León y la Guadalupana

Méndez Vides

diciembre 15, 2024 - Actualizado diciembre 14, 2024

El cura León mandó a levantar, apenas dejó de temblar, una champa alta con láminas oxidadas y madera, con los parales y tablones acabados de utilizar en los andamios para la pintura de la fachada de la catedral arruinada, sin penacho, con cornisas derrumbadas y esculturas degolladas, en el espacio que queda entre la fuente de las sirenas y el monumento a Justo Rufino Barrios.   Entre todos sacamos los reclinatorios del templo, bajamos las gradas de piedra, colocamos una banca detrás de otra, partiendo del altar hasta muy cerca de la puerta improvisada con dos inmensas argollas para el candado, cuya llave controlaría exclusivamente el León. 

Clavamos en los laterales de la galera las ilustraciones enmarcadas con vidrio opaco de los pasos del Vía Crucis.  A la mitad de la nave, en el lado izquierdo, las mujeres montaron un altar con la imagen de Jesús crucificado, manta negra de fondo, y colocaron dos inmensos floreros de latón con flores y la alcancía al medio para recaudar limosnas.   Al medio día era toda una caldera, a pesar del viento que soplaba sacudiendo las láminas clavadas y amarradas con alambre.

El padre León se mostró satisfecho y ordenó a tres de nosotros seguirlo.   Era como un capitán romano con la tropa detrás, sin caballos ni estandartes, y en lugar de la capa roja, penacho y espada, llevaba puesto el hábito negro y los zapatos embarrados de lodo.   Se detuvo antes de atravesar la calle empedrada.  Nos observó detenidamente.  De primero iba el Huevo López, pequeño desde pequeño, hijo único, de madre igual de menuda; seguido del persistente Tobías, que vivía en una carpintería; y yo de último, flaco y peludo desde que en el cine Imperial presencié la película de Jesucristo Súper Estrella.  

—Los vivos saquearon los adornos de la fachada como zompopos, y no los podemos juzgar.

Contemplamos el desastre, la ausencia de lo que cayó al suelo y desapareció, con los escombros removidos por los buscadores de oro. 

A un lado derecho el Palacio de los Capitanes, con sus arcos de piedra, y en el opuesto, el edificio del Ayuntamiento, con el reloj torcido en el techo, a punto de desplomarse, medio hundido.   Al frente, la biblioteca de la vieja casa arzobispal, que no abriría sus puertas a los estudiantes porque el cielo se había desplomado, las tejas enterraron las estanterías apolilladas, aplastando incunables, libros inútiles en español antiguo, misales impresos en latín y una hemeroteca insulsa que nadie utilizaba, al lado de la casa de Dios destrozada y saqueada.

—No tienen perdón —dijo el León rugiendo—, y ahorita revisaremos que no falte algo más valioso.

Yo guardé un fragmento de estuco, antes que ya no quedara nada, y la figura parcial del rostro de un ángel, porque estaba en la calle en el suelo, como pan.

—¡Sería una barbaridad! —dije—.  Aquí no se respeta ni lo más sagrado.

El cura me clavó la mirada y pasó a fijarse en las orejas de burro en las jardineras, esas inmensas hojas que invaden los patios y son imposibles de erradicar, como mala yerba.  

Ingresamos los cuatro al templo, evitando las rajaduras y puntos vulnerables.  El León al frente.   Un temblor repentino y nos caería encima lo que aún se sostenía en el aire.   La nave principal estaba en ruinas desde los terremotos de Santa Marta, doscientos años atrás, y lo que quedaba en pie era la nave de la pila bautismal, de norte a sur.  Un inmenso muro separaba lo funcional de la nave inmensa en ruinas al oriente, por donde en los días normales deambulaban los turistas.    El polvo flotaba en el ambiente y se había prendido a las cortinas.   El cura revisó el buen estado de las pinturas y las imágenes, y se santiguó ante el cuadro de mi conocida Virgen de Guadalupe.  Las candelas apagadas, bajo terrones y bodoques de mampostería.   Sentí que la mujer sagrada de piel morena me seguía con la mirada, que se reía con cierta complicidad, y me pareció que movía los labios. “Llegó tu momento, debes buscar bien y enfrentar el misterio”, creí escuchar.

La Guadalupana me está hablando —dije al León en voz alta.

El Huevo López y Tobías recularon hasta el portón de entrada asustados, y ya no escucharon sus palabras en contra de la idolatría:

—Las imágenes son como los retratos humanos, nos ayudan a recordar a quienes ya no están en el mundo real, pero no hablan.

Él no creía en milagros, y eso no estaba bien para él ni para nadie

Hice el esfuerzo de contemplar bien el color de piel de la Virgen, sus ojos, las estrellas, las proporciones.   Idéntica a la que recordaba del viaje escolar a México, cuando estuve frente al lienzo original.   Llegamos con camisetas amarillas y banderas para no perdernos entre la mancha de peregrinos que hacían fila para rezar y pedir milagros.  Ventas y atracciones con culebras que revelaban la suerte a quienes pagaban por adivinar su destino.  Una fila de peregrinos avanzaba de rodillas, sangrando, mientras sus familiares desplegaban mantas por delante para que no mancharan las gradas grises.   Los paralíticos querían volver a caminar, y los rencos enderezar las extremidades.   Muchos se apuntaban en los listados por una silla de ruedas donada.  Una llorona se quejaba del corazón y clamaba por la hija extraviada.   Niños raídos observaban la multitud desde la puerta, midiendo las debilidades de cada quien para arrancarles la cartera.   Todos persignándose.   Llegué a la banda movediza y me quedé quieto, esperando el breve instante frente al lienzo milagroso, en la inmensa basílica que desafiaba a la fuerza de gravedad.  Cuando estuve exactamente frente a la Guadalupana sentí que de verdad me miraba, y hasta movió los labios. “Un día te será revelado el secreto”, pareció decir.   El corazón me palpitó.   El pulso acelerado.   Deben habérseme escapado algunas lágrimas.   Cuando llegué al final de la banda, encontré a los demás normales así que oculté la vivencia.   Me dirigí a la nave principal buscando un espacio donde sentarme a esperar.  El reloj marcaba las once en punto de la mañana.  

Afuera proliferaban los vendedores de cortauñas y peines de carey, olía a heridas infectadas, a bichos macabros esparcidos por la ciudad más contaminada del mundo. 

Con el cura León empujamos la imagen del Nazareno con túnica morada que cargan los niños cada Viernes de Dolores, haciendo fuerzas, con cuidado, pero pesaba demasiado para dos almas, la cruz de madera rolliza se movía peligrosamente para el frente o para los lados, el resplandor parecía mal puesto.  

—Si se nos cae, le haremos más daño que el terremoto.

—Quizá no quiere que lo movamos —opiné.

El cura León se dio por vencido y ordenó regresar a la galera porque ya no hacía falta rescatar más imágenes, pero yo recordé el mensaje de la Guadalupana y continué hurgando entre los escombros de la sacristía, encaramándome en las piedras, iluminado por el pedazo de cielo que atravesaba un boquete.   La carátula de un reloj de pulsera entre el tierrero atrajo mi atención.   Fui despejando los pedazos de ladrillo y yeso, hasta descubrir partes humanas, y no me detuve, seguí escarbando sin pedir auxilio ni llamar a nadie, hasta confirmar el cuerpo.   No lo pude reconocer.  Podría haber sido cualquiera.  Era la primera vez que estaba tan cerca de un cuerpo que había perdido la vida.   El rostro blanco lucía morado y apestaba.   Los ojos abiertos.   Me miró directo con espanto, como quien no había querido marcharse, implorando perdón. 

Me sacudí la tierra de la ropa y salté por donde pude para regresar al templo improvisado en la plaza central.  Pasé por el baptisterio, donde están pintadas las ánimas del purgatorio nadando entre lenguas de fuego, suplicando para salir del tormento.  En la galera estaba el cura León dando misa, y al entrar estaba reflexionando sobre la muerte y las ruinas, como si comprendiera lo que yo acababa de vivir.

—Jóvenes —dijo en su sermón—, traten de marcharse de esta ciudad antes del próximo terremoto o se quedarán aquí para siempre.  Váyanse, a donde sea.

Etiquetas:

Todos los derechos reservados © eP Investiga 2024

Inicia Sesión con tu Usuario y Contraseña

¿Olvidó sus datos?