Antes de la llegada del ferrocarril a Guatemala en 1880, viajar de un punto a otro de la República era una aventura de muchas horas, días y hasta meses, en condiciones precarias, incómodas y muchas veces peligrosas.
Y viajar fuera era aún menos frecuente. La salida o el retorno al país era tan relevante que los periódicos lo anunciaban como noticia del día, apuntando en la nota informativa el nombre de los viajeros, su destino, punto de embarque y el propósito de su llegada o partida.
La red de caminos del país era sumamente limitada y maltrecha, donde las vías más frecuentadas eran las precolombinas, las brechas abiertas por los comerciantes de insumos y las marcadas por los arrieros que acarreaban su ganado de un punto a otro para la venta, especialmente durante las ferias patronales de los pueblos o ciudades, como sucedía en la ciudad de Guatemala la semana del 15 de agosto, para la Feria de Jocotenango en honor de la Virgen de la Asunción.
En Guatemala existían veredas, más que caminos, que surcaban los montes y los valles de la extraordinaria geografía natural del país. Abiertos a la brava por los mozos que encabezaban la comitiva de viajeros a puro machetazo limpio, para limpiar de malezas, arbustos y animales.
Eran grandes comitivas: los viajeros iban a lomo de mula, igual que sus pertenencias. Los acompañaban también indígenas de a pie, quienes cargaban equipaje, o cargadores de personas que llevaban en la espalda un enorme canasto en donde se acomodaba el viajero, quien por regla no debería pesar más de 125 libras.
En tiempos más modernos, a finales del siglo XIX o principios del XX, se creó un servicio de diligencia que comunicaba la ciudad de Guatemala con otras ciudades del interior como La Antigua. El trayecto llevaba más de seis horas, en caminos polvorientos en verano y grandes lodazales en época lluviosa, y lo más significativo era que los pasajeros corrían riesgo de ser asaltados en la bajada de la Cuesta de las Cañas, pendiente inclinadísima en donde el cochero frenaba las ruedas y jalaba las riendas de los caballos para no morir embarrancados, oportunidad que aprovechaban los maleantes, pistola en mano, para despojar a los viajeros de sus pertenencias, tal cual si se tratara de una película de vaqueros del lejano Oeste norteamericano.
Conservo un emotivo diario de viaje escrito por mi padre cuando, alrededor de 1909, realizó la primera gran aventura de su vida: viajar en diligencia a La Antigua Guatemala para pasar la Semana Santa en la Ciudad colonial y hospedarse en una casa de huéspedes en donde servían un delicioso chocolate batido a la hora de la merienda. Luis no llegaría a los diez de edad.
Con caligrafía temblorosa y escrito a lápiz, mi padre describe con ilusión infantil aquel viaje en diligencia: el pequeño cubículo rodante de madera jalado por lo que el niño percibió como “cuatro grandes caballos”, dispuesto con asientos de tabla y con cuatro ventanillas con celosillas desde donde pudo observar el paisaje: los pastizales verdes de las Majadas, los encinos tristes en los cerros y una casa enorme llena de hortensias, el hotel San Rafael, en donde la diligencia se detuvo unos minutos para descansar y refrescarse.
“El conductor”, escribió el pequeño viajero en sus notas de bolsillo, había dado gracias a Dios por haber pasado sin novedad por el paraje llamado el Manzanillo, nido de ladrones y bandidos que asaltaban en despoblado a los indefensos viajeros.
Fue un trayecto largo de la Ciudad capital a la Ciudad colonial, la que el pequeño Luis describió como triste porque todo estaba en ruinas, pero esperaba con ansias llegar al hospedaje, con ilusión de que “ojalá la habitaciones que nos toque tenga balcón para mirar el paso de las procesiones”.
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