Martí y la condición del hombre americano

Camilo García Giraldo

enero 12, 2025 - Actualizado enero 10, 2025

Ilustración: Amílcar Rodas

En las postrimerías del siglo XIX, era un hecho más o menos constatable y visible para los intelectuales americanos, el fracaso de los Estados surgidos de la independencia, para dirigir los destinos de los pueblos, de acuerdo a los ideales republicanos, que, la mayoría de los próceres habían enarbolado. Las sucesivas y prolongadas tiranías de caudillos civiles y militares, que, se instalaron en varios de los países recién independizados, como Paraguay con El Supremo Gaspar de Francia, como la Argentina con Juan Francisco Rosas, o, más tarde, en México con Porfirio Díaz; o, las guerras civiles, que, se sucedieron, sin descanso, en Colombia, durante casi todo el siglo pasado, fueron la prueba elocuente de la incapacidad de las clases sociales dominantes de organizar un Estado que cumpliera los ideales políticos de libertad emanados de la revolución francesa, y, que, inspiraron la gesta de la independencia, o, que, preservaran a la sociedad de los conflictos violentos que ponían en peligro su propia integridad. En ese tiempo, en América Latina, el interrogante por las razones de este incumplimiento, se puso al orden del día. Y, las respuestas, que, los círculos liberales intelectuales y políticos, que se repitió durante bastante tiempo, son, que, las dificultades que ha tenido el orden republicano para instaurarse plenamente en la vida de estos países, obedecen a la falta de aceptación y consenso, más o menos unánime, de todos los sectores políticos y sociales, sobre la necesidad de que ese orden republicano se funde en los principios y valores democráticos.

Sin embargo, Martí, colocado frente al mismo problema central, intenta recorrer un camino diferente. Para él, ciertamente, no se trataba de desestimar el ideal de la república libre, sin el cual, sería inconcebible construir un Estado acorde a las necesidades propias de los pueblos americanos, sino, de mostrar que esa explicación era en esencia insuficiente porque pasaba por alto los rasgos que conforman la condición real del ser de esos pueblos sobre los cuales pretenden recaer las formas de su ejercicio. Explicar el incum­plimiento del ideal republicano asumido desde la independencia por la falta de decisión o voluntad democrática de los agentes políticos y sociales, era omitir lo que constituía el factor principal de esa ausencia, a saber, la ignorancia de las capas cultas e ilustradas, y, de los políticos dirigentes de estos países, de la realidad humana que los componía. Pues, a pesar de ser personas de letras formados en los patrones culturales europeos, desconocían lo esencial, la imagen viva, natural y espiritual de los hombres que gobernaban o aspiraban a gobernar. Estas personas, formadas en los saberes culturales europeos, no sabían nada, o prácticamente nada, sobre la realidad viva, natural y espiritual, de los seres humanos que gobernaban, o, aspiraban a gobernar.

Ilustración: Amílcar Rodas

Ahora bien, la ignorancia sobre las características de esta realidad humana, no era en la época, ni lo es aún todavía, un acto involuntario o inocente sino, más bien, el resultado de un tipo de formación académica y universitario centrada exclusivamente en la transmisión de los valores culturales y saberes científico-técnicos forjados en Europa o en Estados Unidos, en países diferentes. El contenido de la enseñanza de las instituciones académicas latinoamericanas se estableció a espaldas del sujeto primordial de la existencia de cada uno de los países. El saber que difundían entre los jóvenes que acudían a sus aulas para prepararse a desempeñar las tareas de administración y dirección política del Estado era ajeno al problema de las condiciones fundamentales de ser de sus pueblos. Por eso se pregunta Martí en su fundamental ensayo Nuestra América: “Cómo han de salir de las universidades los gobernantes, si no hay universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos americanos? A adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen”. Formados intelectualmente sobre la base de este vacío cultural esencial, los dirigentes de los países latinoamericanos se tornaron incapaces de asegurar la organización de un orden político libre y auténticamente republicano, que sirviera real y efectivamente a los intereses más propios y auténticos de sus pueblos.

¿Cuáles son, entonces, esos elementos peculiares de los pueblos ameri­canos que desconocían, y, aún, desconocen, muchos de sus dirigentes, que, definen desde las esferas del poder político su destino? El principal de estos elementos, que, ordena todos los demás, es la constitución doblemente mestiza, física y espiritual, que, los identifica y caracteriza. Forma física y espiritual de unos seres humanos, que, se comenzó a labrar desde la conquista, se prolongó intensamente durante el periodo colonial, y, que, sin embargo, los descendientes de los españoles, los criollos que tomaron el relevo en el poder, después de la Independencia, no quisieron admitir o asumir como lo que es, como un elemento sustancial de la constitución de las naciones que dirigen.

De ahí, que los llamados hombres civilizados de América latina, en principio cultos e ilustrados en los conocimientos básicos de la naturaleza y la sociedad, ignoran un hecho esencial de sus vidas, el de la compleja y rica realidad de sus pueblos. Y, en cambio, los miembros de estos pueblos, que, eran considerados bárbaros por mucho de esos hombres civilizados, con el escritor, intelectual y político argentino, Domingo Faustino Sarmiento, a la cabeza, son en realidad seres humanos naturales cuya constitución y fisonomía real brota de la riqueza física y multicultural de su mestizaje. Mestizaje físico, presente en la gran mayoría de ellos, y, espiritual, las obras propias de su cultura, ha sido un elemento decisivo y profundo, que, no ha podido ser borrado o destruido por el permanente desco­nocimiento ideológico de los círculos del poder político e intelectual del continente. Éste persiste, y, se amplía todos los días, como para refutar en la vida, la equívoca pretensión de quienes creen ser los herederos puros de los viejos conquistadores y colonizadores españoles, o, de los nuevos inmigrantes europeos. Uno de los signos de la falsa conciencia que los sectores sociales y políticos dominantes han cons­truido, es esta imagen, que, representa como algo irreal o inexistente la exis­tencia del ser mestizo americano.

Ilustración: Amílcar Rodas

Pero, a pesar, de su negación sistemática, este fenómeno, como se sabe, ha tenido un significado trascendental en el mundo moderno, al poner en escena, la imagen de un tipo de ser humano completamente nuevo e inédito en la trayectoria histórica del conjunto de la humanidad. Si bien es el resul­tado de un acto originalmente violento y destructivo llevado a cabo por los españoles, la realidad mestiza del hombre americano actual, encierra la conjunción de rasgos y elementos diversos provenientes de diferentes grupos étnicos y culturas –de los indígenas, de los blancos europeos y de los negros africanos– que establece, sin embargo, una diferencia irreductible con ellas, con el origen múltiple de donde surgió. Los seres humanos mestizos americanos, no son ni física ni culturalmente, iguales a los diversos pueblos que están en la base de su formación. Los contiene parcial y fragmentariamente a todos ellos, sin poderse identificar por separado, con ninguno de ellos. La reunión en su cuerpo y su alma de esos elementos de origen diferente, los convierten en seres específicos, que, no son ni superiores ni inferiores a los antepasados que lo cons­ti­tuyeron porque en ellos, y, a través de ellos, prolongan su existencia.

Con el idioma castellano, heredado de los conquistadores, ordenan y comunican sus emociones y sentimientos vitales, sus creencias y sus pensamientos. Con el movi­miento rítmico de su cuerpo sigue e imita, los sonidos musicales de los antiguos esclavos africanos, y, con su canto melancólico, revive el sentimiento profundo de los indígenas avasallados. Alrededor de las figuras y cultos dominantes de la religión cristiana subsisten los vestigios de las deidades polimorfas de los antiguos pueblos sometidos. En los pueblos mestizos de américa latina, tomaron presencia real y simbólica, seres humanos hombres diversos de casi todo el planeta, para integrar y componer la imagen de su figura en la que, sin embargo, no hallan el reflejo de la propia, al haber quedado transformada por la intervención de las demás. Condensando simbólicamente en su imagen física y espiritual la diversidad humana del mundo, los seres humanos mestizos americanos se hicieron históricamente diferentes a cada uno de los integrantes de esa diversidad, es decir, se volvieron idénticos a sí mismos.

Este hecho hace, que, el hombre y la mujer natural del pueblo sea portador espontáneo de un rico contenido cultural. No obstante ser, en muchas ocasiones ignorante de las reglas refinadas de convivencia cotidiana elaboradas en la civilización occidental o de sus saberes científico-técnicos especializados, su existencia cultural condensa profusamente materiales de diversas tradiciones humanas. Esta riqueza y complejidad de sus almas, es el factor que se ha opuesto activamente al intento, sistemático y reiterado de los sectores sociales del poder, de convertirlos en un mero objeto de explotación económica o de opresión y manipulación política. La existencia del mundo de la vida en el que reproducen cotidianamente los símbolos culturales con los que afirman su identidad subjetiva, es suficien­temente significativa, como para disolver, así sea por un breve tiempo, que, se aspira a repetir, los efectos del dominio que sufren. Pues ahí, han logrado la posibilidad de reconocerse a sí mismos, de identificar, viviendo, las formas propias de su ser, y dejar, así sea provisionalmente, sin efecto y sin realidad, la voluntad del poder que se empeña en negarlo.

Pero, al mismo tiempo, el limitado y precario alcance que ha tenido esta oposición cultural espontánea al dominio que objetiva o destruye la vida real de sus portadores, es el que explica, en gran parte, el fracaso –que sólo en estos últimos años pareciera comenzar a remontarse– del proyecto, que se anunció desde la Independencia, de construir un orden republicano verdade­ramente democrático en los países del continente. Las reservas y potencia­lidades inherentes al mestizaje cultural, no han sido suficientes para contener el avasallante peso del ejercicio de las formas coercitivas y violentas del poder político. El carácter abierto y diverso que lo define no ha podido fijar y determinar los esquemas básicos de la vida pública; ésta siempre ha permanecido lejana y extraña a la forma de este mundo que la rodea cotidia­namente, sin escuchar el íntimo rumor de integración de lo diferente que lleva en su seno, porque los agentes sociales y políticos del dominio, no han querido reconocer la presencia real de ese mundo socio-cultural, la figura del Otro, donde yacen las fuentes de su propia vida. Hace más de un siglo el discurso de Martí reclamó perentoriamente ese reconocimiento para eliminar los funda­mentos “culturales” de las formas antidemocráticas de la organización del Estado. Hoy a pesar, de los progresos formales e institucionales logrados en esta dirección –por ejemplo, los que se observan en la constitución colombiana de 1991– la negación real de esta condición continúa siendo un signo de la conducta de los sujetos del poder. Pues en el fondo, la historia de las instituciones políticas del dominio en América Latina, ha sido la historia de una abierta o disimulada negación de lo más propio de la vida de los pueblos sobre los que recaen las formas de su ejercicio; ha sido la historia de la no presencia en los actos y decisiones políticas fundamentales de la figura real y simbólica de los pueblos que trazan precisamente el camino de esa historia.

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