Quienes hemos convivido en ese submundo financiero del país muy bien conocemos a los caballeros del dinero. Se trata de un entorno refinado, de buen trato en los ambientes decisionales, pero también irracional en la toma de decisiones, avaricioso y de marcada concentración de poder. Al mismo suelen ingresar personajes de extracción popular, contadores públicos y abogados principalmente, que ascienden gradualmente y llevan en sus espaldas las tremendas cargas operativas, y los riesgos de la banca. Muy distintos, por cierto, a otros de su tipo que se domicilian en los despachos de postín, y que se forman en las universidades privadas de matrícula onerosa.
Mi primer contacto con los primeros fue nada más y nada menos que en la otrora gloriosa Facultad de Ciencias Económicas, que en sus buenos tiempos agrupó a un conjunto excelso de profesionales que poco a poco ascendían por ejemplo, desde las receptorías y pagadurías del banco central hasta los altos círculos de las conexiones financieras, en donde se deciden dádivas y compromisos de gran calado, principalmente con dineros del fisco.
Dentro de esos ambientes me tocó estar en contacto con personajes como José Alejandro Arévalo, conocido, primeramente como auditor y administrativo del banco central, luego entrando en los altos mandos de la Superintendencia de Bancos, para pasar al sueño de banquero privado de grandes macoyas. Y por si ello fuera poco asesor y diputado Unionista de don Álvaro Arzú y, finalmente con cargos de alto prestigio en el ambiente académico del país. Arévalo es un tipo inteligente.
Mantengo una buena relación con él, y espero que no se enoje con mi columna, teniendo en cuenta que ha sido anunciado hace poco como parte de la nueva camada de columnistas del reconocido diario Prensa Libre. Pero su columna del pasado miércoles 16, y que se titula El dilema de las clases pasivas civiles del Estado, me motiva a un diálogo entre columnistas. Ojalá un diálogo que se torne cordial, como el que debe reinar en los parlamentos civilizados.
Me motivó escribir estas líneas su conclusión en relación con la decisión tomada por el pleno del Congreso -del que él fue parte recientemente- y por el propio Presidente Arévalo, en relación con un modesto incremento a la sufrida pensión de los burócratas del Estado. Y don Alejandro se dispara la siguiente diatriba, que resumida dice algo así como: «Bien se dice que no hay nada peor que un ignorante con poder. Conocemos personas que saben; hay otras que no saben y saben que no saben… pero están rebosantes de ignorancia. Estas últimas son las causantes de los mayores daños». Y su recomendación es que tal Decreto debiera haber sido derogado por el Presidente Arévalo.
El gran alemán Habermas define a los tecnócratas como personajes de cuidado, porque no son electos y dominan sobre los políticos. En diversos foros le oí decir al propio don José Alejandro que el padre de don Bernardo fue muy oportuno y hábil al sancionar la autonomía del banco central «sin incluirle ni una coma al proyecto de decreto enviado por los técnicos de tal recinto, brindándoles así su ansiada Autonomía». Y es que ellos, los tecnócratas, y especialmente los del alto Olimpo del dinero simplemente ven mal a los políticos, porque los consideran personajes emotivos y poco racionales. Así, nos dice Habermas, la Ciencia y la Técnica, se convierte en dominante y se va deformando en Ideología.
¿Y a qué viene todo esto?, simplemente porque a nuestro personaje columnista le molestó la forma como al final se aprobó el decreto que reforma una antigua ley de 1988 relacionada con las clases pasivas del Estado. Se trata del Decreto Número 18-2024, publicado el pasado lunes en el Diario Oficial.
La preocupación de don Alejandro es la afectación a las finanzas públicas, pero luego me doy cuenta que él mismo ha venido escribiendo sendas columnas sobre una iniciativa que está engavetada en el Congreso, y que pretende plantear reformas a la Ley Orgánica del Banco de Guatemala, para que este sagrado templo del dinero le otorgue acogida de nuevo a los bancos del sistema que, luego de sus picarescas, deban ser rescatados con fondos del fisco.
Resulta ser que en los tiempos del gran reinado del neoliberalismo a don Lizardo Sosa, gran gurú de ese grupo al que pertenece don José, se les ocurrió derogar un viejo decreto de los gobiernos militares, el denominado Decreto 7-72, que le otorgaba salvataje pleno a los bancos, y a la vez permitía que los caciques tecnócratas de la Superintendencia de Bancos, o del Banco de Guatemala, pasaran a presidir las filas del banco decadente, pero en salvataje con dinero público; y de ahí codearse con los grandes caballeros de postín, esperando a quién ofrecer los limpios activos y pasivos.
Estoy claramente consciente que esa conquista de los jubilados del Estado le causa presiones al fisco y a los contribuyentes. Pero y entonces, ¿cómo se consiguen las conquistas sociales en cualquier parte del mundo?: la cobertura universal de la salud, la seguridad social, el salario mínimo, la jornada de ocho horas… y el sinnúmero de reformas que hacen de los países nórdicos y europeos un modelo a seguir en materia de desarrollo económico y social.
Con el aprecio que le he tenido a don José Alejandro, sí que lo invito a un diálogo más constructivo sobre estos temas, en aras de una sociedad mejor, principalmente porque él escribe desde un escritorio comprado con una dignísima jubilación, otorgada por el Estado, y merecida por cierto, por haber bregado en el mundo de la banca central. Pero, ¿qué tienen ellos de diferente en el ADN que no lo tenga un sufrido ex director de la Contabilidad del Estado, o de la oficina de Crédito Público del Ministerio de Finanzas Públicas, que se retira con una baja jubilación cinco veces menor a las del edificio de al lado de la Plaza Carlos Mérida, cuyos altos jefes incluso cuentan con seguro privado internacional, en caso de que bajo un grave dolencia deban ser atendidos en algún hospital houstoniano?
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