En las raíces de Guatemala se encuentra el extraño hábito de condenar al olvido en vida a los grandes intelectos, quienes luego reaparecen como propiedad colectiva cuando sus cenizas ya se han integrado a la tierra. El reconocimiento tardío no le sirve al iluminado, pero sí al menos a las nuevas generaciones, que disfrutan de la genialidad chapina. Uno de nuestros grandes olvidados es el periodista Federico Hernández de León, mejor conocido en su tiempo como Chivolón Hernandez, quien hace exactamente un siglo y por tres años, pasó publicando en un diario de la época sus famosas efemérides, que luego ordenó en 8 tomos voluminosos que se publicaron entre 1926 y 1966, los primeros cuatro en vida y el resto póstumos. En la actualidad, sus admiradores andamos a la caza en las librerías de rescate de ejemplares sueltos, como juntado estampas de álbumes infantiles, cuando salen a la venta. El número uno es el más difícil de encontrar. En la feria actual del libro en la Antigua, una librería tiene expuestos los 8 tomos a un precio temerario, lo que demuestra el repentino interés que redimensiona al autor que falleció en 1959, por una obra que escribió cuarenta años antes, y que sólo pudo ver publicada en vida la mitad.
Hernández de León fue un narrador extraordinario, ameno, interesante, preciso en la identificación de la anécdota, y un testigo de su tiempo. Narraba los hechos ajenos con tal maestría, que cuando en sus últimos años de vida decidió escribir su biografía en tres partes, lo hizo para hablar más como testigo de la época que de él. Su obra A lo largo del camino es una pieza extraordinaria que nos dibuja la vida en Guatemala de los últimos quince años del siglo XIX, y al leerlo se entiende por qué somos como somos, porque venimos de donde venimos. Tres años me llevó encontrar una copia, y la he disfrutado plenamente, porque cuenta con maestría lo que significó el tiempo del General José María Reyna Barrios, sus luces y sombras, hasta su asesinato. Su muerte está mejor contada en la efeméride correspondiente, pero aquí el contexto de su vida es sumamente revelador.
Hernández de León, un niño que vivió al cuidado de abuela y tías, separado de madre y abandonado de padre, crece en un Mazatenango idílico, donde la abuela tenía una tienda. Tras su muerte quedan las tías a la deriva, cuando fallece en España un antiguo huésped de cuando tuvieron pensión, dejando en su testamento un reconocimiento agradecido, con lo que pueden las tías iniciar el negocio de costureras. El futuro autor es malportado y rebelde, pero la visita de Reyna Barrios a Mazatenango lo salva, porque el mandatario pregunta al maestro quien es el mejor alumno y de mejor comportamiento, y sorpresivamente el maestro lo señala a él, cuando tantas veces lo había castigado, pero así obtiene la oportunidad de ingresar a la nueva escuela normal que el presidente fundó en Antigua para impulsar la educación, donde reunió a niños con talento de todo el país a cuenta del Estado.
El paso de Mazatenango a la Antigua fue como cruzar el océano, y luego, aún más sorprendente, su venida a la capital. Donde le tocará ver la caída de Reyna Barrios y el inicio de la dictadura de Estrada Cabrera.
Viene el tema a colación sobre la cantidad de talento que permanece en el olvido. Cómo es posible que el ilustre periodista tuviera que escribir su biografía para permanecer, y publicarla con sus mismos recursos dos años antes de morir. Quizá escribió algo más para relatar los años de Estrada Cabrera y de Ubico, y quizá la familia tenga los documentos originales guardados en cajones sin saber lo que atesoran.
Imagino que Hernández de León tuvo sus días de brillo, fugaces como el periodismo y la vida, pero en los tiempos de la Revolución pasó al olvido. Sería importante para las autoridades de cultura actuales, reeditar sus obras completas, difundirlas y honrar su gran aporte. Más vale tarde que nunca.
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