El tiempo en este valle lo sostiene tan imponente volcán que un día fue llamado Hunapú por los k´iche´, o “cerro que echa agua” para los tlascaltecas, Guhate-z-mal-há, donde viven los guatemaltecs, según los mapas de aquellos que siguió Pedro de Alvarado, siempre imponente y seguro que, pase lo que pase, siempre estará frente a nosotros, inamovible, portentoso, más grande que nunca, bajo el resplandor de la luna o el sol en todos los colores bajo las nubes que cambian su faz a cada giro solar, mimado cono de maravilla, impasible dios sin habla, y que sin embargo nos arrulla la vista tras gastar nuestra energía y cada noche en el sueño de sueños la recupera bajo las estrellas que titilan como luceros diminutos que desaparecen al alba mansa, azulada de tonos rosa, haciendo jardines en el cielo entre las sombras oscuras de los árboles en los barrancos y montañas ensombrecidas aún, mientras nuestros ojos se asombran en la rutina ante la silueta del volcán donde un pintor le cambia los tonos… Y hablo de los que despiertan en esta urbe tan llena de altos edificios cuyas ventanas lo ven allí presente como los pueblos que lo rodean en las colinas y en las planicies costeras, cual faro en forma de volcán esculpido a la medida de los gemelos Hunapú e Ixbalanqué, desde cuya cumbre se divisa la cadena de volcanes de esta cintura de América, mientras en sus faldas hasta su cráter sopla un viento suave primaveral… Pero a veces, truenan los rayos en plena borrasca de lluvias terribles con una furia que reclama a los impíos y oscuros porque destruyen a los habitantes de esta bendita tierra con sus iniquidades, al tiempo que el proceloso volcán de Fuego echa fumarolas como pom ritual que lo venera en hecatombes de maravilla, sin cesar, y en lontananza su par, el volcán de Pacaya, repite con suavidad el estertor de su caldera que mece el valle, no tan seguido como el otro, mientras el impasible volcán de Agua siente que todo aquello a su alrededor es suyo poque dio su nombre a Guatemala. Y en 1541 se vengó del conquistador hispano y ante un gran temblor el lago que se mecía en su cráter se derrumbó y en gran avalancha descendió como una terrible catarata sobre la incipiente ciudad de Santiago de los Caballeros, donde murió doña Beatriz, la esposa del terrible Alvarado.
Y leo a José Batres Montufar su oda al Volcán:
“Sobre la gran muralla americana altivo torreón, vecino al cielo,
su cúspide levanta soberana, a do jamás osó llevar su vuelo.
¡Cuál domina millares de horizontes!¡Cómo huella la cumbre de los Andes!
¡Cómo mira a su falda avasallada, de cien montes las cimas encumbradas!
Verde, risueña, alegre, la campaña que mil arroyos cruzan argentinos divisa,
y la ciudad y la cabaña, y el cerro con sus bosques y sus pinos, el lago de cristal,
la fértil vega y el río transparente que la riega. Mira a un lado el Océano poderoso
cuyas ondas azules va lamiendo la inmóvil planta al terrenal coloso”.
Hago propio los versos del vate porque sus ojos son también los nuestros que vivimos en este valle que se goza ante tan imponente estructura sobrehumana tan lejana de las constelaciones y galaxias, pero que destella tanto como ellas en atardeceres espléndidos al ocaso y, sin conocer erupciones, lleva una fuerza ígnea que trasciende nuestras venas y calma como padre con sus hijos y nos lleva al sueño en silencio, en silencio, el viento, el viento que mece los árboles y los sueños. Y sigue Batres Montúfar:
“Y sin saciar su vista ni su mente por estrecho sendero y escarpado
baja de la montaña lentamente el sabio a sus ideas entregado;
¡tal virtud, tal poder, tal fuerza encierra aquel gran monumento de la tierra!
Se vuelve y ve de la montaña erguida en la cintura atlética azulada
cándida zona en derredor ceñida, y la sublime cúpula adornada
de suspendida nubecilla leve deshecha y pura y blanca como nieve.
Y el filósofo en éxtasis admira las obras portentosas de natura
y quiere comprenderlas y suspira al ver su presunción y su locura;
y su saber y su razón humilla ante el autor de tanta maravilla”.
CODA (a manera de Post Data)
En el imaginario chapín se dice que el nombre de Guatemala significa tierra de árboles, pero no es así: yo me ciño a Fuentes y Guzmán quien escribe en el siglo XVII que después de la conquista de Tenochtitlán, Cortés mandó a su lugarteniente Pedro de Alvarado a Guhate-z-mal-há donde habitaban los guatlemaltecs, según el mapa de los tlascaltecas, donde se peleaban los reinos k´iche´ y el caqchikel por este territorio. Alvarado llegó con doscientos españoles al lado de miles de tlascaltecas con pelotones de Cholula, Texcoco, Tlatelolco, Oaxaca. Muchos españoles venían ya casados con mujeres de Tlascala, como el mismo Alvarado, y, tras cruentas batallas en Xetulul y del Pinal, ocuparon esta comarca kaqchikel llamada Guhate-z-mal-há, que se traduce en ´cerro que arroja agua´ por referencia al llamado volcán de Agua, de hermoso cono que contenía una laguna, que se yergue muy elevado, dato que lo corrobora Domingo Juarros en su compendio de Historia de la ciudad de Guatemala.
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