No todo lo que brilla es oro

Raúl de la Horra     junio 1, 2024

Última actualización: mayo 31, 2024 8:30 pm
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Seguimos hoy con el tema que me obsesiona, el de la relación y las contradicciones entre las apariencias y la realidad, obsesión que nos come el coco a científicos, poetas, magos, pintores, ciegos y sordos, y a todos aquellos que aspiran a liberarse de la caverna en la que estamos atrapados. Otra metáfora que refleja lo que quiero decir es la que nos susurra que la línea trazada en un papel es solo una apariencia, una sucesión de puntos descontinuos entre los cuales hay distancias y abismos inconmensurables como los que separan un átomo de otro átomo, o una galaxia de otra galaxia, imágenes que nos sirven para relativizar nuestras convicciones o ilusiones simplistas sobre lo que vemos a primera vista, o sobre lo que nos cuentan, o sobre lo que recordamos.

Y, sin embargo, la realidad en su sentido más amplio está constituida por ambas dimensiones: por el mapa y por el territorio, por la persona que observa y por lo observado, por la dimensión de subjetividad del sujeto, y por la objetividad del objeto, además de por la historia, por la sucesión de momentos y narrativas en las que ha habido encuentro entre sujeto y objeto. Contra más rica, concreta y fiel al objeto sea la percepción que lo observa o describe, diremos que es más fiel o consistente la verdad que expresa. De allí que la famosa afirmación “caras vemos, pero corazones, problemas, billetera, salud, no sabemos”, resulta ser una verdad de Perogrullo, pero nuestra vida sería posiblemente un poco más equilibrada y menos retorcida si tomáramos en cuenta lo que esa frase significa para nuestra relación con el mundo, con los demás y con nosotros mismos. Meterse en las zapatillas del otro es siempre la mejor manera de entender su punto de vista y su realidad.  

Todo esto, para sugerir que antes de tragarnos sin reflexionar o sin analizar las supuestas verdades con las que los medios de prensa nos bombardean cada día, sería sano mirar con un ojo escéptico hacia la persona o hacia la fuente que las enuncia, y con el otro ojo, en la medida de lo posible, buscar otras fuentes de información para contrastarlas, pero sobre todo, ir hacia el objeto en cuestión para hacernos una idea directa y personal del mismo. Eso fue lo que hice con la experiencia vivida en la República Democrática Alemana, de la que hablé la semana pasada. En lugar de tomar a pie juntillas todo lo que me había dicho la televisión y la prensa guatemalteca, francesa y norteamericana sobre la vida en los países llamados comunistas, lo que decidí fue ir, ver y experimentar por varios años, lo que en realidad era aquel supuesto infierno, para descubrir que no era exactamente como me lo habían pintado. Los estereotipos y juicios de valor negativos fabricados por la propaganda sobre “hechos históricos” y “verdades políticas” de sociedades, culturas y países, asedian así nuestra existencia al punto de obnubilarnos e impedir que percibamos la realidad detrás de las apariencias, incluso entre aquellos que tienen las mejores intenciones.

La memoria histórica de hechos y de personas ya desaparecidas es quizás el pilar más sólido y legítimo sobre el que descansan las verdades esenciales y la identidad de un país o de una nación. Por eso, una de las estrategias más útiles para idiotizar a los pueblos y subordinarlos consiste en deformar o hacer que borren pasajes enteros de la memoria colectiva, porque entonces no desarrollan los reflejos que les permitirían defenderse de la imposición de mitos y fantasías que poco o nada tienen que ver con la realidad. Esto lo vemos hoy claramente en dos de los conflictos más graves que existen en la arena internacional: el de Ucrania y el de Gaza.

En ambos casos, la tergiversada narrativa difundida por los países occidentales se sustenta en una amnesia cínica y planificada: desconocer voluntariamente el contexto y los hechos que están al origen de lo que acontece. En el caso de la guerra en Ucrania, la consigna es ignorar la expansión de la OTAN a marchas forzadas desde principios del siglo XXI para arrinconar a Rusia, negar los crímenes de guerra de Ucrania contra el Dombass que se cometieron a partir del golpe de Estado organizado en Kiev por los Estados Unidos en el año 2015, y el incumplimiento del gobierno ucraniano de los acuerdos de Minsk.

Y en el caso de Gaza, escamotear la historia de una política de despojo contra los palestinos desde 1948 y la edificación de un ghetto inmenso que constituye la prisión más grande del planeta. Dos problemas que un occidente completamente zombi pretende restregarle al mundo como si hubieran surgido así nomás de un día para otro, sin razón y sin otra explicación que la de ser, tanto los rusos como los palestinos, los malos de la película, los salvajes que van por la vida cortando cabelleras como antes lo hicieron los indios, los mexicanos, los negros, los vietnamitas, los iraquíes, etcétera.  Razón por la cual, evidentemente, hay que exterminarlos, así de simple.

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