“Si no pueden enviarnos dinero, envíennos tabaco.” – George Washington, en una carta al Congreso Continental, en 1776, preocupado por la paga a sus soldados y a los proveedores de su ejército revolucionario.
Como consecuencia de la implacable ley de la oferta y la demanda, cuando un Estado imprime más moneda de la que su economía realmente demanda y puede sustentar (la “emisión sin respaldo”, que se origina cuando el gobierno gasta, sistemáticamente, más de lo que le ingresa), los precios internos aumentan, su divisa se devalúa y eventualmente, los consumidores sufren un “ajuste” generalizado en su capacidad de compra, originado por el mal manejo de la economía por parte de sus autoridades. Eso, si usted es Argentina, Rusia o Bangladesh; o casi cualquier otro país del mundo. Más aún si usted no posee su propia moneda fiduciaria. Por eso, cuando la deuda de El Salvador se aproximó al 85% de su “producto interno bruto – PIB” (o sea todo lo que ese país produce, en bienes y servicios, durante un año), nuestro vecino empezó a tener problemas para encontrar quien “le prestara” más “moneda dura”. En esos casos, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y otras entidades “multilaterales” de crédito, envían misiones a los bancos centrales a “regañarlos” y a ponerlos sobre aviso, de que por andar sus gobiernos gastando más de lo que les ingresa, ya todos en el mundo financiero empiezan a temer que ese país “no va a poder pagar” sus compromisos… así que o suben sus impuestos, o bajan sus gastos, o su crédito se cierra. Pero “la vida no es justa” y por eso, no a todos los países les pasa igual. El Japón, por ejemplo, desde la última década del siglo pasado ha estado cubriendo con deuda interna sus persistentes desequilibrios fiscales, originados en evitar “el costo político” de reducir los beneficios sociales de una población cuya edad promedio ha aumentado drásticamente y que consecuentemente, en términos relativos, produce menos que antes, mientras sus gastos se mantienen o aumentan. Desde hace más de veinte años, la deuda pública del Japón en relación a su PIB ha estado por encima del 100% y en los últimos tres ¡por encima del 250%! Y sin embargo, “el castigo” previsto por los economistas ortodoxos, no termina de ocurrir. Algunos dicen que es porque la deuda japonesa es, fundamentalmente, en yenes, y que para pagarla el Japón sólo necesita “imprimir” más yenes; otros dicen que es porque los japoneses son maestros de la “represión financiera”, mediante la cual obligan a los depositantes a prestarle dinero a su banca a tasas de interés cercanas a cero, por lo que “el costo de la deuda” es inusualmente bajo; y otros más argumentan que lo que ocurre es que una “línea de crédito informal” ilimitada -en dólares- que el Tío Sam le ha extendido al Japón por razones geoestratégicas, ha demorado “el ajuste”, por la vía cambiaria, que más tarde o más temprano, sin embargo, como “retribución divina”, aseguran, vendrá. Pero el hecho subsiste que una economía muy diversificada y fuerte, como la japonesa, con una previa acumulación extraordinaria de capital, puede resistir largos períodos de desequilibrio fiscal, si emite deuda denominada, casi absolutamente, en la moneda que sólo ella puede emitir legalmente. Le han llamado “nueva teoría monetaria” o “teoría monetaria moderna” (NMT ó MMT, por sus siglas en inglés) pero su análisis profundo escapa a las dimensiones de este artículo periodístico…
El asunto viene a colación, no obstante, porque la deuda interna de los EEUU, que cuando cayó el muro de Berlín (1989) rondaba apenas el 40% de su PIB, ahora anda alrededor de tres veces esa cifra, en números ¡cercanos al 120%! Los críticos internos, señalando que los intereses sobre la deuda pública ya rivalizan con su gasto militar total, predicen ominosamente una “quiebra” de “la pax americana”, similar a la crisis financiera que produjo la caída del imperio romano en el siglo V de nuestra era. Ven el déficit fiscal crónico de la potencia norteña y se sobrecogen, anticipando una crisis aterradora. Y los críticos externos, señalando “la injusticia” de la primacía del dólar en medio de una frenética emisión “sin respaldo” del dólar, abogan por la creación de otra divisa internacional que corrija esta asimétrica fuente de poder de los EEUU, “raison d’etre” del grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). ¿Por qué los EEUU no sufren hiperinflación? ¿Por qué el dólar no se “devalúa”? ¿Por qué no tiene -el hegemón mundial- una crisis como la de Argentina si se está comportando fiscalmente como si fuera -antes de Milei- el país austral? El tema obliga a reflexionar sobre la naturaleza del dinero, ese fenómeno económico indispensable, de relativamente reciente aparición en el mundo, y el cual, en realidad, aún no comprende bien la mayoría. Esa incomprensión no impide su amplio uso, por supuesto; así como el no comprender por qué vuela un avión, no le impide a un pasajero que lo ignora, tomar un vuelo de Guatemala a Nueva York.
A grandes rasgos, el dinero moderno empezó en los albores del mundo clásico, cuando los gobernantes empezaron a acuñar monedas (usualmente con su “foto”, diríamos ahora), para garantizar el peso y la pureza de metales preciosos escasos (fundamentalmente, oro y plata), que poco a poco, la mayoría empezó a aceptar como pago por los bienes y servicios que producía, en vez de aferrarse al hasta entonces tradicional e ineficiente trueque. Esos metales preciosos eran más y más aceptados porque servían (i) de cómodo medio de intercambio, (ii) de confiable unidad de cuenta y (iii) de aceptable resguardo de valor, en la geografía y en el tiempo. Conforme la aceptación publica se generalizó, la conveniencia de contar con esas bondades fortaleció aún más su aceptación, en poderoso círculo virtuoso. Dos milenios y pico después, vino otro gran salto adelante: comerciantes/banqueros del eje que va del norte de Italia al Mar del Norte germano, descubrieron que si creaban “redes de confianza”, podían “mover” internacionalmente la capacidad de compra, sin tener que estar transportando, con grandes peligros y riesgos, grandes sumas de “métalico”; sino simplemente “órdenes de giro” en papel con tinta y al fin de cada período anual, sólo el reducido monto, en metálico, de una liquidación de saldos. Descubrieron, además, que la mayor parte de sus clientes -por seguridad y por otros incentivos- mantenía la mayor parte de su dinero, sostenidamente, “en el banco”; por lo que podían dar en préstamo la mayoria de esos dineros, conservando apenas una octava parte en efectivo, para atender los requerimientos “de metálico” usuales de sus clientes. Eso condujo a la emisión de dinero bancario, en la que nueva capacidad de compra nacía con cada préstamo que el banquero concedía, al “acreditar saldos”, amparado en una garantía que no era necesariamente líquida, pues siempre que el banco mantuviese más o menos la octava parte de sus obligaciones en constante y sonante, el resto era ese nuevo dinero, simples saldos bancarios… Una vez esa “magia” bancaria se conoció mejor, se inició una batalla entre príncipe y banquero, entre Estado y banca, para que los gobernantes tuvieran el monopolio de esa emisión de dinero en su territorio. Así, tras mil vicisitudes, quiebras y bonanzas, el Banco de Londres -del Estado inglés- inició el sistema que hoy conocemos como “de banca central”, al pasar del Renacimiento a la Revolución Industrial. En los EEUU aquel sistema se consideró inicialmente demasiado poderoso como para cedérselo al Estado y por eso se creó un alambicado sistema “privado” que hoy conocemos como la “Reserva Federal”. No obstante, cuando Lincoln se topó con la reticencia de los banqueros privados a financiar la Guerra Civil (1860-1865), aquel estadista impuso la circulación de un nuevo papel-moneda, el dólar (llamado entonces popularmente “greenback”, por su reverso impreso en color verde) sólo amparado en la facultad del gobierno norteamericano para cobrarle impuestos a sus ciudadanos; y con ello, la “Reserva Federal” se convirtió, de facto, en el banco central de los EEUU. Todas las monedas fiduciarias de entonces eran, en realidad, “vales” canjeables por metálico, a tasas fijas. Siendo que la oferta de oro no tiene relación causal con la dinámica de la economía, aquel sistema tenía vicios de origen que no le permitieron subsistir. El acuerdo de Bretton Woods (1944), de esa cuenta, no sirvió más que de mecanismo de transición, para llegar a un sistema basado exclusivamente en las monedas fiduciarias, resultado de la decisión del Presidente Richard Nixon de abandonar “el patrón oro” del dólar -que fijaba la convertibilidad en US$35.00 por “onza Troy”- en el año 1972. Pero “las redes de confianza” internacionales eran ahora de Estado a Estado y en ellas se impuso, naturalmente, por su efectividad dineraria, el dólar…
La esencia del conflicto en marcha entre autocracias y democracias, se libra en el frente económico. Por eso, la hegemonía del dólar como divisa de reserva tiene tantas implicaciones. Por una parte, su relajada emisión monetaria actual le ha permitido a los EEUU invertir en una superioridad tecnológica y militar sin parangón en la Historia, que sus rivales no pueden imitar, sin sufrir los consabidos “ajustes” macro-económicos. Por otra parte, no existe otra divisa de reserva alguna que realistamente le pueda disputar tal posición. Pese a sus debilidades y limitaciones, todas las otras divisas a considerar, están aún peor y por eso la inmensa mayoría de países prefiere utilizar esa divisa que cualquier otra, aunque digan otra cosa; y en particular, las de un grupo BRICS cuyos integrantes -paradójicamente- ni siquiera se pueden reunir a conversar, si no utilizan de “lingua franca” al idioma inglés. Esa demanda internacional de dólares, aminora la presión de la excesiva emisión sobre los precios internos de los EEUU. Pero quizá lo más sorprendente de todo el fenómeno, es que la crisis del dólar no llega, porque ya llegó. El dólar -y toda la economía mundial junto a esa divisa- ya se devaluó. Se ha venido devaluando en relación al oro, y en relación a un nuevo y más eficiente oro digital, el Bitcoin, apenas surgido en el 2008. El Bitcoin es perseguido por la mayoría de las autocracias (aunque usado, subrepticiamente, por sus autócratas), debido a que le ha arrebatado, de nuevo, el monopolio de la emisión monetaria a los Estados. Con su emisión finita, regida por reglas impersonales que están al margen de consideraciones políticas, está destinado a ser el activo de reserva de valor mundial, por excelencia. Sin contar con política explícita al respecto, los EEUU, directamente o por interpósita mano, ya controlan cerca del 5% de la emisión total del BTC, lo que fortalece sus reservas de valor reales. O sea que viéndolo objetivamente, “hay imperio para rato”…
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