Carta de navegación para un borrascoso pero crucial 2025 en Guatemala

“Los fuertes hacen todo cuanto pueden hacer y los débiles están condenados a sufrir todo lo que no pueden evitar…” – Tucídides, reflexionando acerca del primer genocidio cometido deliberadamente por una Democracia (en el año 416 a. C.) en la isla de Melos (matando a todos sus hombres y esclavizando a todas sus mujeres, a sus ancianos y niños); ello por la pretensión isleña de permanecer neutral en la guerra de Atenas contra Esparta (Libro V, en la “Historia de la Guerra del Peloponeso”, c. 415 a. C.).

Lionel Toriello

febrero 25, 2025 - Actualizado febrero 24, 2025
Lionel Toriello

Dicen los laureados con el premio Nobel en Economía de 2024, Daron Acemoglu y James A. Robinson, en su obra “El Corredor Estrecho” (The Narrow Corridor), que el desarrollo moderno sólo puede ocurrir en ese angosto espacio en el que una Sociedad empoderada y un Estado fuerte se equilibran la una al otro.  Estos pensadores, también autores del muy afamado libro “Por qué fracasan las Naciones” (Why Nations Fail), ilustran, con un reflexivo recorrido por el registro histórico global, cómo sólo en las sociedades en las que un Estado fuerte ha desarrollado instituciones socialmente inclusivas -que garanticen el acceso de las mayorías menos favorecidas a los beneficios de esa institucionalidad republicana- de veras se progresa pacíficamente.  Y cómo aquellas naciones que se resisten a esa deliberada creación de amplias clases medias y que se aferran a mantener los obscenos privilegios de sus élites miopes, terminan con Estados anárquicos o despóticos, con tiranías o con revolución.  De manera similar a lo que ocurrió en la Europa Oriental, en particular en el antiguo Imperio Austro-Húngaro o en la Rusia Zarista (que permanecían tercamente aferradas a sus obsoletas fórmulas sociales mientras en la América del Norte, la Europa Occidental y el Japón se despertaba la primera revolución industrial, sobre la base de una simultánea creación de la sociedad de consumidores), las élites latinoamericanas se han resistido, de facto o de jure, a esa creación deliberada de la amplia clase media a través del proceso político.  Ello, aún cuando hayan adoptado, “del diente al labio”, las formas exteriores de la institucionalidad republicana.  Por eso, como ocurrió con Europa del Este, los latinoamericanos hemos vivido por años a lomo de caballo entre dictaduras más o menos disimuladas y el riesgo de la violencia revolucionaria, esa que es conducente al despotismo absoluto.

Por eso es tan importante lo que ocurrió en Guatemala durante las elecciones del 2023. Porque fue entonces cuando, inusitadamente, el electorado se rebeló con éxito inicial contra décadas de dominación ultraconservadora y colocó al frente del Ejecutivo a una opción política diferente.  Una que se separa de la perversa lógica de soportar a una banda de rufianes en el poder, fundamentalmente para preservar los privilegios de la élite y oponerse a todo auténtico cambio y así, dizque “salvarnos del comunismo”; aquello, por supuesto, a cambio de dejar que esos rufianes sangren inmisericordemente al erario, con consecuencias empobrecedoras para todos.  Como sabemos, pese a que la mayoría del pueblo guatemalteco es de talante moderado, la lucha por el poder político ha estado aquí secuestrada por los voceros de posturas extremas a ambos lados del espectro ideológico y por eso, nuestra primitiva y simplona discusión pública se centra en los argumentos de, por una parte, nuestros desfasados neo-leninistas tropicales, corifeos de un despotismo cruel y  estéril; y por el otro, en los de sus igualmente obsoletos neo-aycinenistas de nuevo cuño, ansiosos por lograr que nada, realmente, cambie y que aceptemos mansamente realidades sociales intolerables.  El actual y denostado Presidente Arévalo, que por honrado, socialmente solidario y respetuoso del marco legal republicano, representa el cuarto intento de darle a nuestro país un cambio de rumbo, es una anomalía histórica en esta tierra que tiembla. Representa una oportunidad histórica porque nos coloca en dirección a la auténtica república democrática, orientados hacia un sistema económico de capitalismo incluyente y moderno.

Lamentablemente, Guatemala ha iniciado este tardío peregrinaje hacia un mejor futuro, cuando además de los artificiosos obstáculos erigidos por los tercos enemigos locales del auténtico progreso, el mundo enfrenta una inesperada regresión hacia fórmulas de gobierno autoritario que se suponían plenamente superadas en Occidente, desde el fin de la pasada Segunda Guerra Mundial.  Para entender mejor las implicaciones -y los peligros- del actual momento histórico global, resulta ilustrativo traer a colación la debacle de la democracia griega, por las lecciones que aquel lejano suceso aún entrañan para los hombres de hoy…

Hay que recordar que hubo una época en la antigua Grecia en la que las bondades del sistema democrático se hicieron súbitamente evidentes para todo aquel que no quisiera negarse a ver.  En Atenas, una democracia directa y radical les permitió a sus ciudadanos libertades que no habían sido practicadas hasta entonces por sociedad alguna.  Surgieron así estadistas, filósofos y artistas como nunca antes, pero también grandes inventores y comerciantes, que, usando al Egeo como una gran carretera mercantil, generaron una prosperidad generalizada nunca antes vista, sobre la base de una expansiva innovación: la economía monetaria.  Debido a ello, en Atenas se fundían los mejores metales, con los que se fabricaban las mejores armas; se erigían las más hermosas esculturas, los mejores monumentos y edificios públicos; se construían los mejores barcos y se ponían en escena las mejores obras teatrales. Con la prosperidad, también llegó un inusitado poderío militar, expresado en su numerosísima flota, virtualmente invencible sobre los mares cercanos y lejanos. Desde la colina amurallada donde se asentaba el corazón de aquella deslumbrante nueva sociedad, el puerto del Pireo -conectado por un corto camino también amurallado- le permitía a la coqueta Atenas ser inmune a las amenazas de sus enemigos, aún a las de aquellos que, como Esparta, contaban con ejércitos de tierra muy poderosos.  Por vía marítima, la pujante ciudad-Estado podía abastecerse de todos los insumos vitales, pertrechos de guerra y hasta de ejércitos mercenarios, mientras sus rivales eran contenidos afuera de su fortificada periferia amurallada.   Su posición y su prosperidad eran tan ventajosos, que podía enviar expediciones militares punitivas a castigar la retaguardia de sus atacantes, aún estando bajo asedio.  Así, la orgullosa, sofisticada e irreverente acrópolis ateniense veía con desdén a sus rivales, gobernadas por rígidas oligarquías, que, como todas las sociedades conservadoras, criticaban sus excesos y pecados, mientras se aferraban a sus ortodoxias, a su disciplina castrense y a sus pueblerinas tradiciones.  Inexorablemente, aquella irreverente Atenas terminó enfrentada con la más poderosa de sus rivales: la adusta, moralizante e implacable Esparta.

Pero la democracia no está exenta de incurrir en excesos, cometer errores y hasta perpetrar crímenes.  Empezando con el inexcusable genocidio consumado contra los habitantes de la isla de Melos, que erosionó la otrora superioridad moral de la democracia ateniense, se gestó un deterioro político que no cesó sino hasta verla irreparablemente cuestionada por propios y extraños.  Concurrieron dos expediciones fracasadas -y onerosísimas- contra la lejana Sicilia, en los confines de la Magna Grecia y todo ello agravado por una pandemia, que, ingresando por el cosmopolita puerto del Pireo, diezmó a la población de la ciudad de los mármoles.  La autocrítica que caracteriza a la democracia cedió paso a la denostación sistemática del régimen.  Que si el insaciable apetito de las masas por siempre crecientes granjerías las empujaba a apoyar aventuras militares cada vez más ruinosas.  Que si esos gastos militares habían forzado la creación de más odiados impuestos para sus cada vez más reacios contribuyentes.  Que sus irresponsables políticos gastaban en lo que no debían y desatendían lo indispensable y que, por ello, la peste los había diezmado. Primero los más ricos empezaron cuestionando las bondades de una democracia que los forzaba a pagar más tributos.  Los siguieron demagogos oportunistas que hablaban del “abandono de los valores morales” en una ciudad devenida libertina y para rematar, hasta el sabio Sócrates se convirtió en acre crítico de aquel errático y a veces torpe gobierno “de la muchedumbre”…  Las fuerzas oligárquicas al interior de Atenas cerraron filas.  Tras recurrentes disturbios “aceitados” por sus dineros, reinstauraron al sistema político oligárquico a lo interno, destruyendo a las instituciones populares.  Luego ¡derrumbaron las murallas de la ciudad para congraciarse con el enemigo externo! aunque ello, a la postre, no aplacó el implacable odio de sus rivales y terminó haciendo inevitable su derrota militar frente a Esparta.

Sobra decir que el triunfo del sistema oligárquico no hizo a Grecia “grande otra vez”.  Los ricos comerciantes, sí, vieron disminuidos sus impuestos; pero desfinanciada así la Liga de Delos que comandaba Atenas, vieron también destruidos sus mercados de exportación. Debilitadas por las larguísimas guerras, tanto Esparta como Atenas y el resto de las ciudades griegas arrastradas al conflicto, sucumbieron frente al inesperado asalto de sus rústicos vecinos, los macedonios, medio griegos y medio bárbaros. Éstos, tras avasallar por la fuerza a todas las ciudades griegas, hicieron una pobre imitación de su cultura original y esparcieron “la cultura helénica” por casi todo el mundo conocido; a manos, primero de Filipo, y luego de su hijo, el afamado Alejandro “el Magno”.  Pero aquel mundo “helénico” pronto devino un puñado de monarquías decadentes, inermes frente al surgimiento de otro pueblo mediterráneo, entonces en expansión.  Según Polibio, historiador de Roma de origen griego, con la creación de la República, aquel pueblo latino combinó lo mejor de la monarquía, de la oligarquía y de la democracia. Bajo tal sistema, conquistó a todo el mundo conocido y sentó las bases de lo que después del Renacimiento se reconocería como la República Liberal moderna, esa de la de la democracia representativa, gobernada por un Contrato Social.  De Grecia y “su siglo de oro” sólo quedo la romántica memoria de “la Era de Pericles”, junto a algunos mármoles rotos y otras ruinas…

Todo esto viene a cuento porque la Democracia Norteamericana -tras excesos, errores y hasta crímenes- ha puesto en la Presidencia de EEUU a un personaje que evidencia desprecio por su tradicional institucionalidad republicana.  Con la excusa de que “el Estado profundo” ocasiona despilfarro, corrupción y abusos, sus corifeos y adláteres están en proceso de desmantelar instituciones que la nación norteña tardó décadas y hasta siglos, en construir; un andamiaje institucional de pesos y contrapesos, concebido para defenderse de enfermedades, de sus enemigos, del crimen y hasta para hacer más efectivo su “poder blando”, está siendo inmisericordemente desmantelado. Apartado, también, de la tradicional amistad con otras democracias, el actual ocupante de la Casa Blanca le hace guiños a los déspotas que han gobernado a sus Estados rivales, hasta el punto de extorsionar al Presidente ucraniano como lo haría una obsoleta y avorazada potencia colonial. Mientras termino de pergeñar estas líneas, el mundo observa con incredulidad sus disparates, como los de amenazar con adueñarse de Groenlandia, del Canal de Panamá, de anexar Canadá a los EEUU y de llamar “Golfo de América” al Golfo de México.  De ponerle aranceles a sus más cercanos socios comerciales y de abandonar y humillar a sus aliados europeos.  De traicionar a Ucrania y a Europa, dándole la razón al déspota Putin en sus designios expansionistas. Y es en ese entorno que la pequeña Guatemala está retomando su camino hacia la modernidad…

Pero pese a las circunstancias, el proceso avanza en esta tierra de temblores, ciudadano.  Pese a los fantasiosos desplantes de la patética fauna fascista local, tercamente empeñada en sus designios golpistas, el actual gobierno ha afianzado su control sobre las fuerzas de seguridad del país y ha logrado engrosar la chequera pública, con la que podrá empezar a reconstruir nuestro semi-destruido entramado social.  Es imprescindible que en este crucial 2025 saquen al país de su letargo y actúen.  Pueden ahora abocarse a construir más caminos, más escuelas y hospitales.  Pueden crear condiciones para que mejore y aumente la producción local. Pueden mejorar apreciablemente la seguridad y continuar su lucha contra la corrupción enquistada en las estructuras de gobierno.  Deben continuar removiendo obstáculos para que se materialice sin más demoras, nuestro Corredor Interoceánico. Pueden hacer despegar, en suma, el potencial de esta tierra tan promisoria. Y como se evidenció durante la reciente visita de Marco Rubio, pueden continuar navegando exitosamente en el proceloso entorno internacional actual:  el gobierno guatemalteco ha demostrado más habilidad diplomática que la de sus contradictorios detractores; pues contrario a sus expectativas,  nuestros golpistas tropicales no están más cerca de lograr que el Tío Sam les haga el trabajo sucio de botar al gobierno, mientras ellos no hacen más que proferir sus hipócritas gritos de “soberanía”.  No, por lo menos, mientras siga en el Departamento de Estado norteño, el secretario de origen cubano que recién nos visitó…

Etiquetas:

Todos los derechos reservados © eP Investiga 2024

Inicia Sesión con tu Usuario y Contraseña

¿Olvidó sus datos?