodas, Luis de Lión, Mario Roberto Morales, Luis Eduardo Rivera, Enrique Noriega et al, conformando así lo que hoy se conoce como Generación de los 70. Entre tanto poeta y narrador, a él le tocó el papel del ensayista, aún si se había iniciado en la vida literaria con el poemario Huésped de mundo, hoy inencontrable. De los 70 datan textos suyos fundamentales para entender la época, como el ensayo sobre los dibujos de El cantar del Tecolote, del pintor Ramírez Amaya.
Luego de unos años en la Ciudad de México, a donde partió en 1974, como becario de la Comunidad Latinoamericana de Escritores, se instaló en París a principio de los 80, que fue cuando nos encontramos, en medio de la incertidumbre del exilio, pero también de esa algarabía provocada por la llegada al poder en Francia de François Mitterrand y de su ministro de cultura Jack Lang, una época providencial en donde libros, películas, montajes teatrales, discos, museos, arte visual, etc. estuvieron al alcance de todos. La biblioteca del Centro Georges Pompidou, llamado Beaubourg, se convirtió en nuestro punto de encuentro y casi en la sala de nuestra casa. Ahí buscábamos, tarde a tarde, libros raros y nos enfrascábamos en lecturas interminables para llenar las lagunas propias de la formación tercermundista.
Con Pepe nos conocimos una noche de tragos y restaurante chino, junto a Luis Eduardo Rivera, Raúl de la Horra, Jacobo Rodríguez y Emilio Carrillo, un amigo antigüeño que en aquel entonces estudiaba medicina. Nos enganchamos todos en una discusión literaria que casi llegó a los puños, pero como ninguno tenía vocación de peleador callejero, preferimos pedir otra botella de vino para bajarle intensidad al asunto y evitar que nos echaran del respetable recinto. Fue uno de los momentos clave de lo que después llamamos el Grupo de la Rue Grenetta y Luis Eduardo lo cuenta con mucha gracia en su novela Soñador de día, velador de noche.
Pepe era el más serio del grupo, el académico, el ensayista, el estudioso, el que estaba a punto de cerrar su doctorado en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, pero esto no impidió que juntos viviéramos aventuras memorables y hasta medio delirantes. Como esos encuentros en casa del poeta salvadoreño Roberto Armijo (una institución, una leyenda), en donde una tarde nos encontramos con Otto Raúl González (otra leyenda) y, luego Pepe, Luis Eduardo y yo estuvimos a punto de dejarlo extraviado en el corazón de Barbès, el barrio bravo de la ciudad.
O aquellas caminatas nocturnas por Nation, su barrio, hablando obsesivamente de Guatemala y metiéndonos en los barcitos árabes de los alrededores, en donde una joven camarera (y apreciable camarada) me introdujo una noche a Cheb Khaled y a los sonidos y cadencias de la música raï. Es decir, en los encuentros con Pepe siempre había algún descubrimiento, algún hallazgo, un libro, una película, una calle, una parte desconocida para mí de nuestra historia nacional. Fue él quien me llevó a leer Ubik de Philip K. Dick, así como los poemas de Francisco Méndez, que él había recopilado junto a Leonel Méndez Dávila.
Muchas de las cosas que me platicó en aquella época se han ido convirtiendo con los años en importantes estudios sobre la literatura latinoamericana, en especial la guatemalteca. Pepe siempre ha tenido una predilección particular por Asturias y participó en el volumen de la Colección Archivos de los cuentos y leyendas del Premio Nobel, con un estudio revelador. Pero su trabajo más importante es la edición crítica guatemalteca de Hombres de maíz, publicada en España por la reconocida editorial Cátedra y en Guatemala por la Universidad de San Carlos.
De sus novelas, yo rescataría Al pie de la colina, un relato sobre esa Guatemala oscura, bajo la dictadura militar, de los años 60 y 70 del siglo pasado. Fue publicada en 1991 por editorial Cultura y la distribución fue nula o escasa. Es una obra que merecería ser reeditada de manera digna, para que pueda llegar a un importante número de lectores. La novela y su autor lo merecen.
La trayectoria de José Mejía, es una trayectoria de entrega a la literatura nacional, una trayectoria reconocida fuera del país, en donde ha merecido altos galardones y honores como la Medalla del Senado Francés en 2021. En Guatemala este tipo de aportaciones a la cultura y al engrandecimiento nacional, no se premian, más bien se rechazan o se menosprecian. Por eso es importante el reconocimiento que le ha otorgado la Academia Guatemalteca de la Lengua, eligiéndolo como miembro honorario, una decisión que honra no solo a este importante escritor y académico, sino también a la institución.
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