El enfrentamiento entre democracia -desconfiada de la autoridad, creativa, comerciante, proclive tanto a la excelencia como a los excesos, y por ello, no exenta ni de problemas, ni de pecados, ni tampoco de crímenes- y autocracia -autoritaria, eficaz por disciplinada y regimentada, pero proclive a un despotismo cruel en nombre del orden y la ortodoxia- es un pleito cuyos orígenes se remontan a los albores de la civilización occidental y que lleva, por eso mismo, casi dos mil quinientos años de recurrentes pugnas. Siendo la democracia la fórmula de gobierno que se aparta del patrón “natural” que emerge en las sociedades primitivas o atrasadas, desde el principio sufrió el embate “de los poderes que ya son”, como lo emblematizan las guerras del Peloponeso -que para tragedia de Grecia y del mundo, terminó perdiendo la democrática Atenas-. Aún ahora, como lo hicieron los pensadores post-renacentistas que concibieron a las repúblicas democráticas modernas en los siglos XVII y XVIII, podemos sacar importantes lecciones de esos accidentados orígenes helénicos y también, del posterior fracaso de la república romana. Sin embargo, hoy quiero llamar su atención, amable lector, a otras lecciones posteriores, que se derivan del accidentado proceso que condujo a algunas de las nuevas repúblicas democráticas modernas, al hoy llamado “primer mundo”; ese de la prosperidad amplia y pacíficamente accesible a sus mayorías, y del cual, nosotros, tristemente, aún no formamos parte…
Tras la Independencia de los EE. UU. (1776) y la Revolución Francesa (1789), que hicieron irrumpir en el escenario mundial a la república democrática moderna, las entonces monarquías europeas dominantes reaccionaron vigorosamente frente a lo que para ellas era un desafío existencial. Con la excepción de Inglaterra, cuya política ambivalente se derivaba del hecho de que ya era una república parlamentaria de facto, sólo revestida superficialmente con el ropaje de una monarquía castrada de poder real desde 1649 -año en el que decapitaron a su rey- las otras principales potencias europeas de entonces, Austria, Francia y Rusia, intentaron restaurar el orden monárquico. Ese fue el orden político dominante que emergió en el viejo Continente del Congreso de Viena, en 1815, tras la derrota definitiva de Napoleón, bajo el liderazgo del austriaco príncipe von Metternich. Lo lograron -temporalmente- en Francia y en España y trataron de garantizarlo con su permanencia fragmentada, en el antiguo “Sacro Imperio Romano-Germánico”; de donde pese a sus designios, eventualmente surgirían, con aspiraciones democráticas, Alemania e Italia (en 1871). Pero ya “el genio se había salido de la botella” y el efecto subversivo de la libertad de expresión y de las ideas acerca del “contrato social” siguió su curso inexorable. En 1848, tras insurrecciones generalizadas en el Continente, cayó Metternich en Viena y simultáneamente Marx y Engels publicaron su Manifiesto Comunista; y con ello, un nuevo actor entró en la disputa por el poder político de los nuevos Estados: el socialismo. Así, en las naciones del Continente europeo, la vieja disputa entre liberales y conservadores se amplió para incluir a los socialistas, porque en un sistema político democrático no se podía ignorar “la cuestión social”. Pero en ese mismo Viejo Continente, los socialistas radicales, de talante autocrático y bajo la férrea hegemonía de los leninistas, fueron desplazados hacia el Este; primero hacia la Rusia ex zarista, donde asumieron el poder por primera vez (en 1917) y eventualmente, hacia la China por un lado y hacia el oriente europeo, por el otro. Mientras que en la Europa “occidental”, tras una profunda escisión surgida en el seno del movimiento socialista internacional durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), los socialistas “occidentales” devinieron mayoritariamente “social-demócratas”; es decir, respetuosos de las fórmulas electorales liberales, aunque agresivos promotores de una más amplia distribución de la riqueza, dentro de una economía de mercado regulada. Concurrentemente, procesos similares ocurrieron en Japón (1868-1912), aunque no da la extensión de un artículo periodístico como éste, para abordar el tema apropiadamente. En líneas gruesas, puede decirse que la “Gran Guerra” terminó de sepultar a las grandes monarquías remanentes, en Rusia, en Austria y en el decadente Imperio Otomano (no así en Japón); pero no acabó del todo con las ideas ultra-conservadoras y con el poder autocrático europeo, que re-encarnado en el fascismo, llevó de nuevo al mundo a otra gran conflagración (1939-1945). De eso se trató, con horrenda mortandad y sólo con un éxito a medias, la siguiente gran guerra mundial; que le dio una victoria compartida a la incómoda alianza entre las democracias y el socialismo radical (representado por la URSS), sobre el fascismo -sobre todo, el alemán- del que inicialmente los soviéticos fueron aliados. De esta cuenta, ya desde las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, en un nuevo orden mundial -el “occidental”, separado del “segundo mundo”, de hegemonía soviética- los socialdemócratas -con ese y con otros nombres- vienen alternándose pacíficamente en el poder con liberales y conservadores, en todo el hoy llamado “primer mundo”; logrando que el sistema capitalista, consustancial en lo económico a la democracia, se constituyera en esos países en una opción políticamente viable. Construyendo una inmensa clase media, con una ancha red de seguridad social, con un amplio acceso a la salud, a la educación y a la seguridad; y desarrollando por diversos métodos mercados internos de consumidores, proclives a la cooperación social y a la moderación política. A diferencia de lo que ocurrió en naciones atrasadas, como la nuestra, en las que una provinciana visión maniquea del mundo, insiste ¡aún hoy! en que el proceso político debe seguir siendo una lucha, que pintan cuasi-existencial, por preservar las cosas como están -sin mayor esperanza para una mayoría desposeída y aún anclada a la pobreza, fuente perenne de inestabilidad- contra una -supuesta- “barbarie comunista”, que dizque toca de nuevo a las puertas de este nuestro pedazo del “tercer mundo”. Es esa terca visión tercermundista la que nos ha tenido aherrojados al subdesarrollo, esa que postula que aquí todo es cuestión de seguir con nuestro corrupto sistema inmovilista, so pena de caer “bajo la tiranía de los chairos”…
Contrario a las expectativas de sus panegiristas, por otra parte, el socialismo radical fracasó en su empeño de generar prosperidad generalizada para “sus masas”, mientras el capitalismo moderno -regulado e incluyente- produjo un nivel de prosperidad jamás visto en la Historia, tanto en términos absolutos como relativos, en aquellas naciones que lo practicaron. Esta realidad, reconocida de facto por el partido comunista chino -desde la administración reformista (comenzando en 1978) de Deng Xiaoping- y por el partido comunista soviético -desde tiempos de la Perestroika y el Glasnost (comenzando en 1986) de Michael Gorbachov- se tradujo en el abandono de “la praxis” económica marxista en China y Rusia, pero no en el abandono de sus fórmulas políticas autocráticas. El mundo quedó así dividido, en cuanto a su forma de gobierno, por el bloque de las democracias modernas, enfrentado al bloque de autocracias hoy capitalistas “de izquierda”, observadas por un hetérogeneo “tercer mundo”, en errática busca de “nortes” para encontrar un mejor destino. Y sin embargo, pese a la fatal presencia de la “trampa de Tucídides”, esa que postula que dos potencias expansivas están irremisiblemente condenadas a una confrontación existencial, los dos bloques han eludido hasta la fecha el desenlace de una “tercera” guerra mundial, que podría terminar en un apocalíptico holocausto nuclear. De hecho, la “mutua destrucción asegurada” (MAD, por sus siglas en inglés), ha sido el principal disuasivo para evitar tal desenlace. No obstante, tres focos de tensión amenazan los equilibrios logrados tras la distensión que hizo posible el fin de la “guerra fría”. Hoy, las democracias y las autocracias se acercan peligrosamente a la detonación de un conflicto generalizado por tres fricciones específicas: en Ucrania, el Medio Oriente y el estrecho de Taiwán. La favorable disparidad económica, tecnológica y militar de “Occidente”, no obstante, ha provocado el inevitable análisis de una posible “destrucción asimétrica asegurada” frente a los crecientes desafíos de las autocracias “de izquierda”. Y aunque tal escenario, por su inevitable costo -en vidas y en destrucción material- sigue resultando inaceptable para Occidente, ha conducido a una pérdida de flexibilidad en las relaciones entre las potencias rivales…
La cosa se complica aún más, porque -contra todo pronóstico- aquel espantoso mundo de radicalismos autoritarios que se creyó definitivamente superado tras la Segunda Guerra Mundial, vuelve a erguir su odiosa cabeza aún en el primer mundo, y los ultra-conservadores resucitan a los fantasmas autocráticos que llevaron al mundo a la espantosa confrontación que condujo a la humanidad a la trágica Segunda Guerra Mundial. Me refiero tanto a la ominosa presencia del proto-fascista Donald Trump en el sistema político norteamericano, como a la terca alianza golpista de esta aldea, que se niega a aceptar las aspiraciones de modernización del electorado guatemalteco. Y en ese contexto, no es conveniente olvidar que Guatemala tiene suficientes problemas propios como para tratar de terciar en los más irresolubles conflictos ajenos, de manera que en la medida de lo posible, debemos mantener saludable distancia de los focos de tensión. Una cosa es incontrovertible, no obstante: los intereses de Guatemala a largo plazo, por su ubicación geopolítica y también por la superioridad de facto de la economía de mercado, están vinculados inexorablemente a las fuerzas democráticas; pese a sus falencias, abusos y hasta inocultables crímenes -como ilustra hoy la irresponsable conducción que Netanyahu ha hecho de la respuesta militar al asalto de Hamás. Las democracias, a diferencia de las autocracias, son sujetas a la autocrítica y por ello, históricamente, han representado la mayor esperanza de un futuro mejor para la humanidad. Así que nos toca resistir el resurgimiento de las fórmulas autocráticas locales, apostarle a la prevalencia de la democracia en el Norte de nuestro Continente y confiar en que la superioridad económica, tecnológica y militar de Occidente, combinada con la aversión al conflicto violento congénita de la democracia, prevalezcan en esta difícil coyuntura que nos ha tocado vivir. Así que no se confunda, ciudadano, al escuchar “cantos de sirena”; porque no queremos despertar un día con la realidad de que en momentos de gravísimo peligro, nos pusimos del lado equivocado de la Historia…
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