El siglo XVII es un tiempo que, de alguna forma, parece no estar en el presente, en el instante que corre ni en aquel en que suceden los acontecimientos; sino, en cambio, es un tiempo que parece buscarse en el pasado o en el futuro, las sombras de un pasado añorado y cada vez más lejano o en los brillos de un futuro desconocido e inquietante.
Lo que pasa es que el tema del barroco es la escisión y, si esta palabra no lo dice todo, también se pueden citar palabras cercanas como ruptura, como rompimiento e, incluso, se puede llegar a decir cisma, a lo mejor, de todas las referidas la más adecuada sea la última: cisma, porque nombra lo que nombran todas las demás, pero de algún modo, también nombra el drama, el dolor, la indecisión, el extravío.
El barroco es una línea de frontera que, al serlo, deja ver los dos lados que separa, los deja vigentes; en el barroco, el pasado no ha desaparecido y el futuro es algo que sólo se vislumbra, de ahí, que resulte tan complicado dar cuenta del barroco como algo completo o tal vez, mejor sería decir completado e íntegro y, también de ahí, que resulte tan natural percibir al barroco como algo cargado de divergencias, desacuerdos y disonancias.
El problema real del barroco consiste, entonces, en el campo que abre la cuestión: ¿qué puede vivir o desarrollarse o dar de sí sobre una línea de frontera…? Ante lo cual, con honestidad, hay que responder que sólo el doblez (la palabra que más se ha usado es el pliegue), aquello cuya naturaleza sea la del gozne, la de la bisagra, porque únicamente algo con esa naturaleza es capaz de reproducir los dos lados que une y separa, necesariamente, un doblez vive de los dos lados que une y separa, así, en sí mismo sea casi nada o, bien entendidas las cosas, sólo sea un equilibrio precario e inestable entre lo que une y, a la vez, separa.
El barroco es una suerte de trastorno, de inestabilidad cuya función es, tanto unir, como separar y su intensidad es la alta temperatura de esta tensión.
El asunto aparente, o bien, lo que quisiera verse, o bien, el sol que quiso taparse con un dedo bien podría ser que, durante el siglo XVII, una visión lineal del tiempo y de las cosas, ha quedado atrás; pero, de acuerdo con una visión que busque escapar de esta miopía o de esta ingenuidad, las cosas no son han sido así para nada, porque, el siglo XVII y su carga barroca han sido muy diferentes, incluso, ha sido todo lo contrario.
De acuerdo con lo que aquí ha tratado de argumentarse, ni en el siglo XVII ni hoy han quedado atrás las divergencias, los desacuerdos ni las disonancias, lo que ha permanecido vigente desde entonces y hasta ahora.
El mundo actual es un escenario atravesado, cruzado, marcado por líneas fronterizas que no sólo separan Estados, territorios y unidades políticas, sino también muchas otras cosas y muchas otras gentes; incluso, dentro de los propios Estados considerados como más sólidos, consistentes y bien conformados persisten y se marcan grandes fronteras; según puede verse sin tanto esfuerzo, hoy no hay otro fenómeno cultural más visible que los límites diferenciadores.
El mundo actual está atravesado por un sentimiento de nostalgia, de melancólica tristeza, porque lo que más se siente es el doblez que separa a los mundos y que también los une, pero que, en su existencia innegable, imprime de incertidumbre, de inseguridad, y de ambivalencia las relaciones entre los hombres.
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