Un paseo por Madrid

De pronto, me asalta un entusiasmo, un deseo que había perdido en los últimos meses. Es el gusto por contar mis sensaciones y experiencias de cada viaje. Busco una banca y me pongo a garabatear rápidamente, para poder recordar detalles cuando escriba la crónica de este paseo.

Byron Ponce Segura

septiembre 29, 2024 - Actualizado septiembre 28, 2024

Es inicio de julio de 2018.  Llevo ya tres días en Madrid y aunque estamos en verano el calor no está fatal.  

Ayer hice las rutas turísticas del viejo Madrid en uno de esos autobuses sin destino final.  Pagar el derecho de subirse y bajarse con el mismo boleto y cuantas veces se quiera es una manera rápida de conocer, pero no se acerca nada a las vivencias que un explorador desea experimentar.

De la experiencia me queda la narración pregrabada que se escucha con audífonos que la gente pide o toma al subirse y que abandona en el siguiente punto para repetir el ritual si se vuelven a subir. También me quedan muchos audífonos rojos. Alguien podría haber pensado que yo era un ladronzuelo, un aprovechado, un mal tipo queriendo apropiarse de muchos aparatitos. Junté un buen número en mi mochila. La verdad es que me daba cólera propia y remordimiento ajeno saber que pronto subiría una persona de la limpieza y lanzaría a la basura todos esos dispositivos que fueron usados apenas unos minutos. Bueno, yo los recojo para regalarlos, hacer un servicio a alguien y darle un microrespiro a este planeta.

El método turístico de hoy será diferente.  Sin razón particular seleccioné uno de los puntos de ayer y, vía metro, me dirigí a una de las siete puertas de la ciudad.

El metro ofrece muchas curiosidades a los recién llegados.  No es inusual que los pasajeros vayan leyendo, aunque sea de pie.  No se inmutan con la gente que sube y baja en cada parada.  

Sube todo tipo de vendedores de cachivaches y recolectores de caridad monetaria.  Qué pena que algunos hablen tan rápido que no llego a comprender lo que dicen.   Como era de esperarse, la gente se esconde detrás de sus teléfonos celulares para justificar su falta de atención a quienes usan los vagones como lugar de trabajo.

Calle de Toledo, Madrid.

Llego a mi destino: la puerta de Toledo, inaugurada en 1827 para recibir a los visitantes que ingresaban por el sur de la ciudad.  Se sitúa en una cima cuyo ascenso inicia en el río Manzanares.

El primer punto visitado fue un mercadillo sobre la calle Ronda de Toledo.  Se encuentra casi al salir de la estación del metro.  Es un pequeño parque que se llena de vendedores callejeros y en sus buenos días se extiende por los alrededores.  Ofrecen fruta, herramientas usadas y nuevas, ropa, libros viejos y demás cosas de baratillo.  Aunque desayuné bien, unos hermosos melocotones ganan mi atención.  Pregunto si me venden uno y la dueña del local me ve como llegado de otro planeta.  Se vende por kilo.  Pienso en más de dos libras de fruta asentándose en mi estómago y la idea no me agrada.  De todas formas, compro el kilo. No tengo que consumirlo en ese momento.

Me entretengo leyendo los títulos de los libros usados.  No hay nada interesante. Ahora capturan mi vista unos abanicos pintados a mano.  Son nuevos y se ven bien.  Se me acerca una viejecita encorvada que camina con alguna dificultad y sin darme tiempo a decir algo, me lanza una oferta si llevo dos.  Compro cuatro y los guardo en compañía de los melocotones.

Camino de vuelta a la Puerta de Toledo y veo en todas direcciones.  Decido ir hacia abajo, por la Calle de Toledo.

Apenas camino unos 50 metros cuando llama mi atención una mujer de mediana edad.  Está encuclillada, con las espaldas contra un muro.  Me parece menuda.  Está bien vestida, usa unos bonitos anteojos con aro azul y poca graduación.  Tiene un rostro muy atractivo.   Es claro que no busca despertar la caridad de nadie, pero en las manos sostiene un cuadrado de cartón donde solicita empleo y se ofrece para ayudar en las tareas del hogar.  Recuerdo la crisis económica de hace algunos años, cuando el desempleo entre los jóvenes españoles llegó a más del cincuenta por ciento.  La veo y pienso que ha de tener nombre de flor.  No puedo ofrecerle más que unos amables buenos días, y ella los retorna con gentileza.

Abajo encuentro un pequeño supermercado con una novedad: parqueadero de perros.  Se trata de una barra metálica donde los clientes pueden amarrar a sus mascotas.  Veo dos en paciente espera.

Paso frente a algunos restaurantes que ya instalan sus mesas en la zona peatonal, como sucede en toda Europa primaveral y veraneante.  Los locales se ven viejos, pero bien cuidados.  Asomo la nariz por una puerta y el decorado y mobiliario clásico invitan a entrar, pero es muy temprano y el primer melocotón está en plena travesía hacia el estómago.  Tomo nota de un nombre: Mirador de San Isidro.  Quizá vuelva, aunque sea por un café.

Más abajo, en una esquina, hay dos bancas públicas.  Son de estructura metálica y tienen reglas de madera roja.  Sobre el respaldo, alguien escribió: “Tu otro banco y cada día el de más gente”.  La crisis, de nuevo.

Puente de Toledo, Madrid.

Poco más abajo, hay un viaducto de mucho tráfico sobre la glorieta de Pirámides y hay que cruzar varias calles para alcanzar la orilla del río Manzanares.  A lo largo de sus más de 90 kilómetros de extensión, el río transcurre por zonas declaradas reserva natural, por lo que está bastante protegido.  La excepción es la ciudad de Madrid, pues la atraviesa y no es posible garantizarle su estatus.  Un sistema de compuertas río arriba permite desviar las aguas y regular su caudal para que no cause inundaciones en la ciudad. 

El Manzanares tiene poco caudal en esta época.  Desde la calle de Toledo se puede cruzar por el ancho puente peatonal del mismo nombre.  Esta es una construcción antigua de estilo barroco, sostenida por varias columnas circulares con arcos entre cada una de ellas.   Cargan a una estructura rocosa con medias lunas para descanso u observación en cada columna.  El empedrado curso del puente se alumbra por las noches por farolas metálicas sin cableado eléctrico.  Veo abajo el bien atendido lecho.  Tiene una excelente jardinización, tiene veredas y pistas separadas para corredores, caminantes y ciclistas.  Veo taludes de protección por toda la orilla.  Verdes setos son podados regularmente para formar figuras geométricas.  Mientras se aleja el curso del río veo que se alternan puentes modernos y antiguos.  Río arriba, como a unos 400 metros, aparece el estadio Vicente Calderón.  Es la sede del equipo de futbol Atlético de Madrid.  Se ve hermoso y grande, aunque posiblemente ya vio sus últimos partidos debido a la construcción del coloso Wanda Metropolitano.

Me entristece pensar en los ríos que corren por el sistema de barrancos en mi ciudad de Guatemala.  Lo que hay en el Manzanares es un modelo a imitar, pero parece un ideal muy lejano en el tiempo.  Trato de borrar de mi cabeza la triste imagen del río Platanitos y observo a los paseantes.  Andan todos muy relajados, de ropa y actitud.  El paisaje urbano al otro lado del río es variado.  Hay edificios de todas las edades, aunque lo que parecen tener en común es que los apartamentos son pequeños.  Entre la otra orilla del río y los edificios hay un parque vestido con muchos árboles frondosos, alineados como tropa disciplinada.  En una banca, otro grafiti: “Los perros viven mejor que nosotros”.

Café Central, Madrid.

Luego de un buen descanso, inicio el retorno a la estación del metro, pero antes se antoja un café en el Mirador de San Isidro.  El sitio me parece una mezcla entre un café-bar italiano y un restaurante.  Me siento cerca del mostrador.  Los clientes que entran y salen parecen muy familiarizados con el personal.  La carta de comida ofrece platillos típicos españoles y los precios son aceptables.   Termino mi buen café y parto hacia arriba.  

En el muro exterior de un centro escolar veo un tablero para colocar anuncios comunitarios.  Hay programas de actividades veraniegas.  Alguien pregunta por un bolsón escolar extraviado.  Otro solicita ropa de verano para repartir a personas necesitadas.

Para conocer algo más decido continuar el ascenso por el Paseo de los Pontones, que converge en la Puerta de Toledo.  En una parada de bus, un tipo llama mi atención por su pose de divo.  Estará en sus cuarenta.  Fuma con su mano derecha como si fuera un extravagante personaje de alguna película clásica.  Se le ven sólo tres dedos pues el meñique y el anular están doblados hacia adentro.  Tiene levantado el mentón y su frente recibe de lleno la luz y el calor solar.  Viste una camisa rosa pálido con estampados de flores, los pantalones son de mezclilla o lona.  Calza zapatos tipo chapulín, también rosados.  Me descubro a mí mismo con cara de circunstancia, haciendo un escaneo de los alrededores por si hay truco y se trata de alguna trampa con cámara escondida, pero no.  Me alejo para no perturbar la escena de gloria del chico rosa.

Un par de cuadras arriba, encuentro un señor con boina sentado en una banca.  Tiene una mochila en el regazo.   Un anciano con bastón pasa frente a él.  Se levanta, le habla y le muestra que la punta de hule del bastón está desgastada.  Rápidamente se la cambia por una nueva que le aparece en la mano como por arte de magia.  El anciano parece agradecido y se lleva una mano a la bolsa.  El otro le hace gestos diciendo que no le debe nada.  Charlan un poco y se sientan en la banca.  Entonces el de la boina abre su mochila y principia a sacar mercadería, casi como un mago sacando cosas de un sombrero.  Lleva cinturones, tirantes para pantalón, suelas para zapatos, pomos de alguna crema…   Por temor a caer en la telaraña, decido pasar lo más distante y rápido posible.  El anciano ya está comprando.

Más arriba está una pareja discutiendo.  Es más exacto decir que hay una mujer riñendo al hombre con palabras y agitados ademanes.  Le habla de obligaciones paternales, de ser responsable, de decencia, de faltas de educación en casa de mi madre.  El hombre no dice nada, no mueve siquiera los labios como para decir que ella no lo deja hablar.  Se ve tranquilo, resignado, estoico.  Apresuro el paso, no sea que haya algo contagioso.

De pronto, me asalta un entusiasmo, un deseo que había perdido en los últimos meses.  Es el gusto por contar mis sensaciones y experiencias en cada viaje.  Busco una banca y me pongo a garabatear rápidamente, para poder recordar detalles cuando escriba la crónica de este paseo.  Por fortuna, en media hoja de papel había anotado las distintas estaciones de metro para llegar al mercadillo de la Puerta de Toledo, y principié a ocupar los espacios disponibles.

Barrio La Latina, Madrid.

Al llegar a la cima decidí aventurarme por un conjunto de callecitas estrechas que serpentean entre la Gran Vía de San Francisco y la Calle de Toledo, que se extiende al otro lado de la Puerta.

Mientras voy subiendo encuentro muchos restaurantes de todo tipo: comida turca, china, española, ventas de patatas fritas, bares de tapas y tiendas viejas y extrañas.  De tanto en tanto, alguna tiendecita de electrónicos.  El barrio parece muy animado.  Esta es la semana del honor gay, y la zona, igual que el Centro Histórico de la ciudad, parece ser muy consciente de ello.   Los locales exhiben banderitas con el arcoíris, hay pegatinas en las paredes y todo aquello me hace pensar en un modelo animado del sistema circulatorio, con las venas y arterias mostrando brillantes marcadores atómicos.  Pienso que España es un país bastante liberal, y también en que es muy fácil olvidarse de prejuicios y sacar las banderitas que nos atraerán clientes.   Los prejuicios e insultos quedan para cuando se termine el negocio.

Llego al mercado de La Cebada, y los rótulos me hacen saber que me encuentro en el barrio La Latina.  Este variado punto comercial está próximo a cumplir 150 años, aunque ha experimentado reconstrucciones y remodelaciones.  Frente al mercado y su pequeña plaza está el Teatro de La Latina.  Me entretengo observando la colección de afiches que forran las paredes, y leyendo los grafitis que abundan sobre ellos y a los lados.  Cerca de la esquina, en plena área peatonal, hay una cama con cobertores de lana y una almohada.  El cobertor de encima es color crema y el de abajo es beige con manchas negras, como piel de leopardo…  Sobre la cama hay un letrero solicitando ayuda económica, “Lo que sea su voluntad” y firma Ismael.  Pienso que quizá se trate de un performance de arte moderno (arte post-arte, dice una amiga).  La curiosidad me hace rondar el área por un rato, hasta que descubro que no, que en esa cama vive y duerme un indigente real llamado Ismael.

Como ya estaba en plan de tomar notas, me detengo en la palabra francesa beige y en su traducción al español. Apartándose de la explicación fonética (“besh”), la Academia de la Lengua Española se inclinó, sin explicaciones conocidas, por beis. Me parece espantosa ¿veis?

El hambre le gana a mis deseos de explorar, así que entro a uno de los tantos restaurantes de comida española y escojo uno de los tres platos del día.  En mi media hoja de papel no queda espacio para anotar.

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