Desde hace tiempo, la política ha entrado en los caños malolientes por los que circula lo más bajo de una sociedad que ha perdido sus referentes valorativos. Reconocer esto no implica ignorar las sombras de la política. No se puede olvidar la dificultad de realizar los valores en un mundo que, como lo sabía Max Weber, está regido por el diablo. Pero tampoco se puede pasar por alto que existe una ética de la responsabilidad que permite ver la luz del día aun en medio de las tinieblas más cerradas.
En esta deriva del descaro, el mundo se encierra en lo que Natascha Trobl ha denominado una “emergencia emocional”. En un país como el nuestro, las emociones de indignación se tornan insoportables. Pudimos atisbar un camino en el cambio de gobierno, pero la oscuridad no termina de disiparse. Pensamos que había llegado el momento del amanecer, pero la amenaza de los sectores oscuros permanece ante una indolencia gubernamental que es difícil de explicar.
La lentitud gubernamental acentúa la sensación de que el tiempo se terminará para limpiar las cloacas de nuestra sociedad. No dudamos de la buena voluntad de muchas acciones y tampoco ponemos en cuestión la dificultad de arreglar del desborde de los desagües. Pero tampoco podemos negar que falta una narrativa coherente que le indique a la población lo que se está haciendo para detener la necrosis del país. Peor aún, se acentúa la sensación de que la opinión de los sectores que realmente ayudaron al cambio no es tomada en cuenta.
Es fácil imaginar el pesimismo político de nuestra gente cuando se recuerda que nuestra vida está en manos de entes inframorales embrutecidos por la corrupción. Es por esta razón, que el arribo del nuevo gobierno despertó grandes esperanzas en un pueblo que tampoco se limitó a presenciar los intentos de evitar la asunción del nuevo gobierno, sino que participó de manera decisiva en la desarticulación de las atrevidas maniobras de los operadores del sistema de corrupción.
Pero hay que decirlo una vez más. Falta la energía política que demandan estos tiempos decisivos. En este contexto, lo que realmente es insoportable es que el gobierno permita la criminalización de la lucha por la justicia. Un ejemplo es la forma en que el Ministerio de Gobernación se ha plegado a la persecución de los que han luchado en contra del fraude descarado que tuvo lugar en la USAC. ¿Por qué no accedieron a hablar con Ramón Cadena cuando este abogado comprometido quería dialogar con el presidente Arévalo y el ministro de gobernación? ¿Por qué se ha abandonado a los que viven el duro exilio por atreverse a luchar contra la hidra de la corrupción?
Se comprende que el gobierno quiera encarrilarse en una actitud de respeto de la legalidad, pero es lamentable que no hayan leído claro el mensaje de las bandas de la desvergüenza. Ya nadie ignora que la referida “institucionalidad” es un edificio disfuncional que solo sirve como guarida de las bandas delincuenciales que viven de la putrefacción del Estado. Aun así, se debe luchar por cumplir el anhelo de justicia. Esta no es ingenuidad: toda lucha implica un riesgo. ¿Acaso no se arriesgó el pueblo de Guatemala, especialmente los siempre marginados pueblos indígenas, durante esos meses intensos en los que se luchó por el respeto de la voluntad popular?
Afortunadamente, a pesar de la hiriente cultura del descaro, la Interpol no siguió las descabelladas denuncias del “Ministerio Público” de Guatemala, ni las calenturientas ambiciones de sus despreciables “autoridades”. Sin embargo, no se puede olvidar el desamparo de los que sienten esa persecución. No existe ninguna justificación para seguir con una actitud de miedo para los infrahumanos que siguen dominando este triste país.
La responsabilidad de dirigir un país implica una serie de convicciones que no pueden negociarse, así se estiren a lo máximo las formas institucionales. El gobierno no puede ignorar esto sin saber que su propia continuidad está en peligro. Recordemos, de nuevo, que vivimos en la época del descaro absoluto: todo es posible, no hay nada que respetar para las elites psicópatas de este país.
Quisiera creer que todavía existe una oportunidad de enderezar el camino y, por el bien de Guatemala, de limpiar las venas políticas y empresariales de este país. Los reclamos legítimos al gobierno actual nunca se traducirán en apoyo a la necrocorrupción; lo menos que haremos es apoyar a los corruptos que ahora se rasgan las vestiduras. Y surgen preguntas: ¿Quién defenderá al actual gobierno, cuando las huestes dirigidas desde Gerona se apresten a dar el zarpazo final con el más que posible apoyo de la irrisoria Corte de Constitucionalidad?
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