El perdón como mecanismo de resiliencia

Raúl de la Horra

octubre 19, 2024 - Actualizado octubre 18, 2024
Raúl de la Horra

Muchos de los que me conocen saben que no soy religioso, pero a veces intento ver el mundo que me rodea de manera religiosa, es decir, defiendo los valores espirituales comunes que la mayoría de religiones vehiculan en sus prédicas, aunque no siempre en sus prácticas. La humildad, por ejemplo, consistente en reconocer las propias limitaciones y valorar a los demás, evitando la soberbia. La generosidad, el hecho de compartir y dar sin esperar nada a cambio, dejando de lado la avaricia. La paciencia, mantener la calma y el autocontrol ante la adversidad, deponiendo la ira. La caridad, alegrándonos por el bienestar de los demás y ayudando a quienes lo necesitan, lo que neutraliza la envidia. Son virtudes que promueven un comportamiento ético y positivo en la vida diaria y ayudan al crecimiento personal y a la construcción de relaciones satisfactorias tanto en el plan individual como social.

Yo perdí a mi padre a la edad de catorce años, asesinado en Guatemala por un antiguo socio español. Cuando habiéndose enterado, entre otras cosas, de que su ex socio se vanagloriaba de haber hundido durante la guerra civil española un barco cargado de civiles que huían de las hordas franquistas y alemanas, mi padre le reprochó la cobardía de ese crimen, su ex socio sacó un revólver y le pegó dos tiros. Mi padre tenía cuarenta y dos años. Nosotros no teníamos ninguna familia en el país, así que mi madre y yo quedamos solos y tuvimos que desenvolvernos como dios nos dio a entender. Recuerdo que pasé al menos siete años odiando mañana y tarde al asesino que descansaba tranquilo en una cárcel de Quetzaltenango, planificando fantasiosamente mi venganza. Hasta que, debido a la fatiga y a lecturas diversas (entre otras, a Erich Fromm), tuve una especie de revelación: no tenía objeto seguir odiando, pues eso me chupaba energía y me ataba a una emoción malsana, impidiendo construirme como individuo. Así que entonces, no sé cómo, casi mágicamente, me desprendí de pronto de la ira y dejé de lado aquellos terribles sentimientos. No perdoné el crimen, pero depuse el sentimiento de odio, y ello fue como un resorte que saltó y me permitió desarrollarme como persona.

En mi práctica psicoterapéutica conocí después varios casos de odios acérrimos, como el de aquella mujer todavía joven que rabiaba y rumiaba una venganza desde hacía cinco años contra su marido, porque este se había fugado con la secretaria y había fundado otra familia. A la cuarta sesión que tuvimos, le dije que sería útil tornar la página de ese triste hecho para poder reconcentrarse en ella como persona, a lo cual replicó que no había venido al consultorio para olvidar o perdonar, sino para reforzar su odio, como si eso le daba un sentido a su vida, y yo, inexperto que era, no se me ocurrió ayudarla a odiar más y más a su marido hasta hacerla implosionar psíquicamente, para que expulsara así, definitivamente de la conciencia, como un vómito, al marido. Y bueno, me quedé frustrado al verla salir de mi consultorio dando un portazo y echando pestes.

¿A dónde quiero ir? Mi propósito es subrayar una vez más la necesidad de los individuos, de las parejas, de los grupos, de los pueblos y de los Estados, de echar mano de los instrumentos cognitivo-afectivos, de los símbolos, de los diálogos y acuerdos, de los actos y gestos que nos permitan trascender las ambivalencias (odio/amor) que nos aprisionan e impiden avanzar, la necesidad de inventar rituales adecuados que nos ayuden a deshacer los “nudos traumáticos” que han tatuado nuestra identidad individual o social, nudos que encuentran su origen en las experiencias contradictorias vividas personal y/o colectivamente en el transcurso de nuestra historia reciente o antigua. No se trata de acciones primordialmente racionales y lógicas, sino de actos simbólicos que movilizan a nivel profundamente inconsciente los resortes que permiten implantar nuevas creencias y motivaciones catárticas para no seguir atascados en un conflicto de interpretaciones incompatibles.

En el plano intracomunitario, dentro de un mismo país, tenemos por ejemplo la no-resolución de narrativas bélicas sobre la guerra civil española, o más bien, la predominancia generalizada de una sola de entre ellas, la que se instauró con la llamada transición democrática a partir de 1978, consagrada en la nueva constitución, que dejaba amplios territorios de interpretación y de acción a las fuerzas conservadoras del franquismo, enterrando en el olvido la voz de los perdedores del lado republicano. Lo que ha traído como consecuencia que, cincuenta años después de la muerte de Franco, todavía no se haya podido aplicar de manera consecuente y persistente una política sobre la Memoria Histórica que aclare los crímenes del fascismo en España, lo que después de la segunda guerra mundial sí fue hecho en Francia e Italia, y sobre todo, en Alemania. De esta suerte, dentro de la misma España hay todavía un contencioso histórico importante no resuelto entre los polos en conflicto: los conservadores nacionalistas y protofascistas, de un lado, frente a las diversas corrientes políticas de izquierda e independentistas. Por el momento, no hay ninguna posibilidad de diálogo ni de entendimiento, de acuerdos y rituales de perdón o disculpas de parte del polo dominante, que se niega a aplicar en los territorios donde gobierna, las políticas de la Memoria Histórica.

Curiosamente, esta misma dicotomía existe entre la España monárquica y excolonial y la América conquistada y colonizada entre 1492 y 1898: la España monárquica se niega a reconocer que hay una Leyenda Negra que, aunque a veces exagerada o deformada, tiene sin embargo una base importante que se sustenta en hechos comprobados. Lo que llevó al Rey Felipe VI a no querer tomar en cuenta la misiva personal que le envió AMLO, presidente de México en 2019, invitándolo a expresar, conjuntamente, una disculpa formal ante los ciudadanos mexicanos de los abusos y crímenes realizados por el Estado español durante la conquista y la colonización de América hasta la independencia, y por el Estado mexicano, desde la independencia hasta la actualidad. El acto de pedir disculpas es una forma de reconocer la historia y la memoria colectiva. Al hacerlo, se establece un puente entre generaciones, permitiendo que las injusticias del pasado sean reconocidas y, en cierta medida, reparadas. Esto no solo beneficia a quienes han sido afectados directamente, sino que también puede contribuir a la construcción de una identidad más inclusiva y consciente en la sociedad.

El acto de pedir disculpas o perdón, especialmente en contexto históricos o culturales, tiene varios niveles de significado que van más allá de la expresión de remordimiento. Algunos aspectos claves a considerar son: 1) Reconocimiento del daño causado. A las víctimas les permite ver que su dolor ha sido escuchado y comprendido. 2) Restauración de las relaciones dañadas, en este caso, las relaciones políticas. Esto puede facilitar la reconstrucción de la confianza entre las dos naciones. 3) Rituales y simbolismo. Los rituales asociados con el perdón pueden incluir ceremonias, monumentos o actos simbólicos que permiten por un lado ser un compromiso con el cambio, y por el otro, para las comunidades, participar en el proceso de sanación. 4) Educación y memoria. El perdón tiene un papel educativo, fomentando una mayor conciencia y comprensión sobre la historia y sus repercusiones en el presente, lo que puede ayudar a prevenir la repetición de errores pasados y a cultivar una cultura de respeto y tolerancia. 5) Empoderamiento de las víctimas. El acto de disculparse puede empoderar a las víctimas, dándoles voz y reconocimiento, lo que es relevante en contextos donde las narrativas históricas han sido dominadas por los perpetradores. 6) Construcción de nuevas narrativas. Pedir perdón puede ser parte de un esfuerzo más amplio para construir nuevas narrativas en torno a la identidad colectiva, una identidad que valore la inclusión, la diversidad y la justicia.

En resumen, lo simbólico y lo ritual en el acto de pedir perdón, son herramientas poderosas para la sanación, la reconciliación y el reconocimiento de las injusticias pasadas, promoviendo un diálogo que puede llevar a un futuro más armonioso. España como Estado ganaría en dignidad, en generosidad, en coherencia y en humildad, aceptando participar en procedimientos rituales que han sido practicados en otros países de maneras diversas, y que han permitido al menos que las relaciones entre las partes no empeoren. La verdad, no veo cuál pueda ser el problema. Y si de verdad no se está de acuerdo con esta propuesta, pues al menos lo lógico sería que el Rey Borbón tuviera la amabilidad de responder la carta de AMLO, gesto que sería digno de un rey.     

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