Saber pedir disculpas

Raúl de la Horra     septiembre 28, 2024

Última actualización: septiembre 27, 2024 7:21 pm
Raúl de la Horra

Vaya lío el que se ha armado en España por el hecho de que la recientemente elegida Presidenta de México (escribo “Presidenta” porque es la forma más utilizada en América), Claudia Sheinbaum, decidió no invitar al Rey de España, Felipe VI, para asistir a la toma de posesión de su presidencia este primero de octubre, un mes emblemático para los dos países, porque el 12 se conmemoraba antiguamente el famoso “Descubrimiento de América” que los españoles convirtieron en su fiesta patria nacional.

Y bueno, la señora Sheinbaum no lo invitó porque hace cinco años Andrés López Obrador (Amlo),  entonces Presidente de México, le propuso por correo al Rey realizar una serie de encuentros para definir conjuntamente las modalidades de una posible ceremonia pública el día de la investidura (de Amlo), cada uno como jefe de Estado de su país, y pedir perdón a los pueblos indígenas de México y de América por los maltratos y crímenes cometidos tanto en la época de la conquista y colonización, como durante el período moderno, cosa que ya se ha hecho por otros jefes de Estado respecto a sus antiguas colonias o a sus respectivos países, como es el caso de Canadá, Australia, Bélgica, Francia, Alemania, y hasta del Papa Francisco.

El caso es que el Rey Felipe VI y su cohorte de servidores y empleados consideraron dicha demanda como una falta de respeto que ofendía la dignidad de la corona española, así que, en buen estilo absolutista, decidieron no dar ninguna respuesta, ni verbal ni escrita, a esa propuesta tan estúpida (no lo expresaron así públicamente, pero lo pensaron). Sin embargo, no faltaron los famosos exégetas y saltimbanquis del reino y otros dilectos intelectuales tanto españoles como iberoamericanos, calificando a Amlo de loco, de imbécil y otras lindezas, por haber expresado semejante idea.

Según estos saltimbanquis de pensamiento lineal, pedir perdón o disculpas por algo que sucedió hace quinientos años no tiene sentido alguno, pues sería como si España les pidiera ahora cuentas a los cartagineses, romanos, godos y árabes por haber invadido Iberia en distintas épocas de la antigüedad. Además, estos españoles –visto el asunto desde el punto de vista ingenua o tontamente español- están convencidos de que lo que hicieron en América fue llevar la civilización occidental, inculcar el evangelio, exterminar los sacrificios humanos, eliminar los taparrabos, construir iglesias, escuelas y hospitales, urbanizar las ciudades y extraer alguno que otro mineral de interés público y privado, todo lo cual es cierto. Y es cierto también que el Rey otorgó entonces a los indios el estatus de personas con alma, transformándolos así en súbditos de la misma categoría jurídica que el resto de los españoles, pero habiéndolos despojado de sus tierras, habiendo diezmado las poblaciones por enfermedades y habiéndolos hecho trabajar de sol a sol en los asentamientos, actos que podrían hoy ser considerados como crímenes de guerra.

El problema de fondo de todo este malentendido no es la incapacidad de los españoles de antaño para entender a los “otros”, es decir, a los súbditos y esclavos de aquellas colonias (perdón, es cierto que no eran “colonias”, sino que se trataba de la España misma en persona asentada en territorio americano), ya que ellos actuaban de acuerdo a la cultura, las costumbres y las ideologías de la época. El problema real es que hoy, a inicios del siglo XXI, los ciudadanos que califican de absurda e inexplicable la propuesta de Amlo (como lo hizo esta semana Pedro Sánchez, Presidente de España, para justificar su decisión de no asistir a la ceremonia de toma de posesión por solidaridad con su Rey) muestran una ceguera y una incapacidad típicamente eurocéntrica de entender la situación hispanoamericana en su profundidad histórica, social y psicológica.

Primero, en términos generales, para Europa el tiempo es lineal, plano y aristotélico, y lo que pasó hace 500 o 400 años, sucedió hace muchísimos siglos en un tiempo ya completamente disecado, razón por la cual no tiene sentido estar contemplando la historia por el retrovisor, hay que ver hacia el futuro, pues el capitalismo exige avanzar rápido y no perder el tiempo desenterrando cadáveres aquí ni allá, actividad que no es productiva y que no hace sino remover heridas y conducirnos a confrontaciones inútiles.

En cambio, en América Latina, como en muchas otras regiones del planeta en Asia y África, tanto la historia objetiva como la subjetiva no es lineal y va mucho más lentamente, semejante a los cambios sociales y psicológicos que se desenvuelven en forma de espiral. Particularmente para los indígenas, el ayer y el antes de ayer es todavía el presente, y el espacio y el tiempo no lo perciben en concreto y en acero inoxidable, sino en adobe y paja, percepción que inevitablemente también impregna en gran medida a las culturas americanas no indígenas. Los muertos de hace 500, 400, 100, o 50 años, de alguna manera nos acompañan e interpelan y están vivos en nuestros corazones, navegando en la memoria de la historia y de la Historia. Lo mismo pasa con la percepción del espacio: allí donde hace cien años había una ceiba (árbol gigante), pero hace cincuenta la destruyeron para construir un edificio, nosotros muchas veces seguimos ubicando el edificio “allí por’onde la ceiba”, aunque ésta, físicamente, ya no existe, fenómeno que alguna vez debió también existir en Europa, antes de la vertiginosa hiperindustrialización.

Sobre cuestiones relacionadas con la circularidad de la realidad, buena parte de los españoles parecen estar incapacitados para entenderlas al no haber viajado o vivido en otros países, al no haberlas estudiado en la escuela y al haber perdido el sentido de la observación, enjaulados como lo están en sus trenes rápidos, en sus prisas, en su hablar acelerado y sonoro, en sus disonancias y cabreos, empantanados en la soberbia y los prejuicios, y en su incapacidad para desarrollar empatía por aquello que es diferente. Yo, que también soy hijo de españoles, pero nacido en Guatemala, cuando le hablo con acento latino lentamente a un español, enseguida lo veo fruncir ligeramente el ceño como diciendo “¿qué coño está tratando de decirme?” Les cuesta captar, eso se ve, lo sabemos e incluso nos reímos, pero como somos educados, no lo manifestamos con los mismos registros cognitivos y lingüísticos que ellos.

Si en una pareja es fundamental aprender a escuchar a la otra persona, y es importante validar lo que dice (aunque no estemos de acuerdo con lo que dice, pero no tiene sentido mandarlo a freír espárragos sin más), lo que significa reconocer las injusticias y el sufrimiento que dice experimentar o haber experimentado, todo ello para establecer un diálogo en el que las disculpas pueden abrir realmente un espacio a la comunicación y el entendimiento, si esto es importante y funciona en una pareja, tanto más lo es y puede funcionar entre dos culturas, dos Estados o dos países, como es el caso entre México y España.

Las disculpas pueden entonces ayudar a construir confianza, pueden abrir la puerta para hacer los necesarios esfuerzos y sensibilizar a las generaciones actuales sobre la historia y las injusticias. Sin embargo, el impacto de las disculpas también depende de su sinceridad, del contexto en el que se realizan y de las acciones que se tomen posteriormente para abordar las consecuencias de esas injusticias.

La responsabilidad principal de este desencuentro entre países como el actual entre México y España, reside en la presunción del más fuerte (un eximperio, para más lujo) de ser poseedor de la correcta mirada, de la correcta interpretación y de la pretensión de seguir dando las únicas o mejores lecciones civilizatorias. Allí residen los parásitos y gusanos que, a la larga o a la corte, llevarán a ese país a su propia destrucción, como ya le está sucediendo a la potencia más poderosa, narcisista, individualista, agresiva, miope y sorda del planeta.       

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