La ola del exilio que inició de manera desapercibida en 2019 y alcanzó su pico en 2023, es singular. La nutren, quizá en más de un 50 por ciento, los hijos legítimos del poder judicial. Los fiscales que se atrevieron a ver directamente a los ojos del monstruo de mil cabezas del crimen y la corrupción, y los jueces que los detuvieron y sentenciaron, como lo hacen –con mayor frecuencia– las judicaturas en los países con larga tradición de Estado de derecho.
Durante el último siglo, los regímenes dictatoriales de Guatemala han provocado al menos cinco olas de exilios, que llenan un perfil básico: son disidentes declarados del sistema, quieren derrotarlo para transformarlo. Hacen política desde la oposición partidaria, los sindicatos y las ligas campesinas, las aulas universitarias y la cultura. Saben que un destino altamente probable para ellos es el entierro, el encierro o el destierro.
Ese perfil del exiliado clásico se alteró esta vez porque la naturaleza de la contradicción principal del país pasa por el nervio del Estado de derecho. Nunca hubo un lazo tan estrecho y evidente entre democracia y orden republicano. Cuando Vinicio Cerezo asumió la presidencia, se registró un regreso paulatino y con bajo perfil de exiliados, y comenzó el lento y problemático retorno de los refugiados en masa, que sumaban más de 200 mil solo en México. Los Acuerdos de Paz de 1996 dieron la garantía del retorno con seguridad al núcleo duro del exilio político. Y fue notable.
La instalación del gobierno de Bernardo Arévalo no es sinónimo de retorno con garantías de respeto de la ley para los operadores de justicia con causas abiertas y órdenes de captura –algunas de alcance internacional, que se cayeron cuando la Interpol concluyó que se trataba de persecución política bajo apariencias judiciales.
Esto significa que la configuración actual del régimen político guatemalteco corresponde a la figura del centauro, mitad bestia, mitad humano. Es un centauro diferente al que analizó el sociólogo Carlos Figueroa hace unos 40 años, a propósito de la militarización del Estado. El lado humano del régimen actual lo representa el gobierno de Arévalo, el lado bestia es el poder judicial, simbolizado en la fiscal.
Mientras el presidente Arévalo se abstenga de dominar a la bestia, la primavera no podrá germinar, menos florecer. Podríamos pensar que el gobierno democrático puede avanzar paulatinamente, pero tiene una variable fuera de control: el cambio político climático internacional. Así como la primavera y el invierno no pueden coexistir, tampoco la democracia sin el Estado de derecho.
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