Las sociedades latinoamericanas de hoy son el tardío fruto del asimétrico choque entre una Europa renacentista en expansión y las poblaciones americanas originarias; las que por su aislamiento geográfico estaban apenas saliendo del neolítico tardío y que, por consiguiente, resultaron inermes frente a la abrumadora superioridad tecnológica de los invasores. Fue por eso que aquí emergimos de la época Colonial como sociedades abismalmente desiguales y profundamente injustas; en particular, en aquellas regiones, como Guatemala, en las que la concentración de grandes poblaciones pre-colombinas hizo posible una extracción de riqueza masiva e inusitada, que capitalizó a Europa y benefició a sus agentes locales, pero que al mismo tiempo mantuvo en condiciones de servidumbre a la mayoría de la población local.
Durante los últimos tres siglos, sociedades de otras latitudes se desembarazaron de sus estructuras socioeconómicas premodernas y encontraron fórmulas que las catapultaron a una prosperidad relativamente generalizada y a condiciones de vida nunca antes vistas. Esto se hizo realidad, particularmente, en aquellas naciones que adoptaron fórmulas republicanas en las que un auténtico juego político democrático invariablemente condujo a la formación de amplias clases medias y con ello a crecientes mercados de consumo, en sociedades cada vez más pudientes y pacíficas. Esta formación y desarrollo de amplias clases medias fue siempre un proceso político deliberado que incluyó, en mayor o menor medida, al menos dos de tres ingredientes cruciales:
- Una dotación patrimonial fundacional, que convirtió en pequeños propietarios a una gruesa proporción de los anteriormente desposeídos;
- La construcción de una red de satisfactores sociales básicos que dio acceso razonable a salud, educación, seguridad, techo y empleo digno, a la mayoría de la población; y
- La identificación y desarrollo de al menos un “motor económico” que pudiese sustentar materialmente a los otros dos sub-procesos.
Aquí, aquello no sucedió. Tras dos siglos de vida “independiente” y tras tres intentos históricos fallidos, Guatemala ha sido incapaz de proveer acceso razonable a hospital, escuela, techo y empleo digno a la mayoría de su población. La mayoría de sus más de diecisiete millones de habitantes, de los cuales al menos tres han preferido escapar allende nuestras fronteras, está aherrojada a una vida de persistentes carencias y difícilmente puede considerarse socia de un proyecto nacional. Las abismales disparidades en patrimonio e ingreso entre una mayoría que se debate en una desesperanzada pobreza y una minoría crecientemente próspera pero permanentemente atemorizada por la posibilidad de un desborde del resentimiento social, hacen de ésta una sociedad inherentemente inestable, susceptible a sucumbir a los cantos de sirena de las “soluciones” despóticas, proclive al conflicto y alejada de los consensos sociales mínimos que se requieren para un verdadero progreso, en el marco de la convivencia pacífica.
Esta realidad no ha sido fruto de la falta de intentos democratizadores, sino se debe a recurrentes derrotas de los impulsos renovadores, a manos de las poderosas fuerzas regresivas de nuestra sociedad. Veámoslas, en apretadísima síntesis:
PRIMERO: de 1821 a 1871. De la Independencia a la monarquía aldeana de facto.
Nuestras mejores mentes soñaron con una República Democrática al entrar en crisis el antiguo Imperio Español. Las élites criollas, sin embargo, se aferraron a los privilegios que les habían permitido un rígido control del comercio exterior, fuente fundamental de su riqueza. En aras de preservar dichos privilegios, el histórico Clan Aycinena nos anexó, de entrada, al conservador Primer Imperio Mexicano. Al derrumbarse éste y ya en el marco de la República Federal de Centroamérica, consumaron nuestro primer fraude electoral y precipitaron la guerra civil. Inicialmente derrotados por Francisco Morazán, desde el exilio propiciaron la continuación del conflicto, hasta ver consumada la desintegración de la Patria Grande y la instauración de una disminuida monarquía aldeana de facto, sin Constitución, a cargo de Rafael Carrera. Sabiéndose impopulares y por ello incapaces de asumir el poder abiertamente, iniciaron una cultura política en la que grupos de rufianes subordinados hacen el trabajo sucio necesario para mantener los privilegios de la élite, a cambio de que ésta tolere que dichos grupos subordinados se enriquezcan ilícitamente a la sombra del poder. Aferrados tercamente al mortecino mercado del añil, no obstante, el Clan Aycinena terminó quebrando y de paso, hizo quebrar al nuevo país. Ello dio paso a que una nueva generación elitista, producto del maridaje entre los hijos recién enriquecidos de los montañeses de Carrera con las hijas de la aristocracia quebrada, nos condujera, medio siglo después de la Independencia, a la falsa “revolución liberal”.
SEGUNDO: de 1871 a 1944. De la Reforma “Liberal” a la Revolución Social.
Encandilados con el desarrollo que apreciaban en Europa y los EEUU, nuestros nuevos pero falsos “liberales” ofrecieron darle al país los prometedores frutos del régimen de propiedad privada. Pero lejos de generar una amplia clase media de pequeños propietarios, con la creación del Registro de la Propiedad, instalaron un “capitalismo de plantación”; sistema similar al que los esclavistas sureños pretendían implantar en todo el territorio de los EEUU, hasta ser derrotados por Abraham Lincoln durante la Guerra Civil de aquel país (1860-1865). Un corrupto y desigual reparto de nuestras “tierras baldías”, aunado a legislación laboral concebida para garantizar un suministro estable de “mano de obra barata”, agudizó la estructura semi-feudal guatemalteca, en torno a grandes latifundios dedicados al cultivo del café. La subsiguiente búsqueda de una mejor inserción en los mercados internacionales (puertos, ferrocarriles y telégrafo), además, resultó en la onerosa concesión de las mejores tierras agrícolas del país al capital internacional más predatorio, convirtiéndonos, así, también, en una “república bananera”. Aquel desarrollo desigual entró en crisis, paradójicamente, con la propaganda de los Aliados contra el Eje fascista de Europa y Japón, precipitando a la postre la insurrección democrática que conocemos como la Revolución de octubre de 1944.
TERCERO: de 1944 a 2023. De la Revolución a la Democracia de fachada.
Empeñados en reformar radicalmente la estructura semi-feudal de la sociedad guatemalteca, los gobiernos surgidos de la Revolución nos encaminaron decididamente en dirección a la modernidad. La acción revolucionaria llegó a su epítome con la promulgación del Decreto 900, Ley de la Reforma Agraria, en 1952; mediante la cual el gobierno de Jacobo Arbenz “acertó en el diagnóstico, pero erró en la receta”. A diferencia de los repartos agrícolas que había hecho el General Mac Arthur en el Pacífico de la posguerra, conducentes a la creación de una amplia clase media de pequeños propietarios, aquí el proceso se inspiró más en el ejido cardenista mexicano y en el koljós soviético, que en el desarrollo de un auténtco capitalismo democrático e incluyente. El libre juego democrático probablemente habría corregido sus excesos y errores, pero aquel incipiente proceso no pudo evolucionar; pues la entonces poderosa United Fruit Company, acuerpada militarmente por el gobierno de Dwight Eisenhower en los EEUU y por las fuerzas regresivas locales, interrumpió el recién iniciado hilo constitucional con el derrocamiento del gobierno popularmente electo, en 1954. Estos sucesos precipitaron la profunda polarización política que de una u otra forma, aún subsiste en Guatemala, y el debate político de fondo quedó, desde entonces, secuestrado por dos facciones extremistas, a pesar de ser ajeno al verdadero sentir de una mayoría moderada. La reacción regresiva inicial, con dos ridículas Constituciones ilegítimas subsecuentes, nos condujo, primero, a dictaduras militares y después, al “Conflicto Armado Interno”. Hasta que en un entorno internacional marcado por la perestroika y el glasnost y el derrumbe del muro de Berlín, se firmó una paz “firme y duradera”, patrocinada internacionalmente. La entente política que subyace tras la redacción de la Constitución de 1985, no obstante, incluyó a tres grupos de “grandes titiriteros”; ninguno de los cuales era verdadero creyente de una genuina democracia: (i) los oficiales “que ganaron la guerra”; (ii) los exguerrilleros “aggiornados” a la fuerza; y (iii) un sector privado organizado, militante tras bambalinas. Este último sector, en una apuesta política que resultó fallida, se aseguró de que, guardando las apariencias de un juego democrático, el poder en Guatemala se tenga que comprar. La tesis implícita era que siendo ellos “los del dinero”, se aseguraban la conducción de una democracia “dirigida”. No contaron con que sus rivales de facto habían aprendido durante el conflicto armado a hacerse de los recursos necesarios para competir eficazmente con ellos en esa compra del poder, mediante la corrupción y el crimen organizado. Una vez más, los grupos supuestamente subordinados, se les “subieron encima” a las élites tradicionales…
En ese contexto, Guatemala tiene hoy un paradójico sistema político que, con contadas y muy incipientes excepciones, carece de auténticos partidos políticos. Los andamiajes electoreros que compiten formalmente por el poder usualmente no tienen ideología ni programas claramente definidos, no tienen procesos democráticos internos para seleccionar sus posturas y candidatos, ni tampoco, militancia masiva. Son estructuras corporativizadas, con “dueños”, cuyos objetivos típicamente no son más que el craso disfrute de las mieles del poder por sus socios y allegados. Las “reglas del juego” inhiben el surgimiento de auténticos liderazgos frescos y están concebidas para conducir a un impersonal “refrendo” de ilustres desconocidos, sin carisma popular, pero “pre-aprobados” por sus impopulares dirigentes de facto, en posiciones de poder. Así, nuestros representantes en el Congreso no reflejan las corrientes de opinión realmente existentes en el electorado, en razonable aproximación a sus proporciones reales. Esos “representantes”, que no representan realmente al electorado, son quienes, a su vez, elijen -con enfermiza e innecesaria frecuencia- a los magistrados de unas Cortes caracterizadas por administrar justicia “al mejor postor”; y quienes también son los únicos que estarían formalmente en posición de reformar las reglas de juego; si votaran, en realidad, ¡contra sus intereses! Para rematar el cuadro, la competencia por el poder ejecutivo se caracterizaba, hasta la última elección, por un astuto sistema en el que, mediante el control de la opinión pública, la utilización ilegal de los fondos del erario y la atomización y marginación de la competencia política real, se forzaba al electorado a escoger, invariablemente, “al menos pior” …
Como consecuencia de ese sistema político falsamente democrático, que no responde realmente a las demandas insatisfechas de su electorado, Guatemala se mantiene aherrojada a un permanente subdesarrollo, con las características de régimen extractivista y excluyente que los recientes galardonados con el Premio Nóbel de Economía, Daron Acemoglu y James A. Robinson, describen en su conocida obra “Porqué fracasan las Naciones”. El sistema, notoriamente permisivo con la corrupción, ha resultado consistentemente reacio a tomar las acciones conducentes a un decidido fortalecimiento de la clase media, por sus implicaciones tributarias y de regulación del juego económico. En ese sentido, la sociedad guatemalteca ha retornado al viejo sistema aycinenista del siglo XIX, aunque ahora, sin Aycinenas…
El cisne negro del 2023
Este régimen anquilosado, torpemente confiado en su supuesta invencibilidad histórica y dividido en agresivas facciones competidoras, fue sorprendido por la elección de Bernardo Arévalo; quien tras “colarse” inadvertidamente a “la segunda vuelta”, recibió el respaldo espontáneo y entusiasta de la mayoría democrática de Guatemala. Tras la sorpresa inicial, el régimen “cerró filas” e inició sus esfuerzos para primero, impedir su toma del poder ejecutivo, y luego, para procurar su fracaso funcional y hasta su defenestración, desde los otros organismos del Estado. Tales designios, francamente golpistas, hasta ahora han resultado infructuosos, por la conjunción de tres factores:
- Pérdida del control de la opinión pública, por la proliferación de canales de opinión hecha posible por el creciente uso y accesibilidad de la Internet;
- Pérdida del tradicional apoyo del Departamento de Estado y del Pentágono al régimen imperante, como consecuencia de un consenso bipartisano en los EEUU que promueve el combate a la corrupción y al narcotráfico, para disminuir las presiones migratorias hacia el norte; y
- Pérdida de la histórica aquiescencia del Ejército guatemalteco hacia la preservación a todo trance del antiguo régimen; en parte motivada por el factor anterior, de donde la institución armada local obtiene tecnología, suministros y apoyo logístico.
Atrincheradas en los organismos Judicial y Legislativo, sin embargo, las fuerzas regresivas indudablemente reanudarán sus esfuerzos golpistas en el 2025. Asumen que el cambio en la Administración de Gobierno en los EEUU hará “cambiar de signo” a las presiones “de la Embajada” sobre el Ejército, diputados y jueces, propiciando sus designios. La realidad, probablemente, será diferente, pero de todas maneras difícil para la democracia guatemalteca emergente. En primer lugar, dejarán de crecer y probablemente se contraigan a corto plazo, las remesas que nuestros connacionales envían desde los EEUU. Eso conducirá a reducir los efectos de nuestra más eficaz “válvula de escape” a nuestra irresuelta problemática social; lo que aumentará la presión económica y política local. Adicionalmente, el efecto sicológico de las fantasiosas especulaciones golpistas, probablemente conduzca a más desafíos políticos concretos.
La oportunidad del 2025
Durante los últimos tres cuartos de siglo, en todas las sociedades del llamado “primer mundo”, conservadores, socialdemócratas y liberales, con ésos o con otros nombres, se han alternado pacíficamente en el ejercicio del poder. Sólo en las sociedades que han permanecido tercamente aferradas a sus fórmulas premodernas, y a su concomitante sub-desarrollo, el juego político ha estado caracterizado por la terca pugna entre extremos políticos inmoderados. En la Guatemala de hoy, existe una clara demanda insatisfecha por tener acceso a tales opciones políticas modernas, frente al descrédito de las posturas extremas. Este fenómeno local, no obstante, está coincidiendo con un inesperado resurgimiento del autoritarismo en muchas otras partes del mundo, incluyendo a naciones muy desarrolladas; y por eso, la asustadiza “mayoría de la minoría guatemalteca” se muestra también receptiva a mensajes de orientación autocrática. Eso convierte a nuestra situación actual en ambivalente. No quiere decir ésto, por otra parte, que no haya también factores positivos, como la posibilidad cierta de que, tras un cuarto de siglo de abierto sabotaje por el régimen, en 2025 Guatemala pueda iniciar, por fin, su Corredor Interoceánico.
La ambivalencia de la coyuntura política nos ha llevado en el 2024 al borde de una crisis constitucional. La falta de firmeza en las posturas democratizantes del organismo Ejecutivo, además, ha hecho menguar el fervor cívico que despertó la victoria electoral del 2023, desgastando la base de apoyo popular del nuevo gobierno. Éste, no obstante, ha consolidado su control sobre el aparato de seguridad del Estado y conseguirdo victorias -parciales y efímeras pero reveladoras- entre facciones del organismo Legislativo. Como resultado de todas estas circunstancias, es de esperar que nos encaminemos a una confrontación de visiones en el próximo año, en el que las fuerzas regresivas esperan recibir apoyos externos no garantizados y en el que el gobierno las enfrentará con “el poder de la incumbencia”.
La única solución de fondo a nuestra problemática, sin embargo, es una reforma profunda de nuestro sistema político, que implicará modificaciones a la Constitución. En concreto, es necesario cambiar las “reglas de juego” para que nos encaminemos realmente hacia una auténtica república democrática. En ese sentido, el meollo del asunto está en reformar la manera en la que elegimos a nuestros representantes en el organismo Legislativo y la forma en la que éstos eligen las magistraturas de las más altas Cortes, para propiciar una genuina meritocracia judicial. Necesitamos, pues, un sistema en el que un número menor de diputados se elijan en distritos o subdistritos pequeños, unipersonalmente, y a medio período presidencial. Esto debe formar parte esencial de la agenda de un nuevo movimiento político nacional. Y la forma más realista de aproximarse a ese escenario es la de apoyarse en el actual organismo Ejecutivo, que, por mandato constitucional, controla las chequeras, los mayores megáfonos y las pistolas del Estado. Si tal movimiento no se inicia en el 2025, las posibilidades de que la recurrente regresión se consolide son muy altas…
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