El magisterio, entre otras cosas

Luis Aceituno     junio 28, 2024

Última actualización: junio 27, 2024 6:58 pm
Luis Aceituno

Hace 50 años exactos, al terminar lo que en aquel entonces se llamaba Tercero básico, escogí ser maestro de escuela, quizás para honrar una tradición familiar que me venía de mis abuelas y de mi madre: las tres maestras de la época heroica, de las que habían andando de aquí para allá, portando en la mano la “antorcha de luz encendida” del saber que salvaría a la patria del atraso.

Digamos que, desde mi primera infancia, crecí con esa mística, en medio de un desorden de cartulinas, gomas, crayones, recortes de revistas, brines, lanas, cuadernos, lápices y lapiceros “atómicos”, Pepes y Politas, Barbuchines… hasta considerar todo esto como un hábitat natural que he ido reproduciendo en diferentes etapas de mi vida. La computadora, en donde viene contenido el mundo entero, no ha evitado que en mi mesa de trabajo se amontonen libros, plumas, libretas de apuntes y toda una serie de babosaditas que ya no me acuerdo para qué sirven.

El magisterio, pues, lo traigo en los genes, un oficio que como en alguna ocasión me dijo mi padre es propio de gente sin ambiciones. En el momento en que yo lo estudié, aún era una “carrera intermedia” que te servía, en el mejor de los casos, para obtener un trabajo y “sostenerte” en la universidad mientras te convertías en otra cosa. Abogado, por ejemplo. Sin embargo, mi inclinación por las ocupaciones sin futuro hizo que me decidiera por estudiar periodismo, que ya a finales de los años 70 del siglo pasado se llamaba comunicación, aunque yo no entendiera muy bien la diferencia.

Mi primer trabajo en el magisterio fue casi traumático. Niñas y niños que vociferaban y saltaban sobre los escritorios y yo, defensor a ultranza de las nuevas pedagogías no autoritarias, incapaz de llamarlos al orden. A algunos los enganché por el teatro y montamos dos o tres cositas que hoy recuerdo con mucho cariño. Eso me salvó de la desesperación absoluta, aunque al terminar el curso me juré no volver a dar clases en toda mi vida.

Meses más tarde, sin embargo, por fatalidad, necesidad o vocación, ya andaba metido en otras experiencias educativas que me dejaron mejor sabor de boca.

La más significativa y entrañable, la que viví al lado de mi amigo Adolfo Méndez Vides con un grupo de muchachas indígenas del Instituto Nuestra Señora del Socorro, con las que leímos a Rulfo, a García Márquez, a Asturias y montamos piezas de teatro de lo absurdo y hasta una comedia musical, con el extraño título de Horas amargas pensando en el Yang-Tse, que llevamos a uno de los festivales departamentales de teatro que organizaba Norma Padilla.

Luego están mis años en la educación universitaria, en donde gracias a gente tan querida como Oswaldo Salazar, Rodolfo Arévalo, Lucrecia Méndez de Penedo o Siang Aguado, pude impartir cursos sobre materias que realmente me apasionaban, como Estilística o Periodismo narrativo o algunas más sorprendentes como Teatro griego o Literatura europea del siglo XIX, lo que consideré un privilegio para un simple maestro de escuela como yo era. Muchos de mis alumnos, hombres y mujeres, eran gente inteligente y talentosa y con algunos de ellos llegamos a tener una fuerte amistad que dura hasta la fecha.

A decir verdad, no escogí la enseñanza o el periodismo, que para mí es otra forma de ejercer el magisterio, porque no tenga ambiciones, sino porque mis ambiciones son diferentes a las de amasar fortuna, que a eso más o menos se refería mi padre, con toda la buena intención, sea dicho, pues no quería ver a un hijo suyo agobiado por cuestiones de dinero.

El conocimiento, que para mí es un bien superior a cualquier otro, únicamente cobra sentido cuando se comparte, cuando se devuelve a la sociedad. Y si ese poquito que uno sabe puede aportarle algo a la vida de los demás o ayudar de alguna manera a transformar la realidad, pues qué más se puede pedir.

La seño Esperanza Catalán de Vielman, directora del colegio Constancio C. Vigil de la Antigua Guatemala, que además era mi tía, me enseñó a leer y a escribir y con ello en parte me salvó la vida, o más bien me la amplió hacia territorios de los que yo, a mis seis años, no tenía ni idea de que existían. No ha estado mal la experiencia, así que solo puedo agradecerle esa puertecita que me abrió hacia todo aquello que me ha configurado: el magisterio, entre otras cosas.

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