La amenaza de bloqueos y movilizaciones recientemente anunciada por parte del Sindicato de Trabajadores de Salud de Guatemala en demanda de aumentos salariales no es un caso aislado, sino el síntoma de una enfermedad crónica en la administración pública: la captura del Estado por intereses sindicales que operan al margen de toda racionalidad económica y de los intereses de la ciudadanía a quienes debería servir. Años de negociaciones opacas y pactos colectivos irresponsables han convertido a la burocracia estatal en un monstruo financiero que cada día consume más recursos, sin que se traduzcan en mejoras concomitantes en la calidad de los servicios que prestan.
La estructura de incentivos dentro del sistema de negociación colectiva estatal está diseñada para premiar el chantaje. Los funcionarios y políticos que a lo largo de los últimos años se han sentado en la mesa de negociaciones con el sindicalismo público no son quienes, finalmente, sufren las consecuencias financieras de sus decisiones y de la ausencia de resultados valiosos producto de esas negociaciones. Con tal de evitar conflictos o ampliar su capital político, políticos y funcionarios de turno han estado dispuestos a conceder cualquier concesión y granjería, sin importar su impacto sobre las finanzas públicas y sin demandar mejora alguna en el desempeño de los burócratas. Es así como, cada nueva renegociación de los pactos colectivos de condiciones de trabajo con los sindicatos del Estado se convierte en una subasta de favores financiada con el dinero de los contribuyentes.
Las conclusiones del informe «La Amenaza de los Pactos Colectivos en el Sector Público» del Centro de Investigaciones Económicas Nacionales (CIEN), de 2014, siguen teniendo tanta, o más, validez que antes. Este estudio confirma que tales acuerdos laborales casi siempre terminan en concesiones desproporcionadas y sin vinculación con el desempeño laboral. Además de introducir importantes limitaciones en la contratación de personal idóneo, varios de los principales pactos colectivos con el sindicalismo público priorizan criterios arbitrarios de selección de nuevas contrataciones sobre la meritocracia. También incluyen una miríada de beneficios en términos de días de asueto, vacaciones, bonificaciones y otras prebendas que superan lo que la inmensa mayoría de trabajadores reciben en otras ocupaciones, sin conexión alguna con la productividad de los trabajadores.
Es este perverso esquema el que permite al sindicato de salubristas actuar como un grupo de presión corporativista cuyo único objetivo es maximizar los privilegios de su cúpula. No importa que los hospitales públicos carezcan de medicinas, insumos o equipos; lo esencial es garantizar aumentos salariales y beneficios adicionales a costa del pueblo. El problema de fondo de estas negociaciones es que los compromisos adquiridos bajo tales condiciones son irreversibles. Se convierten en una deuda perpetua que los ciudadanos deben pagar, sin haber sido consultados, sin haber pasado por el Congreso y sin ningún mecanismo de rendición de cuentas. En un país donde los recursos son limitados y las necesidades son muchas, cada concesión a los sindicatos significa menos recursos para otras necesidades urgentes de la población. No obstante, históricamente, los líderes sindicales del sector público, lejos de moderar sus exigencias, redoblan la apuesta con amenazas de bloqueos y paralización de servicios, aunque con tales actos afecten a la población que dicen servir.
Las consecuencias de esta irresponsabilidad ya se sienten en las finanzas públicas. Cada año que pasa, la carga financiera de los pactos colectivos alcanza niveles cada vez más escandalosos. En 2013, según el estudio del CIEN ya referido, se estimó que tales pactos representaban más de la cuarta parte del gasto del gobierno. Desde entonces, las demandas sindicales no han disminuido, sino que han aumentado en agresividad y alcance. Si no se introduce un mecanismo de control efectivo sobre estos acuerdos, tarde o temprano las finanzas públicas colapsarán bajo el peso de un sector público sobredimensionado e ineficiente, como ha sucedido en otros países donde estas castas político-sindicales han operado sin frenos.
¿Qué hacer ante esta amenaza? En el corto plazo, las nuevas autoridades deben hacer cumplir la obligación de obtener dictámenes técnicos previos del Ministerio de Finanzas antes de firmar cualquier nuevo pacto colectivo. Además, el Congreso y el Ejecutivo deben estar a la altura de las circunstancias y defender a la ciudadanía, exigiendo transparencia y justificación económica antes de autorizar cualquier nueva negociación. El sindicalismo público no puede seguir operando como un grupo de presión cuyo único fin es obtener privilegios sin rendición de cuentas. Para ello, es imperativo promover una reforma legal que establezca reglas fiscales estrictas para la negociación de pactos colectivos, incluyendo la obligatoriedad de financiamiento respaldado en presupuestos sostenibles, la eliminación de cláusulas que comprometan recursos futuros sin aprobación legislativa, la evaluación del impacto financiero de cada acuerdo antes de su firma y la verificación del impacto positivo sobre la calidad de los servicios públicos en cuestión. Pero más allá de estas medidas inmediatas, es necesario un replanteamiento profundo de la sindicalización en el sector público.
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