El impasse

Lionel Toriello

mayo 28, 2024 - Actualizado mayo 28, 2024
Lionel Toriello

Las élites siempre han tenido desconfianza de las fórmulas democráticas, desde tiempo inmemorial.  Esa desconfianza, hija del temor de que la democracia se convierta en una “tiranía del pobrerío”, aumenta conforme cualquier indicio de cambios trascendentales empieza a hacerse evidente.  En la Grecia clásica, por ejemplo, acaudalados detractores de aquella democracia original, que pese a sus pecados le había dado a Atenas un “siglo de oro” de prosperidad y desarrollo cultural, ante la erosión de su poder plutocrático, conspiraron junto a los enemigos de su patria -los oligarcas espartanos- hasta hacerla perder una guerra existencial que Atenas pudo -y debió- haber ganado.  Ese, por cierto, fue el verdadero trasfondo político de la condena ateniense -por asamblea- de Sócrates, un hoy sobresimplificado crítico de la democracia, recientemente “descubierto” por los trompistas en los EEUU y por la oligarquía guatemalteca, aquí.  Pero aquella limitada democracia radical original -según Polibio, historiador griego de la república romana- fue superada por un sistema que combinaba las bondades de los tres sistemas previos:  el de la monarquía -con un consulado ejecutivo dual, para expeditar la conducción de la sociedad sin caer en la tiranía; el de la aristocracia -con un Senado cuyas cabezas canadas supuestamente atemperaban la tendencia al exceso tanto de ejecutivos potencialmente déspotas como de magistrados populares potencialmente demagogos; y el de la democracia, como crucial partícipe en la creación de reglas de juego legítimas -encarnado por la Asamblea Popular y sus tribunos. Esta combinación -la república- se constituyó así en el antecedente de la democracia representativa, ya no directa, como la ateniense, y cuyos equilibrios -decía Polibio- explicaban el persistente éxito romano.  No obstante, pese a que aquellos sabios equilibrios condujeron por siglos a Roma a su contundente hegemonía sobre todo el mundo entonces conocido, la desconfianza de las élites, lejos de amainar, se exacerbó conforme el poder y la riqueza de su triunfante expansión imperial, las ensoberbeció y las corrompió.  Vuelta temor visceral y egoísmo colectivo,  esa desconfianza hacia reformas sociales popularmente apetecidas y hechas posibles por el poder del voto de la plebe, las llevó al inexcusable asesinato de los populares hermanos Graco, sus adalides; iniciando un proceso degradante y violento que a la postre terminó con la república romana y eventualmente, con su deslumbrante civilización…

Tras los “mil años de oscuridad” que siguieron a la debacle de Roma, fue el estudio de estos procesos de la época clásica, la que llevó a los pensadores del Renacimiento europeo de los siglos XVII y XVIII a concebir los fundamentos de la República Democrática moderna, con su separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial; con su afirmación de la necesidad de un gobierno de leyes y no de hombres; y con el imperativo requerimiento de que los gobernantes de turno no deben gobernar sin la aquiescencia manifiesta de los gobernados, expresada a través del voto.  Estas ideas -integrantes de un contrato social explícito, de una Constitución- se hicieron realidad política con la Independencia de los Estados Unidos de América y con la Revolución Francesa; e inspiraron el entramado conceptual de los gobiernos que surgirían en la América Española tras la debacle del imperio español, que sucedió tras la invasión napoleónica de la Península, en 1808.  Pero los procesos de Independencia en esta América Española tomaron tanto tiempo, que cuando finalmente se materializaron, la reacción conservadora ya había tomado de nuevo la iniciativa en Europa.  El ejemplo y las ideas absolutistas del príncipe von Metternich, quien abanderó el orden político europeo que emergió del Congreso de Viena en 1815, tras la derrota final de Napoleón, le dio “sustento intelectual” (como el que hoy le da Trump a nuestros ultra-conservadores contemporáneos) a unas élites hispano-americanas  que si bien aquí no abandonaron el nuevo léxico político liberal, hipócritamente lo subvirtieron en la práctica.  Fue así como el Clan Aycinena, por ejemplo, tras fracasar en su intento de anexarnos tramposamente al Primer Imperio Mexicano, aparentemente “se plegó” a las formas republicanas; pero inmediatamente materializó nuestro primer fraude electoral; luego se resistió a la legítima defensa que concitó la República; y financiando una larga y desgarradora segunda guerra civil, no descansó sino hasta lograr instaurar una monarquía aldeana de facto (encarnada por Rafael Carrera), para proteger sus privilegios. Ésto al costo de un territorio atrozmente disminuido, con un aparato productivo fracturado, pero en el que logró preservar por unas décadas más su inmoral control sobre nuestro comercio exterior, torpemente anclado al cultivo del añil.  Tema éste, por cierto, ampliamente ignorado por la población centroamericana en general, pues mediante una bi-centenaria conspiración del silencio, todavía se le enseña a nuestros niños en las escuelas, por ejemplo, que Mariano de Aycinena, uno de los principales traidores de nuestra Historia, aún engrosa las filas de nuestros “próceres”…

La historia se repite

El asunto viene a cuento porque “el aycinenismo se entronizó en nuestra cultura política hasta el punto de pasar desapercibido; pero no se confunda, ciudadano, como el dinosaurio de Monterroso, sigue allí.  Su exitosa fórmula de dominación es la de una élite que delega (o “subcontrata”, en términos más contemporáneos) a bandas de rufianes, para que guardando las formas -que no la esencia- del sistema republicano, les hagan el trabajo sucio de mantener sus privilegios anti-democráticos, a cambio de enriquecerse a la sombra del poder. Saben que los rufianes, sin embargo, se les pueden “encaramar” y por eso históricamente han tenido entre ambos una relación ambivalente, buscando las élites impedir que se desborde el poder de los rufianes, cosa que no siempre logran.  De hecho, no lo lograron en 1871 y por eso tuvieron que optar a la postre por una fusión de facto con ellos (algo parecido a lo que otra vez sucede hoy). En el S.XIX, una nueva oligarquía, reconfigurada, surgió de dicho matrimonio de conveniencia, a punta de fusil, aunque -hay que reconocerlo- esa nueva élite fue finalmente “conquistada culturalmente” por la astuta ideología aycinenista, con la adopción del capitalismo de plantación; tanto en su versión cafetalera, como en su versión bananera y finalmente, en su versión del desarrollo de una “industria infante”, protegida de la competencia.  Ha sido un “triunfo” más de la economía de “los del club”, de los que “ya están cabales”, a costa de “tolerar” a los rufianes…

Desde 1954, cuando se registró la más reciente regresión democrática abierta, mutatis mutandi, la aversión a las auténticas fórmulas democráticas retornó al hipócrita sistema, como en tiempos del Clan Aycinena, a través de la democracia de fachada. Así, ya en el régimen de la Constitución de 1985, se cocinó la última versión de la comedia: una en la que hábilmente nos orillan a votar por diputados que realmente no nos representan y a “elegir” a jefes del Ejecutivo con el sistema de escoger “al menos peor”.  Para que entre ambos, ese tipo de Legislativo y Ejecutivo, nos recete un Organismo Judicial que imparta justicia “al mejor postor”. Esa falsa democracia, esa falsa república, está detrás de nuestro fracaso en la búsqueda de una prosperidad generalizada, como la del primer mundo. Y es ese es el sistema que la elección del 2023 hizo tambalear. Las últimas tres administraciones han evidenciado que una multicefálica y amorfa coalición de rufianes, empoderada adicionalmente con el corrosivo poder financiero del narcotráfico, comparte el poder político con las élites tradicionales, a quienes ya les ha arrebatado el monopolio del poder real.  Pero pese al temor que ésto suscita también en ellas, buena parte de nuestras élites le teme más -¡increíble!- a la adopción de auténticas fórmulas democráticas que al gobierno de las mafias.  Por eso el “susto” de la última elección no les pasa; porque perciben que todo el tinglado dizque “republicano”, se “destanteó”.  Porque ante la esperanza de que Guatemala cambie su rumbo hacia una Auténtica República Democrática, el viejo y tranquilizador antiguo régimen, podría fenecer.  Por eso -como en otros tiempos y en estas y otras latitudes- ha surgido una visceral reacción. Así que cuando escuche la enconada campaña para desprestigiar a toda costa al nuevo gobierno (que tampoco es perfecto), tómelo “con un grano de sal”.  Porque ya sabe usted de donde viene aquello…

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