El primer daguerrotipo del Boulevard du Temple en París.
No deja de inquietar el dilema de la realidad y de su imagen. En otras palabras, del tiempo atrapado en las fotos y la gente representada en las mismas. Al poeta sueco Kaj Glans le debemos un texto impecable sobre el primer daguerrotipo del Boulevard du Temple en París.
La imagen data de 1838 y es obra de Louis-Jacques-Mandé Daguerre. Hizo la toma desde una terraza donde trabajaba con su recién inventado equipo fotográfico. El tiempo de exposición de un daguerrotipo, debido a su baja sensibilidad con la luz, era de por lo menos quince minutos. La primera impresión es que sería muy temprano en la mañana pues la calle está vacía. Pero no era así, por las sombras se sabe que la imagen fue tomada al filo del mediodía. Las aceras debieron estar atiborradas de gente y la alameda de carruajes.
Debido al largo tiempo de exposición nada que estuviera en movimiento pudo ser captado. Sin embargo, puede verse una figura que a primera vista parece un fósforo quemado, pero es el perfil de un hombre lustrando sus zapatos en una esquina. Se trata del primer ser humano fotografiado de cuerpo completo. Se ignora su identidad y parece imposible llegar a saberlo, solo sabemos que ese ser humano existió. En algún momento se movió, metiéndose al invisible río de gente para desaparecer.

Glans no menciona al lustrador de calzado, un limpiabotas a quien puede entreverse apenas en el daguerrotipo como una silueta negra y encorvada, harto pequeña. Suponemos que era algún muchacho pobre. Adolescentes sin recursos solían entonces dedicarse a ese tipo de oficios. Tampoco sabremos nada de su identidad. Ni quiénes pudieron ser sus padres y menos sus abuelos. No existen imágenes de esa familia desconocida. En el daguerrotipo del Boulevard du Temple fueron fotografiados por primera vez dos seres humanos y Daguerre, sin proponérselo, documentó las asimetrías sociales.


Con la invención del daguerrotipo en 1838 en Francia y el posterior desarrollo de la fotografía se pensó, en la segunda mitad el siglo XIX, que la pintura desparecería. Pero sobrevivió y ahora es la fotografía (como arte) la que está en una zona de riesgo. Con la precisión implacable de la luz capturada, la fotografía prometía ser la nueva reina de la representación visual. Lejos de rendirse, la pintura encontró las maneras de reinventarse en la modernidad.
Walter Benjamín en un artículo sobre la historia del arte fotográfico, apunta que la auténtica víctima de la fotografía no fue la pintura de paisajes, sino el retrato en miniatura. Las cosas se desarrollaron tan a prisa que ya hacia 1860 la mayoría de las innumerables miniaturitas se habían hecho fotógrafos. Los miniaturistas europeos, al ver disminuida la demanda de sus retratos debido a la popularidad de la fotografía, se reinventaron como fotógrafos, aplicando su conocimiento de la composición, el color y la iluminación a los nuevos retratos fotográficos, que muchas veces se retocaban o coloreaban a mano para asemejarse a las miniaturas tradicionales.
No fue el caso del más importante de los miniaturistas guatemaltecos, y de los más destacados de toda América Latina, Francisco Cabrera (1780-1845), que no alcanzó a vivir plenamente el imperio de la fotografía por haber muerto poco después del descubrimiento del daguerrotipo. Cabrera legó cientos de retratos miniaturistas hechos muchos en marfil. Pero murió en la pobreza extrema, lo que indica la valoración superficial de su obra por la aristocracia guatemalteca que era la que le encargaba los trabajos. La obra de Francisco Cabrera es única en su género por haber hecho retratos de personajes femeninos de su época, mujeres pertenecientes a la aristocracia criolla como el Clan Aycinena, los Pavón, Echevarría y otras familias. El artista retrata no solo las personas sino de manera indirecta su época al haber captado las modas, peinados y actitudes.
La velocidad del cambio ha sido vertiginosa, casi brutal, y el arte ha vivido en una apretada relación con la tecnología. La pintura cedió al retrato fotográfico y se liberó de las cadenas de la representación, entregándose al juego abstracto, simbólico y conceptual. La fotografía, por su parte, encontró su propia poética en el encuadre, la luz y la textura, elevándose más allá del simple registro documental.
Hoy, sin embargo, la fotografía artística camina sobre un hilo frágil, amenazada por la omnipresencia del pixel, la instantaneidad de los dispositivos móviles y la saturación visual que define nuestra era. En cada clic se encapsula una historia, pero también se diluye en la vastedad de lo efímero.
Un año antes de su muerte, Roland Barthes publica La cámara lúcida-Notas sobre la fotografía que de inmediato se convierte en un clásico. No solamente para adentrarse en la reflexión puntual sobre el arte fotográfico sino sobre el arte en general, sobre todo en lo que refiere a las imágenes. Barthes presenta los dos momentos cruciales del encuentro con la imagen, con la fotografía particularmente, el studium y el punctun, este último es como un pinchazo que provoca emociones. El studium representa la cultura, lo dado por los paradigmas, lo sobrentendido.
La fotografía es un parteaguas, según Barthes, pues encierra historia de lo que ha sido y por lo tanto ya no es. De ahí que resalte las conexiones entre la muerte y la fotografía. En todo caso la cámara oscura resulta lúcida ya que ilumina un saber desconocido, un adentramiento en la afección por medio de la emoción producida visualmente. No resulta poco en nuestro mundo cibernético, que no conoció Barthes, poblado por imágenes reproducidas global y masivamente y difundidas por las vías electrónicas en segundos y con calidad sin par.
Las viejas fotografías nos devuelven rostros que amamos, paisajes que desaparecieron y gestos que olvidamos tener. Asimismo, reflejan la distancia que nos separa de aquellos que fuimos, como si cada imagen fuera un espejo quebrado donde el tiempo ha dejado cicatrices. Las fotografías, al igual que los recuerdos, son anclas y alas: nos atan al pasado y, al mismo tiempo, nos impulsan a volar con la imaginación que representa en nuestro interior cómo seremos vistos cuando, en el futuro, nuestras propias imágenes se conviertan en reliquias. La fotografía, entonces, no es solo un registro; es una declaración de la fugacidad de la vida y un tributo al milagro de existir. Hay un tiempo de revelado y un tiempo histórico. Es decir, la conexión entre entorno y personas con la fotografía, los seres en las fotos viejas y los que ahora somos. La fotografía conecta estos dos tiempos, siendo el puente entre los seres que habitan las imágenes del pasado y los que, en el presente, contemplan esas mismas imágenes con asombro o melancolía. La fotografía como memoria del tiempo y el ser. Susan Sontag lo sintetiza de manera magistral: Todas las fotografías atestiguan la despiadada disolución del tiempo. Una fotografía es a la vez una pseudo presencia y un signo de ausencia.
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