José Rubén Zamora

“El sistema no puede combatir al narco, la corrupción y la impunidad, porque el narco, la corrupción y la impunidad son el sistema.” – José Rubén Zamora Marroquín, insigne periodista guatemalteco, tras recibir, desde prisión, el último de una larga lista de galardones: el premio Gabo (2024).

Lionel Toriello

octubre 30, 2024 - Actualizado octubre 29, 2024
Lionel Toriello

Nos conocimos en la Cámara de Industria cuando él era “el ejecutivo estrella” del conglomerado del cemento en Guatemala y yo un ingenuo pequeño empresario de la industria metal-mecánica, empeñado en “desenterrar” la deliberadamente encubierta Historia de nuestra atribulada Patria. Fue en la segunda mitad de la década de los ochenta del siglo pasado.  Graduado con distinciones en la sede nicaragüense del INCAE (“la sucursal” del Harvard Business School en Centroamérica), “Chepe” era, ya entonces, un personaje singular: talentoso nieto del controversial y legendario fundador de “La Hora”, Clemente Marroquín Rojas, y al mismo tiempo, se decía en la Cámara, claro objetivo del mecenazgo del “capitán industrial” Carlos Eugenio Springmuhl Silva, “su estrella estaba en ascenso”.  Éramos parte de una generación de empresarios progresistas y ejecutivos formados profesionalmente, que aspiraba a modernizar Guatemala con acciones concretas, tras haber presenciado las secuelas de nuestro desgarrador “conflicto armado interno”.  En ese sentido, nos iniciamos en luchas cívicas y gremiales que entre otras cosas,  pretendían que la industria guatemalteca superara la etapa de la “industria infante”, que por la vía de los aranceles proteccionistas y otras disposiciones legales -y contra las prédicas del “Muso” Ayau, despreciado y ridiculizado por los industriales de entonces- quería tercamente preservar “la vieja guardia” de la Cámara de Industria.  Creíamos intuir -éramos ingenuos- que en torno a esa entidad gremial se estaba consolidando una “clase senatorial” de facto, que podía jugar un papel similar al que la aristocracia inglesa había jugado durante la revolución industrial original, modernizante, con una visión que iba más allá de sus instintos puramente oligárquicos.  Participando en “comisiones de trabajo” gremiales y en una que otra “chamusca”, nos hicimos amigos y llenos de admiración por el ejemplo de periodismo moderno que estaba emblematizando la Revista “Crónica” de Paco Pérez de Antón, empezamos una primera aventura editorial: “El Industrial”; una publicación mensual de circulación restringida, destinada a promover las ideas que según nosotros implicaba una economía capitalista moderna, democrática e incluyente.  Una cosa llevó a otra y un día de tantos coincidimos en que la sociedad guatemalteca necesitaba un periodismo masivo más a tono con los tiempos y más comprometido con los cambios que requería la formación de nuevos consensos, que lo que entonces ofrecía el mercado. Todavía recuerdo una reunión en la que previo a ir con nuestro cuento a otros dos compañeros de generación, menos soñadores quizá, pero “con pisto”, tuvimos en el bar del Hotel Camino Real:  junto al “tigre” Carlos Rivers, entonces el abogado corporativo de más renombre en la plaza, coincidimos en que algo similar a lo que estaba ocurriendo en la Unión Soviética con la perestroika y el glasnot,  estaba ocurriendo en Guatemala, si un nieto de Marroquín Rojas, un sobrino-nieto del triunviro Jorge Toriello y un sobrino del “Mico” Sandoval Alarcón, se reunían a fundar un nuevo periódico, juntos

            Con el apoyo de otros dos industriales progresistas –Juan Luis Bosch Gutiérrez y Álvaro Castillo Monge– de obvio mayor músculo financiero, nos lanzamos a la aventura.  Primero, Chepe nos indicó que su primo, Gonzalo Marroquín, había ya desarrollado la infraestructura editorial necesaria, al convertir a su abortado telenoticiero -muerto a manos del oportunista mexicano que ya desde entonces monopolizaba, corruptamente, a la TV abierta guatemalteca- en un semanario impreso.  Que además, ahorrándonos la necesidad de invertir más o endeudarnos mucho, su tío podía de inmediato, imprimirnos el diario, ya que el de él era vespertino y el nuestro sería matutino.  Entre una súbita madeja de intrigas, malos entendidos y desencuentros con algunos actores de última hora, aquello propuesta no resultó.  Pero tras algunos ajustes, Julito Piedra Santa nos ofreció una solución que nos daba “salida impresa”, pero que también implicaba despedirnos del color.  Surgió así, pensando que nos abríamos al futuro, Siglo Veintiuno, “la noticia en blanco y negro”, el periódico del porvenir.

Resultaría imposible resumir aquí la montaña rusa emocional que vino después, se necesitaría un libro.  Pero valga decir que entre lo más memorable fue el episodio cívico en el que nos hicimos “Siglo Catorce”, para señalar inequívocamente el derrotero al cual nos llevaba el majadero de Jorge Serrano Elías con su injustificable “auto-golpe”.  Nos dimos de frente con la Historia en movimiento.  Y cómo olvidar el merecido primer gran premio que se le concedió a Chepe, el “María Moors Cabot”, de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia, en Nueva York.  Aquel experimento cultural y político despertaba un optimismo creciente, al resultar de una positiva pero extraña coalición entre una “izquierda bohemia y democrática” y un “empresariado liberal, modernizante”.  Con el éxito popular subsiguiente, se acercaron nuevos socios.  Muchos empresarios quisieron formar parte de aquel romántico intento de crear un vocero del liberalismo auténtico y apoyaron. Muchos intelectuales, también, querían vincularse a esa novedosa nueva fábrica cultural. Era una fórmula, parecía, de gran potencial renovador.

Pero, por lo visto, al mismo tiempo, éramos “agua y aceite”;  y el experimento, a la postre, no sobrevivió. Yo no me sentía cómodo con la laxa tolerancia de Chepe hacia el género satírico de “chismes periodísticos”, el de “Güicho Cantoral”, antecedente del entonces aún futuro “Peladero”; aunque sabía que en una sociedad tan acostumbrada a la represión y la autocensura, aquel género -utilizado con difícil moderación- tenía un papel legítimo -quizá hasta imprescindible-  que jugar.  Cuando -como en una tragedia griega- vino un inesperado cuanto inexorable divorcio, resultamos en trincheras opuestas.  En aras de preservar una quimera quizá imposible, intenté continuar con el experimento; mientras Chepe, apoyado por una nueva disidencia, fundó “elPeriódico”, garantizando trágicamente la eventual muerte de ambos esfuerzos editoriales, frente a los voceros abiertos o solapados de nuestro anciano régimen.  Entre la vorágine de los acontecimientos, no lo supimos ver.  No vimos lo obvio: divide y vencerás. La reciente prohibición que Jeff Bezos -su nuevo propietario- le ha hecho al legendario Washington Post de no avalar la candidatura de Kamala Harris, así como otra similar hecha a Los Angeles Times, por sus nuevos dueños; también, es evidente, por temor a las represalias que un posible gobierno de Trump podría representar para sus negocios principales, muestran el recurrente conflicto de intereses que las verdaderas instituciones periodísticas deben, aunque no siempre lo logren, superar.  Chepe lo intuyó antes que yo, aunque aún pienso que si hubiésemos tenido más sabiduría y menos ego, “otro gallo nos cantara”.  Después de un tiempo, cuando Siglo Veintiuno “perdió su alma” institucional, a mí no me quedó más camino que “bajarme de aquel barco”. El destino, no obstante, es inescrutable; ambos, idealistas “peligrosos”, fuimos, por caminos separados y a la postre, parcial pero efectivamente, neutralizados, por nuestro entorno conservador.  Y no hay vuelta atrás: la vida es un “boleto de ida”, no tiene retorno; nunca volvemos a la misma estación.  Nunca serán los mismos pasajeros, los mismos incidentes, ni el mismo paisaje; y a veces, ni los mismos rieles…

            Todo esto viene a cuento porque hace unos días fui a verlo a su casa, para darle un abrazo de amigo, tras los ignominiosos ¡ochocientos días! de prisión política que nuestro oprobioso régimen le recetó.  La “mayoría de la minoría” quiere creerse el cuento de que “se lo buscó”, que “a saber qué truncias no hizo y a cuánta gente inocente perjudicó”.  Pero, en el fondo, todos sabemos que eso es mentira.  El régimen castigó a José Rubén Zamora porque se enfrentó a su poder. Porque fue “voz de los que no tienen voz”.  Porque evidenciaba día a día a este régimen en el que las élites permiten que los rufianes de turno preserven sus privilegios y sus reglas torcidas, a cambio de enriquecerse a la sombra del poder.  Donde tenemos representantes en el Congreso que no nos representan y que eligen a los magistrados que después fallan legalmente al mejor postor. Le fabricaron crímenes inexistentes para vengarse de que se había especializado en desnudar a nuestra democracia de fachada. Porque con gallardía indómita le dijo a nuestra narco cleptocracia, que no claudicaba. Porque era incómodo. Porque decía la verdad…

            Pero por más que quieran “hacer leña del árbol caído”,  ya han fracasado.  Sus sucias maniobras lo han convertido en una leyenda viva del legítimo orgullo nacional.  Un símbolo de que la esperanza cívica no ha muerto, que la Guatemala posible está por venir.  Que Guatemala también tiene hijos dignos, aunque la hayan ensusiado tantas veces los moralmente bastardos. Que el futuro del 70%, inexorable, se acerca.  Sí.  Y que no nos callarán

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