“La banalidad del mal” es un concepto desarrollado por la filósofa y teórica política Hannah Arendt en su libro “Eichmann en Jerusalén: Un informe sobre la banalidad del mal”, publicado en 1963. Este concepto surgió del juicio de Adolf Eichmann, un oficial nazi y uno de los principales organizadores del Holocausto, llevado a cabo en Jerusalén en 1961.
Arendt acuñó la frase tras observar a Eichmann durante su juicio. A diferencia de la imagen de un monstruo malvado, Eichmann se presentaba como un burócrata corriente, que afirmaba simplemente estar cumpliendo órdenes sin un odio personal hacia los judíos.
La banalidad del mal se refiere a la idea de que el mal puede ser cometido por personas normales y corrientes que no son inherentemente monstruosas o diabólicas. Estas personas pueden cometer actos horribles simplemente al seguir órdenes, cumplir con su trabajo, o conformarse a normas y estructuras sin cuestionarlas moralmente.
El concepto sugiere que el mal no siempre es radical o extraordinario; a menudo puede ser banal, cometido por individuos/as que no reflexionan ética y críticamente sobre sus acciones. Esta falta de pensamiento crítico y moral es lo que permite que atrocidades masivas ocurran bajo regímenes totalitarios o autoritarios.
Algo muy notable es que durante su defensa en el juicio fue Eichmann mismo quien reveló que no tenía intenciones genocidas y que simplemente estaba siguiendo las leyes del régimen nazi. Arendt, de modo muy agudo y sutil, utilizó su caso para desarrollar la noción de cómo la obediencia ciega, la conformidad y la indiferencia ante las consecuencias de nuestras acciones pueden llevar a la participación en acciones que van desde la corrupción hasta los crímenes de lesa humanidad.
La frase de Arendt ha sido utilizada para analizar otros contextos donde personas comunes han participado en actos de genocidio, tortura, y otras violaciones de derechos humanos, mostrando cómo las estructuras de poder y la burocracia pueden deshumanizar y desmoralizar a los individuos. Pero nunca ha sido utilizada en Guatemala para analizar sistemáticamente las prácticas, estructuras, instituciones o proyectos de la corrupción y la impunidad.
Por supuesto que el concepto ha sido objeto de mucho debate y crítica. Hay quienes argumentan que Arendt minimizó la maldad intrínseca de las acciones de los perpetradores nazistas del Holocausto, mientras que otros/as sostienen que su análisis proporciona una comprensión crucial de cómo operan los sistemas opresivos. No se trata de alcanzar la ruta media entre ambas perspectivas, sino de desarrollar el concepto de modo crítico y consistente con los problemas que hoy enfrentamos en común en naciones poco ilustradas como Guatemala donde la banalidad, incluyendo la banalidad del poder y de los grupos subalternos por igual, no es la excepción, sino la regla.
Para extender el concepto de la banalidad del mal de Arendt al problema de la corrupción en Estados como Guatemala proponemos que la corrupción, a pesar de su impacto devastador, ha sido normalizada y banalizada por la sociedad, las instituciones y la dialéctica entre grupos del poder y grupos subalternos. Permítanme matizar este argumento un poco más.
En muchos países, incluida Guatemala, la corrupción se ha convertido en una práctica común y cotidiana, perfectamente adoptada y adaptada en condiciones sociales, económicas y políticas donde mejorar la vida es para mucha gente imposible sin el recurso de la corrupción. Los funcionarios públicos, empresarios y ciudadanos participar de modo diferente en actos corruptos (haciendo sobornos, desviando fondos, practicando el nepotismo y el clientelismo, comprando elecciones, saqueando al Estado, etc.) porque se percibe como una manera normal de operar dentro del sistema. Incluso los grandes desfalcos del Estado que fueron revelados por la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) no sorprendieron a nadie. Fue el hecho de sacar los trapos al sol de modo tan abierto y desafiante, fue haber hecho del secreto sucio, pero bien conocido algo de dominio público, lo que sacudió la complacencia de todo mundo, particularmente los grupos de poder.
La corrupción, similar al “mal” en el contexto de Arendt, se banaliza cuando se ve como parte inevitable y normal del sistema, no como un acto moralmente reprobable y legalmente punible.
La estructura burocrática del Estado y del sector privado han hecho ideología dominante de la responsabilidad. Los funcionarios y los empresarios pueden bien justificar su participación en actos corruptos diciendo que simplemente siguen procedimientos o órdenes o que no hay otro modo de sacar los proyectos adelante, sin cuestionar la ética de sus acciones. Esta dispersión de responsabilidad y la falta de reflexión crítica sobre el impacto y consecuencia de sus acciones son paralelos a las observaciones de Arendt sobre la conducta de Eichmann.
Las instituciones y el marco legal, sobre todo como han sido ensamblados en Guatemala, a menudo no son lo suficientemente fuertes para combatir la corrupción y, en ciertos casos, fueron incluso diseñados para facilitarla y también ocultarla. Cuando las leyes contra la corrupción no se aplican de manera efectiva, o cuando las instituciones encargadas de combatirla están ellas mismas corrompidas, se crea un ambiente donde la corrupción prospera. Esto alcanza niveles sorprendentes de perversidad cuando las leyes mismas sirven, explícita y abiertamente, como medios para continuar con las prácticas corruptas de siempre y defenderlas como lo normal y lo comúnmente aceptado. De este modo, la lucha contra la corrupción se convierte en crimen y quienes defienden la transparencia y la rendición de cuentas resultan siendo los/as criminales.
Cuando la impunidad y la falta de consecuencias reales alcanzan los nivele de descaro y perversión que han alcanzado en Guatemala es obvio que contribuyen a la percepción de que la corrupción es una parte inmutable del sistema. La gente se torna cínica e indiferente y simplemente dice “siempre ha sido así”, “esto no va a cambiar”.
De modo más profundo, la banalidad de la corrupción lleva a la deshumanización de aquellos/as que sufren sus consecuencias. Los funcionarios pueden ver sus actos corruptos en términos abstractos de ganancias personales, avance social o político o también beneficios administrativos, sin reparar en nada para pensar en el daño real a la sociedad. Bien pueden ver que el mundo está colapsando que no son capaces de conectar sus acciones con la bancarrota social.
La desvinculación moral que aquí mencionamos es pues similar a cómo Eichmann y otros burócratas nazis deshumanizaban a sus víctimas al tratarlas como meros números y no como seres humanos.
En países como Guatemala es imposible no darse cuenta de que la corrupción exacerba la desigualdad y la pobreza al desviar recursos públicos que deben ser destinados al desarrollo humano, ambiental y climático y los servicios y programas públicos hacia los bolsillos de los corruptos. Este nivel de corrupción excede lo meramente personal y tiene un pacto estructural e histórico que retrasa significativamente el desarrollo del país.
Encima de todo, la banalidad de la corrupción también erosiona la confianza pública en las instituciones del Estado y el sector privado, debilitando la gobernanza democrática y los modelos empresariales y, de paso, socavando lo poco que ha sido construido de un Estado de derecho desde 1985. La corrupción, por tanto, obstaculiza y dinamita el desarrollo económico, social, ambiental y climático al crear un entorno desfavorable para construir un modelo económico humano y con justicia social. Aquí el neoliberalismo extremo que existe en Guatemala y la banalidad de la corrupción se traslapan, refuerzan y confabulan contra las promesas constitucionales del “bien común”.
La banalidad de la corrupción como un concepto que desarrolla el pensamiento de Arendt para contextos como el de Guatemala proporciona un marco útil para entender cómo la corrupción ha sido normalizada en las sociedades, y cómo los individuos, tanto dentro de los grupos subalternos como dentro de los grupos de poder, pueden participar conjuntamente en actos corruptos sin una reflexión crítica sobre su impacto y consecuencias.
Esta reconceptualización nos puede ayudar a desarrollar estrategias de cambio cultural, reforma moral e intelectual, transformación estructural e institucional, e incluso refundacional estatal, mucho más efectivas para combatir la corrupción, centrándonos no solo en sanciones legales o en la criminalización o judicialización, sino también en cambios culturales y educativos más profundos que promuevan nuevas formas de ilustración y compromiso ético.
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