«Lo perfecto es enemigo de lo bueno»,  o bien, como suelen decir algunos políticos y sus asesores:  “el arte de lo posible vs la imposibilidad del ideal”. Lo que se presenta como alto pragmatismo no es más que una falsa dicotomía: presentar lo posible y lo ideal como opciones mutuamente excluyentes. Afirmaciones que pretenden hacer creer al sufrido ciudadano que solo se puede avanzar con soluciones inmediatas, ajustadas a las restricciones presentes, y que aspirar a algo más ambicioso es un idealismo ingenuo. Detrás de esta falsa dicotomía se esconde una forma sutil de imposición de soluciones prefabricadas. Quienes tienen el control del proceso político definen qué es posible y qué no, ajustándolo siempre a sus propios intereses. Esto no significa que no existan otras soluciones, sino que deliberadamente se les niega espacio para ser exploradas. Lo «posible», entonces, no es una verdad objetiva, sino el resultado de dinámicas ocultas que no tienen otro objetivo que favorecer a determinados intereses. Así, lo posible no es más que un reflejo de dinámicas de poder que, bajo el velo de la urgencia, se aceptan sin cuestionamiento alguno.

El peligro de seguir ciegamente la lógica de lo «posible» es que suele ser un cuchillo de doble filo. Da la impresión de que se avanza y resuelven problemas eficientemente. Pero, sin considerar las necesidades a largo plazo ni las implicaciones sistémicas, se acaba generando “pan para hoy, hambre para mañana”. Soluciones apresuradas, basadas en contorsiones legales y técnicas para “saltarse las trancas”, siembran problemas que luego habrá que resolver. Presentar lo ideal como inalcanzable deslegitima la búsqueda de mejores soluciones. El hecho de lograr avances —aunque sean pequeños— no implica haber alcanzado el equilibrio entre lo posible y lo ideal. La tan popular mentalidad de los “quick wins” y los “low hanging fruits”, sin una reflexión sistémica detrás, acaba siendo una fuente de excusas para evitar el trabajo difícil. El arquetipo del “Desplazamiento de la Carga” en el pensamiento sistémico lo ilustra bien: soluciones a corto plazo que alivian los síntomas del problema, pero ignoran o retrasan la resolución de su causa subyacente.

El problema no es elegir entre lo posible y lo ideal, sino entender que lo posible no puede existir sin una visión ideal que lo guíe. No se trata de pragmatismo versus idealismo, sino de reconciliarlos. La dicotomía entre lo posible y lo ideal crea una falsa sensación de avance: se resuelve el problema en apariencia, pero solo para que resurja más adelante. Es como tapar baches en una calle mal construida: se rellena el hoyo, pero no se resuelve la falla estructural. El ideal no tiene que ser una utopía costosa, sino una visión estratégica y sostenible. No es más caro, es más inteligente. El posibilismo sin guía ideal también omite definir claramente el problema que se pretende resolver. Sin saber exactamente qué se intenta abordar, es imposible determinar si se está resolviendo algo. Sin claridad sobre el problema, cualquier dirección es igual.

El arte de lo posible conlleva otro riesgo: la complacencia injustificada. Celebrar avances superficiales crea la ilusión de suficiencia, cuando en realidad solo se está postergado la atención de los verdaderos desafíos estructurales. Como señala Ronald Heifetz, famoso profesor de liderazgo de la Escuela Kennedy de Harvard, las soluciones inmediatas y fáciles son políticamente convenientes, pero a menudo vienen a expensas de una transformación más difícil que realmente resuelva el problema. El poder seduce, pero esa seducción viene con un costo: la capacidad de ver más allá de lo inmediato. Y ese es el verdadero peligro de esta trampa entre lo posible y lo ideal. No se trata de elegir entre uno y otro. Se trata de no dejar que lo posible se convierta en una excusa para abandonar la lucha por lo que debería ser. Porque lo fácil hoy, lo que es políticamente cómodo, siempre se paga caro más adelante.