Uno de los mayores errores que podemos cometer en la presente coyuntura política, tanto nacional como internacional, es pensar que la catástrofe que vivimos es tan disruptiva que no tenemos medios para responder a ella. Hace apenas 70 años se vivía el desastre fascista en Europa, cuya orquestación, por cierto, tuvo una fuente de recursos en las prácticas de opresión que se han vivido a lo largo de toda América. Pero la historia siempre tiene lecciones para aquellos que están dispuestos a prestar atención a sus lecciones. Ya Mark Twain sabía que la historia no se repite, pero sí rima.
En consecuencia, una de las mejores estrategias para comprender los límites de la política destructiva desarrollada por Trump y sus clones en todo el mundo deriva de la lectura de los autores que han tematizado la violencia integrada en las sociedades a lo largo de la historia. En este contexto, son particularmente útiles las reflexiones de aquellos autores que enfrentaron el fascismo europeo en las décadas que precedieron a la Segunda Guerra Mundial.
Ayer como hoy, destruir el Estado democrático es una tarea que entusiasma a los sectores que quieren mantener niveles de desigualdad insoportables. Esta tarea demanda, sin embargo, acallar a la sociedad, tarea que siempre supone la implosión de la responsabilidad individual. Con lo vergonzante que resulta ser el comportamiento de los poderosos cabe preguntarse: ¿Cuántos estamos dispuestos a sumarnos al carro de los “vencedores” de este momento histórico?
Y es que apenas vale ser democrático o humanista cuando serlo se torna seguro. Semanas después del bombardeo de Gaza en octubre de 2023, el periodista egipcio-canadiense Omar el Akkad escribía: “Un día, cuando sea seguro, cuando no haya ningún inconveniente personal en llamar a algo como es, cuando sea demasiado tarde para responsabilizar a alguien, todos siempre habrán estado en contra de esto”. No tiene mucho valor ser democrático cuando la loca maquinaria autoritaria pierda su fuerza.
Ahora bien, experiencias como las del fascismo —y no debemos olvidar las de la violencia estructural— exigen una actitud que dista de esa postura que reprocha el autor egipcio-canadiense. Se ha reflexionado en las actitudes políticas de las sociedades cansadas por los problemas económicos y las crisis políticas. Las colectividades experimentan regresiones que los hacen seguir a individuos que saben cómo manipular las emociones y miedos de la gran mayoría de la gente. La historia alemana previa a la llegada de Hitler muestra la importancia de estar en guardia frente a la deriva política en un tiempo de crisis como el actual.
Sin embargo, nunca se puede olvidar la responsabilidad individual porque, como se ha insistido en tantas ocasiones, el individuo puede tener diferentes círculos de responsabilidad política frente a la sociedad en la que vivimos. Pero debemos sujetarnos al autoexamen. Por ejemplo, ante la gigantesca agresión a la Universidad de San Carlos de Guatemala, muchos ciudadanos guatemaltecos, especialmente los que nos formamos en ella, podemos preguntarnos si nuestras actitudes no contribuyen a la muerte lenta de esta institución. No queda más que pensar que muchas personas tienen una capacidad notable de no sentir vergüenza.
Así, una de las tareas más importantes es resistirnos con energía a aceptar ese mundo de falsedad y degradación en el que se nos quiere obligar a vivir. Actuar con dignidad supone el esfuerzo de no ceder ante aquello que quiere inclinarnos la cabeza. Pero, para lograr este objetivo debemos entender nuestra propia fuerza. Nos doblegamos ante las estructuras del poder cuando no comprendemos el papel que cumple el hincarse de rodillas ante este. Este hecho hace que podamos notar que gran parte de la problemática que nos engulle radica en nuestro ser.
Muchas veces “entendemos” una actitud complaciente, pero debemos siempre tomar conciencia de que es posible actuar en otro sentido. Nunca deberíamos olvidar lo que el joven Étienne de la Boétie (1530-1563) escribía en la adolescencia de su corta vida: la servidumbre es de carácter voluntario. Nunca debiéramos olvidar en las actitudes serviles que desfiguran cualquier posibilidad de que se conforme un orden político que actúa con justicia. La adulación y el oportunismo siempre serán actitudes reprochables.
No todos podemos seguir bajo ese embrujo. La indignación debe crecer y debe traducirse en la voluntad de actuar con decisión. Sin embargo, debemos encontrar estrategias comunes que nos permitan hacer frente a una realidad que se desdibuja frente a los intereses que rigen en el mundo, especialmente cuando este se ha diagramado de manera algorítmica para convertirnos en siervos digitales que solo viven una ilusión de libertad.
Tomar responsabilidad exige, ante todo, que no creamos en la inevitabilidad de este orden. Desde el fondo de nuestro sentir social podemos contribuir a generar olas sociales de rechazo hacia el sistema. Y desde el fondo de nuestro ser podemos, como imperativo previo, dejar de convertirnos en seguidores de aquellos que difunden el odio como modo de asegurarse el apoyo de sociedades desorientadas. Hacerlo después que ha pasado el peligro es una acción que debiera avergonzarnos.
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