Los niveles de deterioro institucional superan casi cualquier previsión o idea previa. Solo al convivir, incluso momentáneamente, con el aparataje público se puede constatar el empobrecimiento de la administración pública en general. No importa si se trata de una dependencia del gobierno central, del nivel municipal o autónoma. Pero el carácter endeble tiene varios orígenes, se gesta, tanto desde afuera como dentro.
Esta constatación no es un tema menor. Representa un indicador o más bien, la consumación de un acumulado de factores, entre los cuales cabe subrayar la irresponsabilidad de al menos las últimas tres administraciones de gobierno, empecinadas en tomar por asalto todo lo “público”, en especial sus recursos económicos, para lo cual el desmantelamiento de las instituciones se convirtió en objetivo “necesario”. Instituciones desmanteladas, en manos de lo peor de lo peor, sin controles algunos, implica una ecuación mandada a hacer para que, paso siguiente, se las tomara por asalto para sustraer todo lo que se encontrara a su paso.
La corrupción, convertida en fenómeno criminal en ascenso sin obstáculo alguno, deja profundas huellas en diversidad de contextos. En este caso, vaciar de contenido y de todas las capacidades de maniobra a las instituciones públicas significa dejar en despoblado, aumentar la voracidad y alterar los marcos de competencias para que en lo sucesivo prioricen ceder todo el terreno posible a la diversidad de fauces interesadas que han aumentado en los últimos tiempos.
Contrario a las tendencias de las últimas dos décadas que se orientan en otras latitudes a fortalecer los controles, los mecanismos para que la institucionalidad se dedique a sus objetivos y se alejen de las tentaciones, así como la profesionalización de sus cuadros, tanto directivos como operativos, en este país la dinámica prevaleciente va en sentido contrario. “Hay que caerle a todo lo que se mueva”, parece ser la premisa.
Pero el asunto no queda allí. Un factor derivado, por ejemplo, consiste en la enorme cantidad del erario público que está sirviendo para el pago de los contingentes de empleados públicos que fueron, quizás por diseño, destituidos en años recientes quienes, posteriormente, lograron por orden judicial, ser reinstalados, pero además beneficiados porque dichas órdenes usualmente van acompañadas de la obligación del pago de los salarios dejados de percibir, así como de las prestaciones laborales correspondientes. Es probable que en muchos casos una parte de estos ingresos paren en manos de los controladores de esta modalidad de corrupción “hormiga”, porque manejan los hilos de la operación sigilosa.
Este caso encierra una serie de dificultades operativas. Por un lado, dada la proliferación de la práctica, casi todas las instituciones públicas tienen que asignar recursos para cumplir este nuevo “modelo” de sustracción de recursos públicos que suelen ser millonarios, que no se pueden soslayar porque provienen de órdenes judiciales. Además, las dependencias del Estado incrementan sus plantas de personal, porque a las plantillas existentes se deben sumar los reinstalados. Pero la cosa no queda allí. Por lo general, el personal que vuelve no se caracteriza por ser los mejores perfiles; todo lo contrario. Aunque pueden darse excepciones, los trabajadores que fueron removidos integran esa “generación” de personas que buscan laborar en el ámbito público para ver si también algo de las mieles los salpican, o bien porque sus méritos son tan limitados que solo les queda como opción laboral incursionar a puestos de trabajo donde reina el tráfico de influencias, y no por capacidades, idoneidad y procesos de selección serios, puedan acceder. El ámbito público tiende a privilegiar los mecanismos informales y grises, por encima de la meritocracia.
En tal sentido, en la actualidad, las instituciones no solo están vacías de contenido, lejanas de cumplir con los marcos de competencia, repletas de redes propensas a la corrupción, sino además, por enormes contingentes de personal, que además de incrementar perversamente los gastos de funcionamiento, son, en su mayoría, poco capaces para desempeñar funciones, incluso operativas, de la administración pública; están allí en estado de pasividad, sin intención alguna por cumplir instrucciones, pero prestos a identificar y aprovechar las ventanas de oportunidad para continuar el desmantelamiento.
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