Aunque no soy socióloga, puedo observar que las sociedades de hoy enfrentan numerosos problemas que, con el tiempo, se han vuelto comunes y forman parte de nuestra vida diaria. La existencia de maestros poco competentes en las escuelas, jueces corruptos en los tribunales, catedráticos de derecho carentes de ética en las universidades y el preocupante fenómeno de niñas que quedan embarazadas a tan temprana edad, son ejemplos de cómo la mediocridad se ha infiltrado en diversas instituciones. Esta aceptación de lo mediocre no solo indica un deterioro en los valores y estándares, sino que también fomenta una cultura conformista que se acostumbra a lo mínimo sin cuestionar ni exigir un cambio.
Uno de los pilares fundamentales de cualquier sociedad es su sistema educativo. Sin embargo, en Guatemala se tienen altos índices de analfabetismo, y en muchas escuelas se ha vuelto común encontrar maestros y maestras que no cumplen con los estándares requeridos. Esta situación se presenta por diversas razones, como la falta de recursos, la escasa formación continua de los docentes, y la desmotivación que sienten ante un sistema que no valora su trabajo. Porque sí, hay que decirlo fuerte: el sistema educativo de Guatemala no sirve y debe ser reformulado.
Cuando la mediocridad se establece en las aulas, corremos el grave riesgo de mantener un ciclo de fracaso. Los estudiantes que aprenden de maestros que no cumplen con su deber, no solo carecen de la formación adecuada, sino que también pueden adoptar una actitud conformista hacia su educación. Esto da lugar a una generación que no busca superarse, que considera la mediocridad como algo natural y que, en última instancia, se convierte en un reflejo de esa misma mediocridad.
Por otro lado, la corrupción en las altas cortes de justicia es otro fenómeno que se ha normalizado, pese a que su impacto es devastador. Cuando los jueces y magistrados son percibidos como corruptos, se socava la confianza del público en el sistema judicial. Esto no solo afecta la administración de justicia, sino que también crea un ambiente en el que la impunidad florece. La percepción de que la justicia puede ser comprada, contribuye a la desconfianza en las instituciones y fomenta una cultura en la que se considera que los poderosos pueden actuar sin temor a las consecuencias.
Durante la selección de magistrados para la Corte Suprema de Justicia y las Salas de Apelaciones, observamos la aparición de personas con antecedentes de corrupción o vínculos con actos corruptos. Sin embargo, nos hemos conformado con las explicaciones de los comisionados, quienes argumentan que hicieron lo que pudieron.
No, señores y señoras, no hicieron lo que debían, ya que no establecieron criterios de selección con altos estándares en las tablas de gradación, ni se realizaron entrevistas a las personas que se postularon para conocerlas y saber de ellas. Ahora somos testigos de cómo en el Congreso de la República, los aspirantes llegan con carpetas en mano, sin que sepamos realmente cuál será su propósito, en un proceso que carece de regulación en la Ley de Comisiones de Postulación, porque las visitas y “cabildeo” no está establecido en dicha normativa.
El mensaje implícito en estas acciones sugiere que la corrupción es una parte ineludible de la vida, lo que provoca una resignación que contribuye a su perpetuación.
También, las universidades, que deberían ser centros de conocimiento y ética, no son ajenas a este fenómeno. Es preocupante la existencia de docentes de derecho que carecen de ética y profesionalismo, formando así a los futuros abogados. Estos educadores pueden inculcar valores distorsionados en sus estudiantes, quienes, en lugar de aprender a defender la justicia y los derechos humanos, pueden adoptar una mentalidad pragmática que prioriza su éxito personal por encima de la ética profesional. Personalmente, me desagrada cuando colegas del sector se autodenominan “aboganster”, ya que esto refuerza un ciclo de mediocridad y corrupción en una profesión del derecho que debería ser ejemplar.
Otro ejemplo, mucho más desgarrador es el fenómeno de las niñas embarazadas a tan temprana edad. La aceptación de esta realidad ya sea por medio del silencio o la indiferencia, refleja una profunda crisis social y educativa. Las niñas que enfrentan embarazos a los 10 años no solo quedan privadas de su infancia, sino que también están condenadas a un ciclo de pobreza, violencia, discriminación, falta de oportunidades y dependencia.
La normalización de este fenómeno se manifiesta en la falta de educación sexual adecuada, en la ausencia de programas de prevención y en una cultura que a menudo silencia o estigmatiza a las víctimas. Esto no solo afecta a las niñas y sus familias, sino que también tiene repercusiones en la sociedad en su conjunto.
La aceptación de estas conductas en diversos sectores de la sociedad promueve una normalización de lo que debería ser completamente inaceptable. La mediocridad se establece como un estándar, mientras que la conformidad se convierte en la solución a los problemas. En lugar de abogar por una educación de calidad, una justicia equitativa y una ética robusta, muchos eligen resignarse a lo que se les presenta.
No podemos permitir que la mediocridad se convierta en nuestro camino. Debemos levantar la voz y exigir calidad, eficiencia y eficacia en todos los ámbitos, ya sea en lo público o en lo privado.
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