El Ministerio Público (MP) de Guatemala ha sido objeto de intensos debates en torno a su autonomía e independencia, especialmente después de las reformas legislativas de 2016. Estas discusiones giran en torno a la capacidad del presidente para destituir a la fiscal general (FG) y la interpretación del artículo 251 de la Constitución Política de la República. Este breve análisis constitucional examinará los cambios legislativos, las interpretaciones conservadoras y la argumentación sobre la naturaleza del MP como institución auxiliar de la administración pública.
Antes de 2016, el proceso de selección de FG involucraba comisiones de postulación que evaluaban a los/as candidatos/as y enviaban una lista al presidente de la República, quien tenía la potestad de nombrar al/la FG. Asimismo, el presidente podía destituir al/la fiscal general sin restricciones legales significativas, lo que otorgaba al Ejecutivo un control considerable sobre el MP.
La potestad del presidente para destituir al/la FG generaba preocupaciones sobre la independencia del MP, ya que la posibilidad de remoción discrecional podía influir en la actuación del FG y, por ende, en la persecución penal. La necesidad de fortalecer la autonomía del MP llevó a reformas legislativas destinadas a limitar la injerencia del Ejecutivo.
En 2016, se promulgó el Decreto 18-2016, que reformó la Ley Orgánica del Ministerio Público (LOMP). Uno de los cambios más significativos fue la modificación del artículo 14, que regula la remoción del/la FG:
“Artículo 14. Remoción. El Presidente de la República podrá remover al Fiscal General de la República, por causa justificada debidamente establecida. Se entenderá por causa justificada, la comisión de un delito doloso durante el ejercicio de su función, siempre y cuando haya sentencia condenatoria debidamente ejecutada.”
Esta reforma establece que el presidente solo puede destituir al FG si existe una sentencia condenatoria firme por un delito doloso cometido en el ejercicio de sus funciones. Esto dificulta considerablemente la remoción del/la FG, ya que requiere un proceso judicial completo y una sentencia ejecutoria. Con un sistema de justicia totalmente corrupto y cooptado y absolutamente triangulado con el Pacto de Corruptos en el Congreso y con la Corte de Constitucionalidad, esto es más que imposible de lograr.
Es obvio que la reforma buscaba proteger al/la FG, particularmente a Thelma Aldana, de presiones políticas por parte del gobierno de Jimmy Morales y garantizar la continuidad de las investigaciones penales, sobre todo las que se estaban llevando a cabo con ayuda de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) sin interferencias de un Ejecutivo que estaba cada día más cerca de ser también investigado. Por ello la reforma restringió la capacidad del presidente para intervenir en el MP, todo justificado con la muy razonable noción de promover la separación de poderes y la autonomía institucional. Sin embargo, en un sistema judicial con problemas de corrupción y cooptación, lograr una sentencia condenatoria firme contra el/la FG puede ser extremadamente difícil, lo que obviamente impide también acciones necesarias y urgentes en casos de mala conducta o flagrante violación del derecho mismo.
Medios y comentaristas conservadores, como Prensa Libre y Aquiles Fallace, han interpretado el artículo 251 de la Constitución en base a una doctrina autoritaria y conservadora que, en el momento histórico presente de Guatemala, está siendo instrumentalizada para fortalecer la independencia absoluta del MP y su batalla contra el poder ejecutivo y la ciudadanía que lucha por cambios democráticos:
“Según lo establece el artículo 251 de la Constitución Política de la República, el MP es una institución independiente y autónoma, lo cual quiere decir que el MP no está subordinado a ninguno de los tres poderes del Estado, incluido el Ejecutivo, por lo que el mandatario no puede interferir en las funciones de dicho ente, ni obligar a la Fiscal General a acudir a una citación, así como imponer directrices que interfieran en su labor.”
Veamos esta interpretación de modo cuidadoso. En primer lugar,sostiene que el MP no está subordinado a ninguno de los poderes del Estado, lo que implica una autonomía total, no solamente procesal, dentro del Estado. En segundo lugar, bajo esta lectura el presidente no puede requerir la comparecencia del/la FG ni intervenir en casos de flagrante violación de la ley o persecución judicial indebida. Finalmente, en tercer lugar, pero mucho más serio que los puntos anteriores, esta interpretación ultraconservadora efectivamente sitúa al MP como un poder independiente, similar a un cuarto poder del Estado, algo no previsto ni definido en la Constitución. Y es en este sentido preciso que la absolutización o el despotismo fiscal del Ministerio Público es producto de su conversión antidemocrática en un cuarto poder del Estado con autonomía e independencia absoluta incluso en los casos más atroces de violación contra el debido proceso y los equilibrios del Estado mismo. De hecho, esta conversión del MP en un cuarto poder despótico del Estado y de Porras en su máxima dirigente significa, ni más ni menos, el establecimiento de una dictadura fiscal.
Seamos constitucionalmente claros en cuanto a esto. El artículo 251 de la Constitución Política de Guatemala establece:
“El Ministerio Público es una institución auxiliar de la administración pública y de los tribunales con funciones autónomas, cuya finalidad principal es velar por el estricto cumplimiento de las leyes del país.”
En primer lugar, el MP está claramente definido como una institución auxiliar de la administración pública y de los tribunales, lo que indica una función de apoyo y colaboración dentro del Estado. En segundo lugar, estamos hablando de autonomía procesal, es decir, la autonomía se refiere a sus funciones específicas en la persecución penal y la aplicación de la ley, no a una independencia absoluta en todos los aspectos y a expensas de los equilibrios, pesos y contrapesos, del Estado. Por tanto, en tercer lugar, siendo auxiliar de la administración pública, el MP debe mantener una relación de coordinación con los demás poderes, incluido el ejecutivo, dentro del marco constitucional. La rendición de cuentas debe ser inherente al carácter democrático de esta institución dentro de la arquitectura del Estado constitucional y de ninguna manera puede el MP utilizar su autonomía e independencia procesal para eximirse a sí mismo de dicha función.
Si vamos a hablar de balance de poderes entonces debemos hablar en serio de ello. La autonomía procesal del MP no debe confundirse con una independencia total que lo sitúe fuera del sistema de pesos y contrapesos establecido por la Constitución. La FG debe ser responsable y rendir cuentas en casos de mal desempeño, abuso de poder o flagrantes violaciones dolosas del debido proceso o de la Constitución misma, y el presidente debe tener mecanismos claros, idóneos y efectivos para asegurar el cumplimiento de la ley. Si el MP le ata las manos al presidente en casos en los cuales el MP está flagrantemente violando el derecho o el debido proceso, el presidente resulta inhabilitado en su función constitucional por velar que se cumpla el imperio de la ley (Art. 153, CPRG). Porque ¿cómo puede el presidente efectivamente “cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes” (Art. 183 a, CPRG) si el MP se yergue como un poder por encima de la presidencia o con autonomía e independencia absoluta de la misma? ¿Cómo es posible hacer esto en medio de mecanismos institucionalizados que garantizan la impunidad?
Toda interpretación que otorgue independencia absoluta al MP, particularmente en el contexto histórico presente, es parte de una estrategia de restauración total que busca negar las demandas ciudadanas que surgieron del estallido social de 2015, sabotear un proyecto de democratización del Estado que floreció concretamente en 2023, consolidar la falta de control y rendición de cuentas y proteger abusos legales, incluyendo toda una estrategia dolosa de parlamentarismo negro, guerra jurídica y conspiración golpista (lo que hemos llamado la “vía peruana” para Guatemala) contra el gobierno de Arévalo y Herrera. Todo esto en base a un supuesto impedimento constitucional que imposibilita cualquier intervención efectiva y contundente para detener esta infamia.
La Constitución guatemalteca claramente establece tres poderes del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. El MP, al ser una institución auxiliar, no constituye un poder independiente dentro de la arquitectura constitucional del Estado. Su autonomía e independencia se refieren, estrictamente hablando, a cuestiones de investigación y proceso.
Recordemos que el MP es el ente encargado de la persecución Penal y, como tal, dirige la investigación de delitos y ejerce la acción penal pública. Igualmente, el MP asegura que las leyes sean aplicadas de manera estricta y justa. El MP también colabora con el Poder Judicial en la administración de justicia, algo que en el contexto presente de Guatemala es parte de la triangulación de intereses corruptos. El MP tiene libertad para ejercer sus funciones sin interferencia indebida, especialmente en la investigación y persecución de delitos. Pero nada de esto significa que el MP esté afuera o por encima del marco constitucional y exento de los controles y las responsabilidades inherentes a su papel auxiliar dentro del Estado. Argumentar a favor de esa postura ultraconservadora es terminar de resquebrajar el ya muy podrido cascarón constitucional que todavía queda en Guatemala y que la nueva primavera ha sido hasta el momento incapaz de rejuvenecer.
Es esencial mantener un equilibrio que permita al MP ejercer sus funciones con autonomía, independientemente de los vaivenes ideológicos de la presidencia, pero también es esencial garantizar que exista responsabilidad, mecanismos de control y rendición de cuentas para prevenir abusos o violaciones flagrantes del debido proceso o del proyecto constitucional mismo. Esa es la gran responsabilidad que tiene una posible reforma coherente y responsable a la LOMP.
Aunque la reforma de 2016 limita la remoción de la FG, es necesario y urgente considerar de nuevo mecanismos que permitan actuar en casos de obvios delitos dolosos, pero sin depender exclusivamente de una sentencia condenatoria. La FG debe servir, como ocurre con otras/os ministros/as de gobierno, porque el presidente la nombra y el presidente debe tener la potestad para su destitución. El MP debe estar sujeto a controles institucionales que aseguren su funcionamiento dentro del marco legal y constitucional del Estado y de ninguna manera erguirse por encima de todo ello como si fuera un cuarto poder del Estado.
Como lo estamos viendo en el momento presente en Guatemala, la doctrina de una independencia absoluta con falta de rendición de cuentas sirve para justificar una guerra jurídica espuria contra operadores de justicia, periodistas, activistas y ahora también funcionarios/as o exfuncionarios/as del gobierno de Arévalo-Herrera. El hecho de que esto está ocurriendo ha sido ya cuidadosamente comprobado y documentado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y más recientemente confirmado durante la visita que hizo a Guatemala entre el 22 y el 26 de julio de 2024. La CIDH también ha corroborado y señalado la injerencia del MP en el proceso electoral 2023 y su intento claro por revertir los resultados de las elecciones generales de 2023 y destituir al presidente Arévalo y la vicepresidenta Herrera. Estos comportamientos claramente antidemocráticos y sediciosos del MP representan comportamientos fuera de control, sin ninguna supervisión efectiva, que hacen posible prácticas criminales y flagrantemente dolosas.
En todo momento debemos recordar que la transformación efectiva y práctica del MP en un “cuarto poder” del Estado no está para nada previsto en la Constitución y, al incurrir en semejando acto doloso de quebrantamiento constitucional, Consuelo Porras ha efectivamente alterado el equilibrio diseñado por los constituyentes en 1985. Eso basta y sobra para su destitución inmediata.
El debate sobre la autonomía e independencia del Ministerio Público en Guatemala requiere, por tanto, una interpretación cuidadosa del artículo 251 de la Constitución y las leyes complementarias y una reforma consecuente con el texto constitucional. Reconociendo al MP como una institución auxiliar de la administración pública con autonomía funcional, es fundamental distinguir entre independencia en la aplicación de la ley y funcionamiento dentro del Estado.
La reforma de 2016, aunque buscaba fortalecer la independencia del MP, ha generado desafíos prácticos al dificultar la remoción de la fiscal general incluso en casos de conducta claramente dolosa y criminal que, en el peor de los casos, ha resultado en actos obviamente sediciosos y violación flagrante del texto constitucional mismo. En el proyecto de reforma a la Ley Orgánica del MP que circula en el legislativo, por tanto, es necesario equilibrar la autonomía del MP con mecanismos efectivos de control y rendición de cuentas para garantizar que cumpla su función esencial de velar por el estricto cumplimiento de las leyes sin exceder los límites constitucionales y, mucho menos, sin pretender ser un cuarto poder del Estado capaz de imponer una dictadura fiscal.
El Presidente de la República, como representante del Ejecutivo, debe tener la capacidad de intervenir en casos justificados, en casos que representan delitos dolosos como los que ha cometido Consuelo Porras durante todo el ejercicio de su función desde su nombramiento ilegítimo en 2018 hasta el presente. Decimos nombramiento ilegítimo porque, debido al hecho de haber plagiado su “tesis doctoral”, nunca debía haber sido seleccionada por las Comisiones de Postulación y ya debería haber sido destituida y su falso título revocado solo sobre esa base. Pero hablo de delitos dolosos porque desde 2023 ha venido intentando cancelar los resultados electorales, orquestar un golpe y destituir y criminalizar al presidente y la vicepresidenta, empleando medios infames como el arresto, prisión y tortura psicológica durante noventa días que llevó a la “aceptación de cargos” por parte de Ligia Hernández, la exdirectora del Instituto de la Víctima y exdiputada de Semilla (2020-2024); también, más recientemente, el allanamiento de las viviendas y secuestro de pasaportes del intachable, pero ahora exministro de Comunicaciones Félix Alvarado. Todo esto como parte de un espurio “Caso Corrupción Semilla” a cargo de la Fiscalía Especial Contra la Impunidad (FECI), adscrita al Ministerio Público (MP) y dirigida por el irredimible de Rafael Curruchiche.
Es el presidente quien tiene el mandato constitucional de asegurar el correcto funcionamiento del MP dentro del Estado y el MP, a su vez, tiene el mandato constitucional de ser “una institución auxiliar de la administración pública y de los tribunales con funciones autónomas, cuyos fines principales son velar por el estricto cumplimiento de las leyes del país”, en todo caso respetando la idea o el proyecto del Estado de derecho y los principios democráticos más básicos. Por supuesto que nada de esto implica una interferencia indebida, sino el ejercicio de responsabilidades constitucionales otorgadas específicamente de modo que el presidente pueda mantener el equilibrio y la integridad institucional y velar por el cumplimiento de la ley. Dado que la Constitución no ha sido enmendada, en el momento presente esto queda a discreción del presidente. Pero es justamente esto lo que la doctrina del absolutismo fiscal quiere negar.
Es pues esencial distinguir entre la autonomía procesal del MP en la persecución penal y su función constitucional como parte del aparato estatal. Una interpretación o doctrina ultraconservadora que lo sitúe como un poder completamente independiente contraviene el diseño constitucional actualmente vigente y está contribuyendo a generar casos espurios de persecución judicial, fortaleciendo la estrategia de guerra jurídica y parlamentarismo negro que busca una destitución ilegal del gobierno y consolidando con todo esto un proyecto político que he llamado restauración total. La oportunidad que todavía – aunque a duras penas – existe en el momento presente en Guatemala, una oportunidad abierta por el estallido social de la ciudadanía en 2015 y que culminó con la elección sorpresiva de Arévalo y Herrera, implica un cierto espacio para reconstruir un Estado de derecho con instituciones autónomas, pero también responsables y sujetas a mecanismos de control y rendición de cuentas que eviten abusos y garanticen el cumplimiento efectivo de sus funciones en beneficio de la ciudadanía.
Debido a las reformas de la Ley Orgánica del Ministerio Público (LOMP) de 2016 y a un equipo de asesoría legal y política que ha sido completamente superado por la infame astucia de Porras y su propio equipo de “Darth Vaders”, así como por sus tendencias institucionalistas y formalistas, sus ahora evidentes debilidades ideológicas y falta de experiencia política, además de un manifiesto déficit de audacia política, el presidente Bernardo Arévalo no ha podido contrarrestar la estrategia restauradora del Ministerio Público (MP). Es evidente que Arévalo no ha tenido la capacidad (ni el deseo de articular dicha capacidad) de estar a la altura histórica que el momento político presente requiere y demanda. Rodeado de un círculo de personas que le sirven de espejo y donde el presidente se ve complacientemente reflejado pero pobremente asesorado, Arévalo no parece tener la habilidad política para cumplir el mandato ciudadano de poner fin al régimen de Porras y a la corrupción, para el cual fue sorpresiva pero democráticamente electo en 2023, ni la capacidad para articular un proyecto político más amplio, rupturista y transformador como ha sido demandado, por ejemplo, por la resistencia indígena y comunitaria. El riesgo de todo esto es que, si Arévalo no actúa, estamos ante una posible destitución y persecución legal que es el objetivo inmediato del proyecto de la restauración total, todo con carácter espurio y a un plazo no muy lejano. Más allá de esto, estamos ante el cierre permanente de cualquier posibilidad de transformación democrática para el país que desafíe los esquemas reaccionarios del Pacto de Corruptos.
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