En 1958 se publicó póstumamente la novela “El Gato Pardo” de Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957); la que pronto se hizo acreedora al Premio Straga, el más prestigioso premio literario de Italia. Tras haber sido rechazada por varias casas editoriales en vida del autor, la novela se volvió un instantáneo “best seller” tras su publicación y se consideró por la crítica como “una de las mejores novelas de la literatura italiana” y según el periódico inglés The Guardian (en 2012), “una de las diez mejores novelas históricas del mundo”. La novela fue llevada al cine en 1963 por Luchino Visconti, con Claludia Cardinale, Alain Delon y Burt Lancaster, como principales protagonistas. Ahora, con el título de “El Leopardo”, Netflix la está distribuyendo como una bien lograda “serie corta” (de seis capítulos) a través de su red. La novela se refiere a cómo enfrenta una familia noble de Sicilia los cambios sociales y políticos derivados del “Resurgimiento” y en particular, los derivados de las presiones republicanas de los seguidores de Giuseppe Garibaldi, el revolucionario italiano. En la novela, existe una tensión entre la postura pragmática, entre cínica y acomodaticia, del consentido sobrino del patriarca de la familia (Tancredi) y aquel viejo patricio (el príncipe Fabricio), reacio a aceptar las realidades de un mundo que se derrumba a su alrededor. En una escena que define esa tensión, el viejo patriarca le reclama a su sobrino que marche a unirse con las tropas de Garibaldi, tras haberlo rescatado -con onerosísima “mordida” y a última hora- del pelotón de fusilamiento, sabiendo que eso implicará que, al triunfo de la revolución, les quiten títulos y tierras. El sobrino riposta con la frase que hizo famosa a la novela: “… es que… hay que cambiar todo, para que nada cambie” …y se une, otra vez, a la revolución. Al final de su vida (y de la película) don Fabricio reconoce que, aunque han triunfado los aires republicanos, gracias al cinismo de su sobrino, ahora su familia forma parte del “nuevo orden”, aunque siga él, en lo individual, aferrado a sus viejas costumbres. Así, conservó sus tierras, aunque no pudo impedir otros cambios políticos y sociales que afectan a sus herederos, quienes, por cierto, ya no tienen “la talla” del viejo patriarca. Amargado, reconoce también que, en consecuencia, tiene que convivir con nuevos actores sociales (los rufianes cínicos y venales que a partir de entonces gobiernan a la nueva Italia) y que no encajan con aquel mundo en el que él surgió y del que ahora ya sólo le queda añorarlo…
El asunto viene a cuento porque en la Guatemala de hoy, muchos entre “la mayoría de la minoría” reproducen esa terca e históricamente repetitiva reacción al cambio. Son los que prefieren seguir con gobiernos encabezados por funcionarios corruptos, pero “anticomunistas”, que arriesgarse a considerar la posibilidad de un gobierno auténticamente democrático, que pueda conducir a “reformas peligrosas”. Son los que dicen que el gobierno de Arévalo “es el peor de la Historia”. Los que le dan crédito a cualquier chisme y magnifican cualquier resbalón, para acrecentar su campaña de desprestigio contra un gobierno “usurpador”, “inútil” y dizque “ladrón”, al que -sueñan- “hay que derrocar”. Porque en el fondo, lo “sienten” muy izquierdista. Pero como ha pasado antes en diferentes latitudes, más tarde o más temprano se verá que los cambios que hoy apenas empiezan son, a la larga, inevitables, para lograr un capitalismo políticamente viable. Aunque en algunos lugares (como lo fue en la Europa Occidental) estos procesos acontecen en menor tiempo y a menor costo que en otros (como, por ejemplo, en el antiguo Imperio Austrohúngaro y en la Rusia zarista, donde la terquedad de las élites se resistió a las reformas liberales, hasta servirles en bandeja de plata la vanguardia del cambio a los bolcheviques). Estos procesos de cambio, pues, son más lentos y más onerosos, para todos, particularmente en aquellas sociedades cuyas élites, como las nuestras, se aferran a salvar lo insalvable, a oponerse a cualquier avance, a defender lo indefendible…
Sobre la base de un análisis de los resultados electorales históricos de las últimas tres elecciones, se puede colegir que en Guatemala hay entre un 10 y un 15% del electorado que se posiciona, consistentemente, en “la extrema izquierda”; y entre un 15 y un 20% en “la extrema derecha”. Consiguientemente, al otro 70%, moderado, pero voluble, el régimen lo tiene que dividir, engañar o asustar, para que la minoría ultraconservadora siga en el ejercicio del poder real. En las elecciones del 2023, las disputas entre facciones conservadoras por el disfrute de las mieles del poder les impidieron ver el surgimiento de un nuevo consenso en “el centro” y por eso, perdieron el Ejecutivo; aunque un sistema político diseñado para proteger sus intereses, les permitió conservar el Legislativo y el Judicial, desde donde le han hecho la guerra permanente al nuevo gobierno, incluso desde antes de que estos ingenuos novatos asumieran el poder. Por todo ello, el “pacto de corruptos” (pdc) hoy une fuerzas, buscando más allegados. Para volver al pasado. Para recobrar, todo el poder. Primero en la agenda: desprestigiar a este gobierno que no responde a su lógica política; si posible, hasta el punto de hacerlo caer. Para que no se imagine el pueblo que realmente puede tener un gobierno mejor a lo que tradicionalmente hemos tenido. Por eso, la feroz acometida mediática dirigida a la “mayoría de la minoría”, sobre todo a su propia minoría disidente, “la burguesía esclarecida”. Para “reclutarlos” mental y emocionalmente. Siendo que no hay mayores “excesos socialistas” que señalar, hay que evidenciar otros “escándalos”. Por ello, aquello de crear caos y culpar al gobierno. De conspirar para que nada avance. El propósito es reclutar -con engaño- a la estructura informal de liderazgo de la nación, esa, que, con su autoridad moral, usualmente termina determinando el rumbo que toma el moderado 70%. Así es, ciudadano: de aquí al inicio de las próximas elecciones, habrá una campaña inmisericorde para pintar al actual gobierno -y a cualquier opción política que pretenda surgir no-alineada al régimen- como la encarnación o la heredera de un gobierno “usurpador” (que “se robó las elecciones”), “inepto” (que no logra hacer nada, sin decir que es sobretodo porque sigue maniatado por las mafias incrustadas en el Ejecutivo y por las de los organismos Legislativo y Judicial) y por supuesto, “chairo” (solapadamente “comunista” e interesado en “volver hueco a tus hijos”, en “destruir a la familia”). El propósito es convencernos de que con alguno de los ya conocidos rufianes -ladrones, pero “anti-comunistas”- retornaremos a una “normalidad” en la que quizá seguirá habiendo “algo” de corrupción (“imposible erradicarla, mano; hay que ser realistas”), pero en la que habrá, por otra parte, “negocio para todos”…
Y, sin embargo, nos increpa una realidad en la que tras doscientos años “de independencia”, la mayoría de la población sigue sin acceso decente a hospital, a escuela, a techo y a futuro…
Una realidad que nos dice que hemos sido incapaces de hacer una república de todos los ciudadanos y que consecuentemente, no tendemos ni a la estabilidad ni a la paz social. Cosa que se agravará ahora que el escape de la emigración estará cada vez más difícil. Una realidad provocada desde que nuestra élite original prefirió partir a la Patria Grande en siete pedazos que perder sus privilegios en el comercio exterior. Porque el 90% de los últimos dos siglos el pensamiento inmovilista, ese que se niega a arriesgarse a cambiar, nos ha tenido aherrojados a nuestra pesada herencia colonial. Porque hay que conservar este “paraíso” (¿fiscal?) de unos pocos, aunque la mayoría siga sin posibilidad de esperanza en un futuro mejor…
Esa realidad no es inmutable, ciudadano. Todas las sociedades del primer mundo llegaron a la prosperidad pacífica cuando lograron desmantelar sus estructuras feudales tradicionales. Construyendo deliberadamente grandes clases medias, a través del proceso político. Ninguna llegó al progreso primermundista, “dejando todo igual”, “castrando al Estado”, por vía exclusiva de “la mano invisible”. Cosa difícil de aquilatar, lo concedo, en un momento en el que en todo el primer mundo se registra un resurgimiento del pensamiento autocrático, pero eso es lo que registra la Historia… De manera que hay que prepararse para reconstituir el consenso en el centro, ciudadano. Todos los genuinamente demócratas, dejando al margen nuestras diferencias, debemos encaminarnos a enfrentar el predecible intento del “pdc” por recobrar todo el poder. No es momento para estar propiciando prematuras y divisivas candidaturas. Es momento de recordarle al actual gobierno que debe salir de su percibida parálisis y ejecutar. Es momento de darle forma y contenido a una evolución en dirección a la auténtica república democrática, descalificando la terca, inmoral y repitente intentona golpista. Y dentro de las opciones para los auténticos demócratas, la más realista es impedir que a este gobierno lo hagan fracasar. Porque, aunque sea un Ejecutivo aislado, tiene todo el peso de lo que en el Norte llaman “la incumbencia”, el control de las chequeras y las pistolas. Eso sí, frente a unas élites dispuestas a casi cualquier cosa con tal de que nada cambie, el gobierno debe atreverse a gobernar. A ejercer sus facultades, a utilizar su chequera, a blandir su legítimo poder. Y no debe olvidar la implacable máxima de que el “poder que no se ejerce, se pierde»…
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